4 septiembre, 2013
Desde los años 1990, y sobre todo después d la guerra de Kosovo, en
1999, los adversarios de las intervenciones occidentales y de la OTAN
han tenido que enfrentar lo que pudiéramos llamar una izquierda (y una
extrema izquierda) anti-antiguerra, en la que se inscriben la
socialdemocracia, los Verdes y la mayor parte de la izquierda «radical»
(como el Nuevo Partido Anticapitalista [1], diferentes grupos
antifascistas, etc.) [2]. Es una izquierda que no se declara
abiertamente favorable a las intervenciones militares y que a veces
llega a criticarlas (aunque en general, critica únicamente las tácticas
aplicadas y las intenciones, vinculadas al petróleo o de orden
geoestratégico, atribuidas a las potencias occidentales), pero que
dedica la mayor parte de sus energías a «advertir» contra las supuestas
derivas del sector de la izquierda que se mantiene firmemente opuesto a
esas intervenciones.
Esa izquierda anti-antiguerra nos llama a
apoyar a las «víctimas» en contra de los «verdugos», a ser «solidarios
con los pueblos en contra de los tiranos», a no ceder ante un
«antiimperialismo», un «antiamericanismo» o «antisionismo»
simplificadores y, sobre todo, a no convertirnos en aliados de la
extrema derecha. Después de los albaneses de Kosovo –en 1990–, nos ha
dicho que «tenemos que proteger» sucesivamente a las mujeres afganas, a
los kurdos iraquíes y, más recientemente, a los pueblos de Libia y de
Siria.
No se puede negar que esa izquierda
anti-antiguerra ha resultado extremadamente eficaz. La guerra contra
Irak, presentada como la lucha contra una amenaza imaginaria, suscitó
una oposición pasajera, pero sólo ha habido una débil oposición en las
filas de la izquierda ante las intervenciones presentadas como
«humanitarias», como la de Kosovo, los bombardeos contra Libia o la
actual injerencia en Siria. Toda reflexión sobre la paz o el
imperialismo ha sido simplemente barrida por la invocación del «derecho
de injerencia», de la «responsabilidad de proteger» o del «deber de
ayuda a un pueblo en peligro».
Una extrema izquierda nostálgica de las
revoluciones y las luchas de liberación nacional tiende a analizar
cualquier conflicto interno en determinado país como una agresión de un
dictador contra su pueblo oprimido que aspira a la democracia. La
interpretación, compartida por la izquierda y la derecha, sobre la
victoria de Occidente en la lucha contra el comunismo ha tenido un
efecto similar.
¿Quién es ese «nosotros» al que se llama a «proteger e intervenir»?
La ambigüedad fundamental del discurso
de la izquierda anti-antiguerra reside en saber quién es ese «nosotros»
que debe proteger, intervenir, etc. Si se trata de la izquierda
occidental, de los movimientos sociales o las organizaciones de defensa
de los derechos humanos, habría que hacerles la misma pregunta que hizo
Stalin al referirse al Vaticano: «¿Con cuántas divisiones cuentan
ustedes?» Efectivamente, todos los conflictos en los que se supone que
«nosotros» debemos intervenir son conflictos armados. Intervenir
significa entonces intervenir militarmente. Y para intervenir
militarmente, hay que disponer de medios militares.
Medios que, evidentemente, la izquierda
europea no tiene a su disposición. Podría recurrir cuando más a los
ejércitos europeos, en vez de recurrir a las fuerzas armadas de Estados
Unidos. Pero los ejércitos europeos nunca intervienen sin un apoyo
masivo de Estados Unidos, lo cual implica que el verdadero mensaje de la
izquierda anti-antiguerra es el siguiente: «Señores americanos, ¡hagan
la guerra, no el amor!» Peor aún, dado que después de su debacle en
Afganistán e Irak los estadounidenses no van a arriesgarse a mandar
fuerzas terrestres, lo que se le pide a la US Air Force, y únicamente a
ella, es que bombardee a los países violadores de los derechos humanos.
Se puede argumentar, por supuesto, que
el porvenir de los derechos humanos debe ponerse en manos del gobierno
de Estados Unidos y depender de su buena voluntad, de sus bombarderos y
de sus drones. Pero lo importante es entender que ese es el verdadero
significado de los llamados a la «solidaridad» y las exhortaciones de
«apoyo» a los movimientos secesionistas o rebeldes implicados en las
luchas armadas. Esos movimientos, en efecto, no tienen ninguna necesidad
de eslóganes coreados en «manifestaciones de solidaridad» en Bruselas o
en París y no es eso lo que piden. Lo que quieren es armamento pesado y
bombardeos contra sus enemigos y eso sólo puede proporcionarlo Estados
Unidos.
