por Rafael Calero Palma
Se ha muerto Sor María, la monja más televisiva y famosa desde que
Sor Citroen, aquella monjita que hacía temblar a los transeúntes cuando
se ponía al volante de su dos caballos, invadiera los hogares españoles.
Según cuentan los periódicos y las
televisiones del Régimen, la monja murió el martes pasado, de una
enfermedad más veloz que Usain Bolt. Yo no me lo creo. Estoy seguro de
que ha sido asesinada por algún sicario de la iglesia católica, que en
esos menesteres se da muy buena maña, y tiene gente muy bien preparada,
como ya tuvimos ocasión de comprobar con aquel Papa que antecedió al
cabrón de Wojtyla y que duró menos que una raya de coca en la puerta de
una discoteca. Me imagino a otra monja más joven procedente de algún
punto difuminado del mapa sudamericano o africano, o a un seminarista de
Soria o Lugo, repeinado y admirador de Cospedal, de madrugada,
apretando la almohada con fuerza contra la cara de Sor María, y a esta
pataleando como una cucaracha, mientras el oxígeno desaparecía de sus
pulmones. Una escena digna de Los Soprano, que dicho de paso, también eran católicos.
Sor María era un bicho malo, un demonio
de esos que ella decía combatir disfrazado de monja. Como diría
Bukowski, una auténtica hija de Satanás. Yo, que soy de Aguilar de la
Frontera y allí no somos tan finos, prefiero llamarla hija de la gran
puta. Así, con todas las letras. Y creo sinceramente que habría sido
mucho mejor para muchas personas que se hubiese muerto dos minutos
después de que su madre la trajera al mundo. Durante más de media vida,
la maldita monja se dedicó, “presuntamente”, a asaltar al abordaje las
cunas de los recién nacidos cuyas madres lo tenían todo en contra. Su
especialidad era el estraperlo de recién nacidos, el contrabando de
seres humanos desprotegidos e indefensos, la trata de blancas, separar a
los recién nacidos de sus verdaderas madres, casi siempre madres
solteras aunque a veces, tan sólo se trataba de madres pobres, y acto
seguido entregarlos a parejas sin hijos pero con pasta, que seguramente
pagarían cantidades astronómicas a cambio de llevarse a casa un niño o
una niña oliendo todavía a placenta materna y a líquido amniótico. Y
todo esto amparado por un Régimen, el franquista, putrefacto y asqueroso
(aunque la práctica continuó durante el mal llamado período
democrático). Otro crimen más que debemos anotar en el currículum de la
iglesia católica, justo al lado de la pederastia, del exterminio de
pueblos indígenas y del apoyo incondicional a los sátrapas y dictadores
que han sido y con toda seguridad serán, en la historia de la Humanidad.
Lo que más jode de todo el affair Sor María,
al menos a mí, es que la hija de la gran puta se haya muerto sin rendir
cuentas ante la justicia. Imagino que mucha gente —médicos y personal
del hospital donde llevó a cabo sus trapicheos, la Conferencia Episcopal
y sobre todo los que compraron a los bebés— habrá respirado aliviada
ante la muerte de la religiosa, pensando que con ella se lleva a la
tumba el secreto de muchos ladrones de bebés, gente que va por el mundo
caminando como si fuesen personas normales, pero que no son sino unos
malditos bastardos sin entrañas, bestias carentes de cualquier cualidad
que permita calificarlos de seres humanos.
Qué lástima que no exista ese infierno
con el que la iglesia católica lleva jodiéndonos la marrana más de dos
mil años. Si existiera, Sor María ardería allí eternamente. Y así y
todo, no sería suficiente para pagar todo el daño que ha hecho en esta
vida. Maldita sea por siempre jamás.
OTRA HUMANIDAD ES NECESARIA