09.08.2013.
No es por casualidad la inexistencia en nuestro país de una extrema
derecha con cierto peso electoral como ocurre en otros países europeos.
La razón es muy sencilla: está en el PP impartiendo doctrina.
Recuerdo una anécdota que viví en mi primer curso de periodismo
allá por el año 1973, ó 1974. Fui a retirar unos apuntes a casa de un
compañero que vivía en en la madrileña calle de Capitán Haya. Recuerdo
de aquella visita dos imágenes que me llamaron poderosamente la
atención: una enorme bandera rojigualda con el escudo franquista bordado
en el centro, presidiendo el vestíbulo, y una cocina lujosa e inmensa,
tan grande como todo el piso de protección oficial en la periferia de
Madrid que yo compartía con mis padres y mis hermanos. El padre de mi
amigo tenía un alto cargo en la administración franquista y el mundo en
que aquella familia vivía era un mundo radicalmente distinto al mío. Mi
compañero, al que perdí la pista al poco de terminar la carrera, había
nacido, como yo, en la década de los cincuenta, pero había crecido en un
ambiente y con una educación en las antípodas de la mía. En su familia
nunca habían cuestionado el sistema: al contrario, vivían cómodamente a
su sombra. La normalidad cotidiana se había cimentado con el “cara al
sol” en el patio del colegio, la religión en el aula, la misa semanal,
la ignorancia (inconsciente o buscada) respecto a la existencia de miles
de presos políticos, la elusión de la falta de libertades, el mito de
la pérfida Albión como fuente de todos los males y del robo de
Gibraltar, la visión de la guerra civil como una cruzada necesaria
contra una República que llevaba al país al desastre y toda una panoplia
de aprendizajes bajo un Régimen que mimaba a sus afectos y servidores y
que se había convertido, en la mente de la mayoría silenciosa en algo
parecido a la marcusiana “sobrerrepresión”, o autorrepresión convertida
en parte de la conciencia propia a fuerza de miedo, resignación y
voluntad de sobrevivir.
En ese ecosistema se formaron varias generaciones de ciudadanos. Y
crecieron, maduraron y forjaron su educación sentimental quienes,
nacidos en la década de los cincuenta y sesenta, tienen hoy
responsabilidades de gobierno en el Partido Popular. Nunca fueron
conscientes del todo de que aquella España carecía de toda legitimación
democrática ante los organismos internacionales. Nunca se movilizaron
contra la dictadura: aquella España representaba el “orden natural de
las cosas”. Consideraban cualquier oposición al Régimen parte de una
conspiración de rojos resentidos y comunistas. El lema “España es
diferente” que popularizó el entonces ministro
Fraga Iribarne
lo hacían suyo sin ambages y lo esencial era acabar la carrera,
opositar a notarías, a registradores de la propiedad o al cuerpo de
abogados del Estado y no meterse en líos.
Ese caldo de cultivo explica hoy la difícil homologación (real,
profunda, no meramente jurídica) de ese partido con los partidos de la
derecha democrática europea. Mantienen la apariencia, hacen
declaraciones grandilocuentes sobre liberalismo, democracia, pluralismo y
derechos humanos, pero el inconsciente sigue trabajando hasta
convertirse en leyes, en declaraciones antidemocráticas, en silencios y
omisiones, en complicidad de facto con el régimen anterior, en
muletillas, gestos y actitudes que nos hablan de una realidad dura,
difícilmente equiparable a la de cualquier país europeo: el partido que
gobierna España al amparo de la Constitución de 1978 es el partido que
no ha condenado la sublevación de 1936 contra la República; es el
partido que avala cuando no apoya el vacío y la exclusión de cualquier
acto institucional de las Brigadas Internacionales ante el estupor de
las autoridades británicas, francesas o norteamericanas; el partido que
bloquea o suspende de facto la aplicación de la Ley de la Memoria
Histórica; el partido que mantiene cientos de calles con los nombres de
personajes desterrados en la historia de Europa al cubo de los detritus
de todas las dictaduras; el partido que avala a alcaldes capaces de
reponer en una plaza el nombre de
Franco (con o sin "generalïsmo" delante) para sustituir el de
Miguel Hernández o el de
Federico García Lorca
que algún gobierno local de izquierdas se atrevió a colocar en tiempos
mejores; el partido, en fin, que contribuye activamente a que ningún
nuevo juez
Garzón esté tentado de cuestionar la era de
bondades que “presidió” el generalísimo y de devolver la dignidad
democrática y civil a tantos desaparecidos enterrados en las cunetas,
junto a las tapias de cementerios perdidos o en caminos convertidos en
heridas irrestañables sobre los cuales —¡todavía!— proyecta su sombra el
miedo de los vencidos y de sus herederos.
Sólo en la ignorancia de lo que fue, en verdad el franquismo, puede
un partido mantener o albergar en su interior tales actitudes y
posiciones políticas en la Europa del siglo XXI. Porque si no fuera así,
si esas actitudes fueran producto de una reflexión, de una opción
meditada, tendríamos que pensar que estamos gobernados por una versión
aggiornada
de lo que fuera el “movimiento nacional”. Es decir, por un partido que
no ha superado el sustrato ideológico-político del franquismo y que, en
buena parte, ha hecho suya su proteína. Unas veces de manera
consciente; otras, inconscientemente.
Sé que estas afirmaciones pueden sonar duras. O a exageración. Pero,
mal que nos pese, son el fiel reflejo de lo que ocurre hoy en España.
Dejo, premeditadamente, de lado (y es mucho dejar, lo reconozco) el
tratamiento que está dando el Partido Popular al caso
Bárcenas porque me interesa, ante todo, poner al desnudo esa condición ideológico-política, y entro en el contenido de sus políticas.
