Santiago Alba Rico, miembro e impulsor
de la plataforma electoralista Podemos -liderada por Pablo Iglesias- y
director de rebelión.org ha publicado un artículo titulado: “Podemos” en
Ucrania.
“En Ucrania no ha habido un golpe de estado
ultraderechista; hubo una rebelión, un “movimiento muy amplio y
espontáneo de los ciudadanos indignados”.
Citando a un tal Yasinsky, ha llegado a
afirmar -ocultando el papel de los nazis y neoliberales ucranianos al
servicio de la OTAN en el cambio de régimen- que no ha habido “un golpe
de estado ultraderechista; hubo una “rebelión”, un “movimiento muy
amplio y espontáneo de los ciudadanos indignados”, llegando incluso a
decir que el Gobierno de Yakunovich ha caído por la “espontánea, heroica y desesperada acción de miles de ucranianos“.
Alba Rico no deja de sorprendernos al maquillar el intervencionismo directo e indirecto de la OTAN, diciendo que “EEUU nunca ha intervenido tan poco” y “lleva diez años sin intervenir militarmente en ningún sitio“.
Pese a vivir en Túnez, parece que ha olvidado que el ejército
estadounidense sigue ocupando Irak y Afganistán, o los brutales
bombardeos sobre Libia.
Tras sus afirmaciones delirantes en el pasado como “no es la OTAN quien está bombardeando a los libios sino Gadafi” o que “la intervención de la OTAN en Libia salvó vidas”, vuelve a la carga con su cruzada anticomunista “equidistante”, esta vez, utilizando el Golpe de Estado en Ucrania.
Su apasionamiento histérico tiene dos objetivos, combatir la influencia de los comunistas en la izquierda: “La
historia misma nos ha llevado a un punto en el que tan inevitable es
cuestionar el capitalismo como imposible combatirlo en nombre del
comunismo soviético” y vaciar a la izquierda de todo contenido
antiimperialista equiparando la extrema agresividad de la OTAN con la
autodefensa de Rusia y China: “Por desgracia esta izquierda “analógica” no es anti-imperialista sino anti-estadounidense”.
Alba Rico quiere desideologizar a la izquierda para sustituirla por una suerte de populismo “indignado”: “En estos esquemas, de derechas y de izquierdas, siempre falta un “actor”: el pueblo o, si se quiere, “la gente”.
Alba Rico quiere “euromaidanizar” a la “gente” de izquierdas o al
“pueblo”, para desarmarla contra el capitalismo y el fascismo, con ese
difuso discurso del “sentido común ni de izquierdas ni de derechas” de
la marca electoralista Podemos.
Artículo completo de Santiago Alba Rico titulado “Podemos en Ucrania”:
Produce tanto asombro la posibilidad
racional de encontrar analogías entre fenómenos aparentemente
disociados, que a veces la razón -o un cierto tipo de razonar- se
inclina a buscar sólo semejanzas. La resistencia a la analogía y la
afirmación de las diferencias puede conducir a un nominalismo casi
solipsista en el que cada cosa se expresa sólo a sí misma, sin relación
con las demás; por el contrario, la tentación de la analogía puede
llevar a establecer conexiones epidémicas que acaban disolviendo todas
las especificidades concretas en una red de voluntades abstractas y
opuestas. La primera tentación se llama autismo; la segunda paranoia. La
paranoia se corresponde muy bien al viejo esquema de la Guerra Fría.
No soy un experto en la región
ex-soviética y no sé cómo va a evolucionar el conflicto entre Ucrania y
Rusia, que es también un conflicto entre ucranianos y ucranianos y un
conflicto entre Rusia y EEUU. Pero observo que, en coincidencia con
otros focos de conflicto abiertos en otros países, la tentación
“ideológica” de establecer semejanzas vuelve a ser muy fuerte. Hay
-digamos- dos esquemas: uno de derechas y otro de izquierdas. El de la
derecha identifica, por ejemplo, los gobiernos de Ucrania, Siria y
Venezuela como “dictatoriales”, en una lista potencialmente infinita y
carente de rigor en la que siempre se pueden añadir nuevos elementos a
la medida de los intereses coyunturales (Corea del Norte, Irán,
Bielorusia, claro, pero también Ecuador o Bolivia o la propia Rusia).
Del otro lado, el esquema de la izquierda establece las mismas
semejanzas entre Ucrania, Siria y Venezuela, pero ahora como “víctimas
del imperialismo”, en una lista igualmente larga e igualmente carente de
rigor que no por casualidad (pues son esquemas especulares e
interactivos) incluye siempre los mismos nombres. Los dos, desde la
derecha y desde la izquierda, utilizan manipulaciones y semiverdades
propagandísticas -cuando no abiertas mentiras- para demostrar estas
semejanzas.
