Cuando el capitalismo lo corrompe todo... hasta el lenguaje.
Abordamos este nuevo
número de nuestra joven revista constatando a qué velocidad se confirman
las líneas de análisis y previsión establecidas en el anterior de
septiembre. En este sentido, tras la buena acogida que en él ha tenido
“De crisis y estafas”, recomendamos su (re)lectura atenta, pues lo que
ahora decimos aquí debe entenderse como una continuidad de lo ahí
escrito. En lo que a diagnósticos de la situación que padecemos se
refiere, vemos cómo se confirma que, ante el calado y extensión de esta
crisis sistémica, todo se descuajaringa o ya se perfila en el horizonte
que correrá igual suerte. Todo. Incluso hasta los “remedios”… cuando
estos no prescinden como se debe de la comedia y la cosmética de la
vieja politiquería y se circunscriben a trabajar en “terreno enemigo”
(vía exclusivamente electoral) y se ven obligados (naturalmente) a
pudrir de indefiniciones el discurso (sin saber ya a qué atenernos), a
rebajar programas y, en definitiva, a mandar mensajes de “buenismo” al
otro bando para suscitar complicidades. Lo hemos apuntado: la tragedia que vivimos no ha encontrado aún los actores que demanda,
y la comedia (en su peor significado) tiene aún un cierto recorrido
antes de que el verdadero telón se abra con el rigor y la fuerza que
corresponden.
Crece la impresión de
que, por las cuentas del rosario de “casos de corrupción” que no paran
de sucederse, se va a los infiernos el actual tinglado político. Al
menos en su “foto actual”. ¡Cómo no acordarse de aquella condición que
apuntara Lenin para que pudiera darse una revolución cuando vemos que el
sistema ya no puede dominar como antes con esta “casta de políticos”!
Esto es así, hasta el punto de que sus propias bases electorales (incluso las más conservadoras) están aturdidas y a punto de la defección. Esta retahíla de corruptelas que saltan no forma parte de ninguna escenificación teatral pactada previamente. Es real y abre grietas que una línea revolucionaria seria está obligada a aprovechar.
Pero esto no se conseguirá si no se alerta sobre varios peligros que
nos remiten, en síntesis, a que el problema principal no es la actual
“casta” politiquera sino el sistema que la (re)genera inevitablemente.
La salida mediática de
las corruptelas y su “judicialización” –que, como mínimo, deben ser
utilizadas para deslegitimar cualquier política de recortes sociales–
están ligadas a la misma crisis. Así, hemos de insistir en que
políticamente donde hay que poner el acento es en cómo determinados
grupos de poder tienen que utilizar la acusación de corrupción como arma
política; incluso en los ámbitos más
domésticos, como pasa con los ajustes de cuentas “peperos” entre el
sector Rajoy y el de Esperanza Aguirre. A partir de ahí, la misma
gravedad de la situación a menudo les hace perder el control de lo que
ellos mismos contribuyen a destapar. A eso se refería recientemente
el astuto Pujol cuando advertía amenazante que a ver si eso de ir
“cortando ramas” desde otras del mismo árbol no terminaba por cargárselo
entero.
Ciertamente es mayor el
peso relativo de la corrupción (entendida como fuente ilegal de
obtención de prebendas y beneficios) en marcos estatales como el
nuestro, donde la especulación gana terreno al mismo tejido productivo y
cada vez más la obtención de ganancias se liga a una relación
estrictamente parasitaria con los fondos y “liquideces” que maneja la
misma administración estatal. ¿Pero acaso en Alemania no se llegaron
hasta a utilizar viajes a Lisboa con prostitución fletada en Brasil para
la compra de las direcciones sindicales? Que,
además, los casos de corrupción en España están ligados particularmente
al enjuague de la Transición, y que han sido crisis internas las que
los han hecho saltar, lo demuestra todo lo que el sector franquista
reconvertido en el PP tuvo que airearle al PSOE, a principios de los 90,
para recuperar el terreno perdido en las transacciones de años antes.
Precisamente damos a conocer un texto escrito en 1995 por un militante
nuestro que resulta del todo pertinente ahora (20 años después) y que,
por cierto, de nuevo nos trae a colación la necesidad de combatir la
Transición “en origen” y no porque se haya “agotado”.
Por lo demás, tenemos
que alertar también acerca de que limitarse a poner el acento
exclusivamente en lo corrupta que es la “clase política” favorece
paradójicamente las posibilidades de recomposición del sistema y de
lavado de “otros” aparatos del estado. ¿Qué garantía de política
sana puede haber en un país (por referirnos sólo al nuestro) donde
–según la ONG Oxfam Intermon- las 20 personas más ricas incrementaron su
fortuna en 15.450 millones de dólares y poseen hoy tanto como el 30%
más pobre de la población (casi 14 millones de personas)? ¿Qué
política sana puede esperarse si se legisla y se decreta para rescatar
bancas y pagar deudas colosales (no vamos a repetir los datos)
completamente artificiosas que constituyen la mayor corrupción posible?
¿Qué política sana, en fin, si la corrupción existe a la raíz misma de
las propias leyes de mercado, que hasta se niegan, para seguir dando
vida y poder a los capitalistas… en medio de un capitalismo que rezuma
la podredumbre de los muertos que no se entierran?
O te corrompen o te rompen. En este punto toca hablar del “resto” de aparatos de estado que, por lo visto, no serían casta. Al paso que vamos, ¿no
estaremos a punto de un nuevo “redescubrimiento” de la Guardia Civil
tal como ya le acaeciera al Barrionuevo del 82 “de todas las ilusiones”?
Al final va a resultar que son los “cuerpos de seguridad” –que salen en
las televisiones deteniendo a tanto politicastro– los mejores
guardianes de nuestra dignidad “desahuciada”; eso sí, entre palo y palo
que nuestro pueblo recibe por atreverse a impedir, entre otras cosas,
sus desahucios de carne y hueso regados de lágrimas de impotencia y
desesperación. Es evidente que la “ocupación de la centralidad”
obliga a que –retroceso de tuerca tras retroceso– vayamos enterrando
también la convicción de que el martillo verdugo de esta cadena solo podrá salir del corazón de los hombres jornaleros que no corrompen su condición, parafraseando a un Miguel Hernández que, a este ritmo, quizás por tacticismo, lo “borran” de algún que otro despacho universitario…
Venimos
insistiendo una y otra vez en que no podía dejar de ser una línea
reformista y oportunista la que “estaba llamada” a canalizar el “grueso
de la indignación” dada la desorientación y desorganización en las masas
junto a la debilidad de la línea revolucionaria de intervención.
Y si bien hemos huido en todo momento de la teoría de la conspiración
–porque da un poder omnímodo paralizante al enemigo de clase– sí que debemos advertir de que el sistema gana con la desmovilización que están produciendo las expectativas electorales. Aunque sabemos que la protesta no podía (ni puede) reducirse a encadenar año tras año manifestación tras manifestación, debemos contribuir al mantenimiento de las movilizaciones actuales .Y
aprovechando que las cosas se están planteando en el plano de la
disputa del poder político, hemos de defender –incluso entre quienes más
se ilusionan sanamente con las posibilidades electorales– la
formación de comités populares ligados a las luchas en barrios y
centros de trabajo y estudio a partir de los cuales se elijan a nuestros
representantes en el conjunto de batallas en que se desarrollará esta
guerra de clases. Con un objetivo claro: no depender de las reglas del enemigo para arreglar cuentas con él.