Es el relato de Ana María, Pili, Teresa, Lucía, Rosario, Aysha y
Nazaret. Han ocupado el número 43 de la avenida de San Severiano,
entero, todo el edificio, cada piso. Obligadas por la pescadilla de la
crisis que muerde una y otra.
Pilar Solís
La historia que está a punto
de leer es la de siete mujeres que han encontrado en la frialdad de una
finca deshabitada lo más parecido a un hogar que han visto en los
últimos años.
Es el relato de Ana María,
Pili, Teresa, Lucía, Rosario, Aysha y Nazaret. Han ocupado el número 43
de la avenida de San Severiano, entero, todo el edificio, cada piso.
Obligadas por la pescadilla de la crisis que muerde una y otra. Cada una
tiene sus razones, su recorrido personal, ni siquiera comparten
generación, pero todas ellas se han convertido en algo más que vecinas
mientras intentan salir adelante con sus hijos. Hasta hace poco, eran 12
las familias que ocupaban el inmueble entero pero «no es fácil estar
aquí y muchas se han ido a otro lado».
Ellas aguantan porque no
tienen otra opción. «No quiero volver a la calle», confiesa una de
ellas. Ahora quedan nueve familias, una decena de adultos y veinte
menores. No son las únicas. En este año, la Policía Nacional ha recibido
15 denuncias por ocupación de viviendas. Un número que a priori puede
parecer insignificante pero que cobra relevancia si se tiene en cuenta
que no se registró ninguna en 2012 y que en Cádiz no ha tenido mucha
repercusión el movimiento okupa salvo en contadas ocasiones como la casa
Yoga, Valcárcel o el número 18 de Manuel Rancés.
Desde el grupo de Seguridad
Ciudadana II de la Comisaría de Policía reconocen que a pesar de no
disponer de estadísticas sí que ha «habido un aumento de 'okupaciones'».
No hay una zona determinada, allí donde hay una casa disponible con un
acceso fácil, entran. «En muchos casos son vagabundos que intentan
reguardarse en alguna de las casas y que en cuanto les pedimos la
identificación se van». El pasado julio requirieron su presencia en la
calle Cristo de la Misericordia y tiempo después en el 14 de Rosario
Cepeda. De la ocupación de San Severiano tienen algunas noticias aunque
el caso se encuentra ya en manos de la Fiscalía después de que la
propietaria de la finca interpusiera una denuncia contra los okupas.
A veces, en la mayoría de las
ocasiones, resulta difícil tratar estas situaciones «porque hemos
comprobado que en muchos de los casos son familias, personas que hasta
ahora no pensaban que acabarían así».
«No tenía más opciones»
La línea para que la ocupación
sea delito es muy fina y por ello en la gran mayoría de los casos hay
que esperar al dictamen de un juez para poder actuar, algo que suele
llevar varios meses. En San Severiano 43, Antonio Barrera ya ha recibido
la notificación judicial por haber entrado en una de las viviendas el
pasado febrero. «Me fui en julio porque después de mucho tiempo
moviéndome y yendo a las distintas administraciones he conseguido una
casa pero aún tengo pendiente el juicio». Tanto Antonio como su pareja
se enfrentan a una multa superior a mil euros cada uno, una cantidad que
ya advierten no saben si podrán abonar «porque yo llevo en el paro dos
años y medio». Echando la vista atrás, sabe que volvería a hacerlo
«porque la necesidad así me lo impuso, lo hice por mí y por mi familia.
No tenía más opciones».
Hace cuatro meses que Antonio
se fue del número 43 de San Severiano pero allí quedan todavía nueve
familias, nueve mujeres que se agarran a la esperanza como a un clavo
ardiendo. «Vivimos con el miedo en el cuerpo porque puede venir
cualquiera y echarnos». Llevan una semana con la luz cortada y cuatro
con sin agua. «Vamos con velas y nos ayudamos como podemos». Hoy lo
cuentan siete de ellas.
Sentadas en el sofá de la casa
que ocupa Rosario, aferrándose a las batas para combatir el frío que
entra por la ventada, se juntan todas para hablar. En sus caras se
reflejan los años duros vividos, en algunos casos al lado de las drogas.
«Aquello ya se acabó», cuenta Ana María, «hace ocho años que estoy
limpia y no pienso volver a eso. Estoy aquí para luchar por mí y por mi
familia».
Aysha Elmortada, 23 años
Primer piso«No podía seguir en casa de mi abuela, vi la puerta abierta y entré»
De las nueve familias que
quedan, la de Aysha fue de las primeras en llegar hace ocho meses. «Aquí
ya había gente viviendo, yo sólo vi la puerta abierta y entré». Lleva
cuatro años de un lado para otro con su hijo pequeño. Estuvo trabajando
pero hace siete meses se quedó en paro. «Me fui entonces a casa de mi
abuela porque yo no tengo padre ni madre. Allí vivía con ella, con mi
hermano y tres primos. Yo dormía en el sofá con mi hijo y no podía
seguir así».