En estos esquemas, de derechas y de
izquierdas, siempre falta un “actor”: el pueblo o, si se quiere, “la
gente”. Para el esquema de derechas, la gente o no existe o siempre
quiere “democracia”, aunque en su seno haya grupos de extrema derecha;
para el esquema de izquierdas, la gente o no existe o es un mero “peón
mercenario” de los EEUU, aunque haya motivos sobrados para protestar y
rebelarse.
Hay que reprimir, pues, la tentación
hiperracional de la analogía y evitar las semejanzas facilonas entre
gobiernos que se distinguen entre sí por su política, por su historia,
por el modo en que han llegado al poder, por el papel que juegan en las
relaciones de fuerza geo-estratégicas internacionales.
¿No hay pues semejanzas? Creo que las
hay, pero que hay que buscarlas precisamente del lado de la gente. En un
reciente artículo sobre Ucrania, Oleg Yasinsky hace un análisis que, a
mi juicio, puede trasladarse a otras muchas protestas y movilizaciones
recientes: “Siempre creímos que derrotar al mal gobierno de Yanukovich
era un derecho justo y el deber del pueblo ucraniano. También advertimos
que la legitima rebelión civil desde sus inicios fue manipulada,
utilizada y al final encabezada por grupos de extrema derecha que
supieron aprovechar el vacío social generado por falta de una izquierda
de verdad”. En Ucrania -dice Yasinsky- no hay una revolución, pero
tampoco un golpe de estado ultraderechista; hubo una “rebelión”, un
“movimiento muy amplio y espontáneo de los ciudadanos indignados, por el
abuso y la prepotencia del poder, sin mayor experiencia y menos
cálculos políticos. De los cálculos se encargaron otros, los políticos
de la oposición, alma gemela pro occidental del régimen pro ruso y los
lideres de los movimientos neonazis que supieron usar la coyuntura”.
Contra la izquierda pro-rusa, Yasinsky recuerda que las protestas eran
legítimas y que “Yanukovich no fue derrotado por un complot de
Occidente, ni cayó víctima de una guerra mediática (aunque Occidente se
involucró, igual que “Oriente”, y la guerra mediática todavía sigue),
sino por una espontánea, heroica y desesperada acción de miles de
ucranianos, que permanecieron durante meses en las calles y plazas con
temperaturas muy por debajo de cero”. Contra la derecha pro-europea,
Yasinsky recuerda que es el FMI el que “está por auspiciar la mortífera
unión entre los neoliberales y los nazis en el primer gobierno
“revolucionario” de Ucrania” y que “los monstruos y payasos que disputan
ahora el poder, una vez más, no representan en lo más mínimo los
intereses y las necesidades del pueblo ucraniano”.
Ignoro si el texto de Yasinsky refleja
bien la realidad de lo ocurrido en Ucrania -donde hay, junto a las
tensiones oligárquicas, tensiones étnico-lingüísticas muy vivas- o sólo
la posición de un minoritario sector de la izquierda, pero todos -me
parece- reconocemos la descripción. En el marco de una crisis
capitalista global retransmitida en tiempo real por medios de
comunicación y de intercambio muy fluidos y también globales, en todas
partes se reproduce el mismo modelo de protesta: revoluciones árabes,
15-M, Brasil, Estambul, Ucrania, etc., países en los que malestares
legítimos, “en ausencia de una izquierda de verdad”, son aprovechados
por otros sectores internos, a veces peores que los gobiernos contra los
que se protesta, para negociar y vender en el “mercado” geoestratégico
las revueltas. Es esa “indeterminación cuántica” de la gente, resultado
de la derrota ideológica de las dos fuerzas implicadas en la Guerra
Fría, la que permite establecer una primera semejanza entre las
diferentes protestas en distintas regiones del planeta. La historia
misma nos ha llevado a un punto en el que tan inevitable es cuestionar
el capitalismo como imposible combatirlo en nombre del comunismo
soviético.
Hace unos días mi admirado amigo Manolo
Monereo sostenía la tesis muy sensata de la decadencia del dominio
estadounidense y la exacerbación de los forcejeos sobre el tablero
geoestratégico. Estoy de acuerdo, salvo porque no creo que los EEUU
tengan en estos momentos una política internacional más agresiva que en
el pasado, al menos en términos militarmente convencionales. ¿En qué
momento de la historia no ha habido -digamos- saturación geoestratégica?