La reforma educativa está llena de guiños al tiempo de la
adolescencia de los muchachos arriba citados (entre los que, seguro,
estaba el ministro
Wert): la reválida, la introducción
de la religión (católica, por supuesto) en los programas educativos, el
reforzamiento de la red de centros privados y concertados de confesión
religiosa, la laminación de Educación para la Ciudadanía, el
reforzamiento de la “autoridad” del profesorado con un enfoque
esencialmente disciplinario, la desconfianza hacia las lenguas
cooficiales, la apuesta por las universidades privadas…. Todo ello
conforma un abanico de tributos a la “edad de oro” de su juventud, lo
que lleva aparejado el retroceso para la mayoría a tiempos funestos: los
anteriores al Estado democrático y social de derecho que, al menos en
teoría, ampara la Constitución.
En esa dirección apunta la reforma de la justicia impulsada por
Ruiz-Gallardón,
que no solo agrieta la independencia judicial, sino que convierte las
tasas judiciales en barreras o instrumentos para diluir la igualdad de
oportunidades en el acceso a un servicio esencial; o el anuncio de un
retroceso de 25 años en la legislación sobre aborto, siguiendo los
consejos de la Conferencia Episcopal más integrista de Europa y con el
consiguiente desprecio a los derechos de las muejres; o el brutal
incremento de las tasas universitarias, que está expulsando a decenas
de miles de jóvenes del acceso a estudios superiores (como cuando ellos
eran jóvenes opositores de una universidad para minorías); el recorte y
el endurecimiento de las condiciones para acceder a una beca por razones
económicas, de falta de recursos familiares..
Todo ello se complementa con el desprecio hacia la política (“no te
metas en política” era el lema oficial de aquellos años), condenando a
parlamentos enteros como el de Castilla La Mancha a funcionar, de
facto, sin oposición al tiempo que se mantienen las diputaciones
provinciales, auténticos reductos clientelares no directamente elegidos
y heredados del franquismo , y con el desdén hacia la cultura y hacia
sus representantes, a los que se descalifica permanentemente o se
intenta ridiculizar.
Es una derecha de la que ha desaparecido cualquier sombra de
humanismo, de compasión y solidaridad hacia los más humildes
(dependientes, parados —“¡que se jodan!”—, estudiantes sin medios,
inmigrantes y enfermos, niños desnutridos o jóvenes doctores que no son
expulsados del país, sino beneficiarios de la “movilidad exterior”) y
que ha crecido sobre las cenizas del último intento de forjar un centro
político civilizado, europeo y dialogante como fue UCD. Una derecha que,
contraviniendo los principios democráticos que han cimentado la Europa
moderna, es capaz de destinar ingentes recursos para rehabilitar el
Valle de los Caídos —que es, en el fondo y en la forma, un permanente
homenaje al dictador y una herida de dimensiones inabarcables en la
conciencia de los vencidos y de la Europa posterior a los fascismos— y
negarse a convertirlo en lugar de reconciliación y homenaje a todas las
víctimas; una derecha que, en fin, es incapaz de expulsar de sus filas
de manera inmediata a un alcalde que afirma que los ejecutados por el
franquismo se lo merecían o de desautorizar a alcaldes que se niegan a
retirar placas ofensivas para la democracia. Esa derecha, por mucho que
se autoproclame democrática, no está a la hora de Europa. Sigue
funcionando con un pie en un régimen desaparecido hace más de treinta
años y, cuando se descuida (o no), se ve superada por el inconsciente:
¿por su verdadero perfil? O por la nostalgia del tiempo perdido de una
juventud acomodada al estado dictatorial, un juventud que jamás quiso
saber de compromiso, de lucha por las libertades, que vivió a espaldas a
una dura realidad hecha de exilios, cárceles, tribunal de orden
público, fusilamientos (los últimos, en septiembre de 1975), censura y
ausencia de sindicatos, de partidos y de los más elementales derechos
colectivos.
Desde esa perspectiva, no es difícil entender que el intento de
Adolfo Suárez
(hace más de 35 años) de abrir paso a una derecha centrada que rompiera
de manera tajante con el franquismo y se comprometiera, sin eufemismos,
con la democracia, fuera considerado por aquellos jóvenes de AP, hoy
gobernantes del Partido Popular, un atrevimiento intolerable, un paso
que ponía patas arriba el mundo “inmutable” en que habían crecido.
Suárez, Landelino Lavilla, Fernández Ordóñez, Martín Villa, Rodríguez de Miñón,
los líderes de aquel partido que se la jugaron (como pudimos comprobar
el 23-F) descolgándose del franquismo, han sido, al cabo del tiempo,
ideológicamente derrotados. Lo que se ha impuesto en la derecha
española, con algunas décadas de retraso, es, en gran medida, el corpus
político e ideológico que representaba la vieja Coalición Democrática
que, a finales de los setenta, abanderaban los “siete magníficos”,
encabezados por
Silva Muñoz, Fernández de la Mora o
Ricardo de la Cierva,
que se convertiría en AP para abstenerse en el Referéndum
Constitucional y que nunca reconocería al franquismo como la negación
radical de la democracia. Sólo faltaba, para completar el cuadro y
hacer aún más visible la sombra del franquismo, el inevitable “Gibraltar
español”.
Todo lo hasta aquí expuesto nos lleva, entre otras muchas
conclusiones, a una que me parece esencial: no es por casualidad la
inexistencia en nuestro país de una extrema derecha con cierto peso
electoral como ocurre en otros países europeos. La razón es muy
sencilla: está en el PP impartiendo doctrina.
Fuente:
http://www.nuevatribuna.es/articulo/espana/sombra-franquismo-y-partido-popular
/20130808190141095467.html