Sabía que había viviendas
vacías «porque conocía a gente del Cerro del Moro que estaba realojada
aquí porque esto entonces era de la Junta». Aysha se refiere al convenio
firmado entre la Administración andaluza con la propietaria del
inmueble para el realojo de familias, un convenio que finalizó en mayo
por lo que la titularidad volvió a la propietaria original. «Cuando yo
llegué sólo había dos familias más, una de okupa y otra de realojo».
Pronto corrió la noticia «y esto se llenó enseguida». Ahora dice que va
«tirando» como puede. Es la primera de las que quedan que ha recibido
una orden de desalojo, una especie de sentencia sin condena judicial
pero con fecha fija: debe irse el 16 de diciembre. En apenas dos
semanas. «No pienso irme», asegura.
Rosario Utrera
Primer piso«Lo único que pedimos es tener una vida en condiciones»
Rosario ha vivido siempre con
sus cuatro hermanos «porque cuando tenía 16 años murieron mis padres».
Al principio todo iba bien, «porque estábamos solteros» pero llega el
momento de asentarse «y de tener los hijos». Allí vivían todos, pero
«hemos llegado a un límite en el que no cabemos». Rosario asegura que ha
estado siempre buscándose la vida. «He estado trabajando en Alicante,
Benidorm, Tenerife pero al final, después de siete años dando vueltas,
necesitas quedarte en un sitio. Hasta hace dos meses estuve trabajando
de ayudante de cocina pero ahora no cobro nada». No entiende como se ha
llegado a esta situación. «Tenemos derecho a vivir en Cádiz». Rosario
cuenta que no lo ha tenido fácil: «Colegios internos, sin recibir
ayudas. Nunca nos han dado nada pero ahora lo único que pedimos es una
vida en condiciones, una que no hemos podido tener todavía».
Lucía Díaz, 36 años
Segundo piso«Aquí no ha venido nadie de Asuntos Sociales a preguntar»
Lucía Díaz llegó con su pareja
y sus dos hijos. Hasta hace cuatro meses trabajaba como auxiliar de una
clínica y vivía con su madre. Pero aquello era insostenible. «Me iba a
trabajar y cuando volvía la encontraba medicada. No podía con mi hijo de
17 años. Ahora que llevo ocho meses aquí, la relación con ella es buena
y eso no lo quiere mirar Asuntos Sociales». Lucía se queja que en ese
tiempo no haya ido ningún trabajador de este área a verles. «No saben
quién está aquí ni qué nos pasa».
Teresa Fernández, 61 años
Tercer piso«Esto es lo que hay. Si me echan me voy a la calle»
A sus 61 años, Teresa no se
imaginaba de okupa. Pero «la vida es así». En abril le comunicaron que
iba a ser desahuciada después de estar tres meses sin pagar el alquiler.
Su marido se había quedado parado. «No esperé a que viniera el juez a
echarme. No quería montar una feria. Mi hermana me dijo que había una
vivienda libre y vine con mi marido y mis hijos: una de 16 años, otro de
25 y otra con su marido». Teresa resume su situación: «Esto es lo que
hay. No tengo ningún sitio al que volver. Si me echan, me voy a la
calle». Aquí lo pasa mal la gente «pero la que peor lo estoy pasando soy
yo».
Pilar Mediavilla, 35 años
Tercer piso«Llevo cuatro años yendo al Patronato de Vivienda y nada»
Pilar es vecina de Guillén
Moreno pero al igual que Rosario eran demasiados en la casa: 12. «En una
habitación dormíamos los dos adultos con tres hijos». A eso se suma que
su hermana y su cuñado tienen problemas de drogas «algo que no quiero
cerca de mis hijos». Está cansada de ir al Patronato de Vivienda en
busca de solución. «Cuatro años, hablando con el concejal, con los
asistentes... Pero nada». Cuando se enteró de las viviendas vacías, «me
lié la manta a la cabeza y me metí».
Ana María Álvarez, 32 años
Segundo piso«No puedo volver a mi casa. Tengo que buscarme la vida»
Ana María está harta de dar
vueltas a la búsqueda de alguna esperanza. «He estado en San Severiano,
en Puntales, en Chiclana, en una nave tirada de Cortadura y ya no puedo
más». Está con un tratamiento de metadona a pesar de llevar ocho años
rehabilitada. Lo único que pide es un techo «porque yo en mi casa no
puedo estar porque allí hay muchas cosas. Me llevo muy mal con mi
hermano y no puedo dar más disgustos y tengo que buscarme la vida por mí
misma porque no podemos seguir así».
Nazaret Salido, 23 años
Tercer piso«He entregado siete solicitudes pero no me atiende nadie»
Nazaret habla deprisa, rápido,
se atropella. «Son los nervios», reconoce. Ella es soltera, tiene dos
hijos, uno de cuatro años y otro de doce meses y no recibe ni
manutención ni ayudas. «No me atiende nadie, ni desde el Patronato ni
desde la Junta. He entregado siete solicitudes para que me reciban pero
aún no lo han hecho». Hace un año y medio que se fue de su casa porque
convivían nueve personas «y sin entrar dinero». Al igual que sus
vecinas, Nazaret no se niega a pagar un alquiler, «pero que se ajuste a
nuestras necesidades». Todos piden lo mismo: una vivienda digna.