Lo nuevo no es la intervención de los Estados sino la de la “gente”, de
esa gente amontonada, absurda, promiscua, desorientada, desorganizada,
totalmente desasida de una memoria histórica y un referente político. De
hecho, EEUU nunca ha intervenido tan poco, al menos en términos
militares convencionales, pues es verdad que el uso de drones y de la
CIA les garantiza un alto nivel de intervención. Pero lleva diez años
sin intervenir militarmente en ningún sitio. En Libia dejó a los
franceses e ingleses el protagonismo, se ha reprimido (o ha sido
reprimido) en Siria, se ha retirado de Iraq, se está retirando de
Afganistán, va a reducir sus fuerzas armadas y su presupuesto de
defensa. Su hegemonía militar sigue siendo aplastante y no creo que dude
en utilizar su única ventaja comparativa si se ve contra las cuerdas,
pero ahora mismo su debilidad objetiva no se traduce en más
intervenciones armadas sino en menos; lo que también se debe sin duda a
que otros Estados (las llamadas “potencias emergentes”), que hasta ahora
intervenían de tapadillo o asumían un papel ancilar, aprovechan la
debilidad de EEUU para fortalecerse y presionar a la potencia aún
hegemónica a fin de contrarrestar sus ganas de intervenir.
Lo que ha durado poco, y en eso tiene
razón Monereo, es la soledad en la cúspide de los estadounidenses, fruto
de su victoria en la Guerra Fría. Pero no hay que olvidar que fue esa
derrota de la URSS en 1989 la que paradójicamente está poniendo en
dificultades a los vencedores. Cuando pensamos en la caída del muro y en
la victoria estadounidense siempre pensamos en las llamadas
revoluciones de colores y en el avance avasallador del capitalismo en el
Este europeo; pero los procesos democratizadores de América Latina, que
tanto incomodan a los EEUU y que comenzaron también en esas fechas,
habrían sido imposibles en el marco de la confrontación de bloques.
Desde comienzos de los años 90 se produce en todo el mundo, en efecto,
una demanda general de democracia al margen de los enfrentamientos
ideológicos binarios; una demanda popular que resultó sospechosa -y
beneficiosa para los EEUU- en la órbita ex-soviética (Yugoslavia,
Georgia, la Ucrania de 2004), donde el anticomunismo contiene, nos guste
o no, un impulso también democrático, pero una demanda que cuestionó en
cambio el poder de los EEUU en América Latina (Venezuela, Ecuador,
Bolivia, etc.), donde la democracia contiene un impulso también
socialista. Ese “deshielo de la Guerra Fría” alcanzó con retraso en 2011
el mundo árabe, una zona literalmente congelada durante décadas bajo el
hielo de la dictadura y la geoestrategia, y sigue levantando olas un
poco por todas partes a medida que la crisis mina al mismo tiempo las
condiciones de supervivencia y los marcos de legitimidad.
Porque esta es la segunda semejanza que
podemos encontrar entre todas estas movilizaciones espontáneas: me
refiero a esa creciente ilegitimidad global que afecta a todos los
gobiernos por igual (también, sí, nos guste o no, a Venezuela o Ecuador)
y que están aprovechando obviamente los Estados más fuertes, y no la
gente, en el marco de un nuevo enfrentamiento inter-imperialista
multinacional en el que se nos va a querer obligar a tomar partido por
uno de los Matones del “mercado” -mientras la fuerzas internas mejor
organizadas, entre las que no se cuenta la izquierda, van a vender esa
gente a sus patrocinadores. ¿Eso se llama geoestrategia? Sin duda. Pero
no hay ahí nada nuevo. Lo nuevo es esa falta de legitimidad general que
cuestiona la frontera ideológica convencional derecha/izquierda; y lo
nuevo es asimismo (porque nos devuelve a la 1ª guerra mundial, pero con
armamento nuclear) el carácter inter-imperialista multinacional de la
batalla. En cuanto a la posición de la izquierda, es comprensible
nuestro miedo a este “deshielo” que amenaza con llevarse por delante,
antes que al capitalismo, nuestras certezas de análisis y de combate y
que puede desembocar en un capitalismo peor o en algo peor que el
capitalismo; y es comprensible que un sector reaccione casi con alivio y
nostalgia en Ucrania (como antes en Siria) ante este regüeldo de
enfrentamiento ruso-estadounidense: como escribe en broma mi amigo Gorka
Larrabeiti al ver los tanques en Crimea, “por fin un poco de serena
Guerra Fría”. Pero no deja de ser triste que haya un sector de la
izquierda que estudia concienzudamente la geoestrategia y cree que, en
ese tablero general, se puede pactar con Rusia o con Bachar el-Assad,
pero que no quiere perder un minuto en estudiar a la gente y considera
además una traición, a nivel político concreto, pactar con la gente. ¿No
queremos hacerlo nosotros? Pactarán otros con ella y se la venderán a
los nacionalismos más siniestros, a los racismos más abyectos, a las
dictaduras más criminales. No tenemos ningún Lenin -no lo hay- que
enarbole una consigna simple y universal en favor de un proyecto
realmente democrático, anticapitalista y anti-imperialista (es decir,
que incluya no sólo a los EEUU sino a todos los imperialismos
emergentes). Por desgracia esta izquierda “analógica” no es
anti-imperialista sino anti-estadounidense y no es gente-estratégica
sino reductoramente geo-estratégica.
Parecerá extraño que haya hecho este
largo recorrido a partir de Ucrania para defender -muy brevemente ya- el
proyecto Podemos en España, y para defenderlo no como un mal menor sino
como un bien pequeño. Si este esquema de “indeterminación cuántica” es
aplicable un poco a todas partes y también, por tanto, a nuestro país,
Podemos surge de la terrible evidencia de un peligro inmediato y de la
apremiante necesidad de crear -como dice el doloroso artículo del
izquierdista ucraniano Oleg Yasinsky- “un movimiento de abajo y de
izquierda, humanista y revolucionario, que, aunque tal vez no use
ninguna de estas cuatro palabras”, trate de dar una opción a los
pueblos. A los que objetan que Podemos es oportunista, yo les diría que
es oportuno; y si acaso es inoportuno no lo será porque incomode a
fuerzas amigas sino porque nace, de cualquier modo, demasiado tarde, con
unas derechas mucho mejor preparadas ya que nosotros para cuestionarse a
sí mismas y tomar las plazas.
Más me preocupan las críticas de los que
columbran graves peligros en diluir el discurso, hacer concesiones
mediáticas, tratar de enganchar con la gente a través de la ambigüedad
de los conceptos. Lo que necesitamos -nos dicen con razón- es una gran
organización revolucionaria con conciencia de clase y una estrategia
clara de transformación radical. Aceptando que “conciencia de clase” sea
un concepto menos confuso que “dictadura de los bancos”, estoy seguro
de que necesitamos una organización así. Pero hay que recordar que
Podemos no ha venido a sabotear una gran organización revolucionaria con
conciencia de clase que estaba a punto de tomar el poder sino a
responder a la ausencia de esa gran organización. Y a responder a esa
ausencia a partir de una conciencia que, si no es de clase, es desde
luego ya anticapitalista: la conciencia de que esa ausencia está llena:
llena de mercado, de paro, de desahucios, de televisión, de partidos de
derechas, de hartazgo institucional, de miedo, de ganas de echar la
culpa a alguien, de ganas de querer a alguien. Está llena también de
gente común, ideológicamente gelatinosa, que podrá ser anticapitalista,
pero que en ningún caso -en ningún caso- será ya jamás “soviética”. Ese
fondo anticapitalista, alimentado por la crisis y la ética común,
permite trazar unas líneas rojas y, al mismo tiempo, politizar el
malestar desde la recuperación de una práctica democrática que el doble
bipartidismo de la “transición”no ha dejado de erosionar desde 1978. Un
poquito de democracia (frente a la dictadura estructural) y un poquito
de anticapitalismo (frente al capitalismo total) son prácticas
colectivas mucho más claras y revolucionarias de facto que la invocación
onanista del mantra de la “lucha de clases” y la “revolución”.
Hace unos días escribía en un artículo
que el problema de los intelectuales y los militantes de izquierdas no
es que no sepamos cómo vive “la clase obrera”; es que no tenemos ni idea
de cómo viven tampoco las “clases medias precarias” y su “juventud sin
futuro”: qué comen, qué leen, qué miran, qué desean. El 15M tuvo algo de
revelación y de vacuna; revelación de un mundo que no es el nuestro y
al que podemos enseñar ya poco (pero no nada) y de vacuna frente a ese
neofascismo en ciernes que ensombrece el horizonte. Los peligros son
enormes, pero tenemos alguna ventaja sobre Ucrania. Podemos -o así
quiero entenderlo yo- no es una candidatura, aunque se presente
finalmente a las elecciones; ni un partido de izquierdas, aunque acabe
elaborando un programa de izquierdas. Es, sobre todo, un anticipo de la
plaza, un anticiparse al secuestro de la plaza. Una tentativa de evitar
que a la gente normal, cuando vote o cuando salga en tsunami a la calle,
le pase como a Oleg Yasinsky; de evitar, en fin, que se apoderen de la
plaza los nazis de Maidan, los islamistas de Tahrir o los escuálidos de
Altamira. Para eso, también nosotros tenemos que formar parte de ella
(de la gente normal) y no al revés. Apoyo a Podemos un poco a
regañadientes, contra mi propio puritanismo y elitismo tendencial, no
porque me guste menos el programa de IU (o el de otros partidos de la
izquierda marxista radical) sino porque creo que Podemos ha entendido
que la única manera de conjurar los peligros del fascismo es aceptar los
peligros de tratar con gente normal. Y si Podemos no puede, o fracasa, o
mete la pata, o se corrompe en electoralismo y liderazgo, no habremos
perdido nada que ahora tengamos. Sencillamente habrá que seguir
luchando.