Si fuese honesta, la izquierda
anti-antiguerra tendría que asumir esa opción y llamar abiertamente a
Estados Unidos a bombardear allí donde se violen los derechos humanos.
Pero tendría que asumir esa opción hasta sus últimas consecuencias. O
sea, reconocer que la clase política y militar que supuestamente debe
salvar a los pueblos «victimas de sus tiranos» es precisamente la misma
que desató la guerra contra Vietnam, que impuso el embargo y las guerras
contra Irak, la misma que impone sanciones arbitrarias contra Cuba,
contra Irán y contra todos los países que le desagradan mientras que
sostiene a toda costa a Israel, la misma que se opone por todos los
medios –incluyendo los golpes de Estado– a todos los reformadores
surgidos en América Latina –desde Arbenz hasta Chávez, pasando por
Allende, Goulart y tantos otros– y que explota desvergonzadamente los
recursos y trabajadores en todas partes del mundo. Hace falta una enorme
cantidad de buena voluntad para ver en esa clase política y militar el
instrumento de la salvación de las «víctimas». Sin embargo, eso es, en
la práctica, lo que predica la izquierda anti-antiguerra ya que, debido a
la correlación mundial de fuerzas, no existe ninguna otra instancia
capaz de imponer su voluntad por medios militares.
Por supuesto, el gobierno de Estados
Unidos apenas sabe de la existencia la izquierda anti-antiguerra. Cuando
Washington decide si se mete o no en una guerra lo hace únicamente en
función de sus propias posibilidades de éxito, de sus propios intereses,
de la oposición interna y externa a la guerra, etc. Y cuando
desencadena una guerra, Washington quiere ganarla cueste lo que cueste.
Así que no tiene ningún sentido pedirle a Washington que solamente
emprenda intervenciones buenas, únicamente contra los malos de verdad y
con medios amables que garanticen las vidas de civiles e inocentes.
Quienes llamaron a la OTAN a «mantener
los progresos de las mujeres afganas», como hizo Amnesty International
USA en la reunión de la OTAN en Chicago [3], de hecho están llamando a
Estados Unidos a intervenir militarmente y, entre otras cosas, a
bombardear a los civiles afganos y a enviar drones a violar el espacio
aéreo de Pakistán. Y no tiene ningún sentido pedir a Estados Unidos que
proteja y que no bombardee, porque eso va en contra del modo de
funcionamiento de los ejércitos.
Uno de los temas favoritos de la
izquierda anti-antiguerra es llamar a quienes se oponen a las guerras a
no «apoyar a los tiranos», en todo caso a no apoyar al tirano del país
atacado. El problema es que toda guerra exige un masivo esfuerzo de
propaganda, y que esta última se basa en la demonización del enemigo,
sobre todo de su dirigente. Para oponerse eficazmente a esa propaganda,
no se puede hacer otra cosa que denunciar las mentiras de la propaganda,
contextualizar los crímenes del enemigo y compararlos a los de nuestro
propio bando. Tarea necesaria pero ingrata y arriesgada para quien la
realiza ya que el menor error le valdrá eternos reproches, mientras que
las mentiras de la propaganda de guerra siempre se olvidan al término de
las operaciones.
Ya en tiempos de la Primera Guerra
Mundial, Bertrand Russel y los pacifistas británicos eran acusados de
«apoyar al enemigo», sin tener en cuenta que si se dedicaban a desmontar
la propaganda de los Aliados no era porque les gustara el Káiser si no
porque defendían la paz. La izquierda anti-antiguerra adora denunciar
«el doble rasero» de los pacifistas coherentes que denuncian los
crímenes de su propio bando pero que contextualizan o refutan los
crímenes atribuidos al enemigo del momento (Milosevic, Kadhafi, Assad,
etc.). Pero ese «doble rasero» no es otra cosa que el resultado de una
opción deliberada y legítima: la de luchar contra la propaganda de
guerra allí donde nos encontramos, o sea en Occidente, propaganda que a
su vez se basa en una demonización constante del enemigo atacado y en la
idealización de quienes lo atacan.
La izquierda anti-antiguerra no goza de
la menor influencia sobre la política estadounidense, lo cual no quiere
decir que carezca de efectos. Por un lado, su retórica insidiosa ha
permitido neutralizar todo movimiento pacifista o antiguerra, pero
también ha hecho imposible toda posición independiente de parte de un
país europeo, como la de la Francia de De Gaulle, o al menos como la de
la Francia de Jacques Chirac o la Suecia de Olof Palme. Hoy en día ese
tipo de posición se vería inmediatamente bajo el fuego de la izquierda
anti-antiguerra, que dispone de una resonancia mediática considerable y
que tildaría esa actitud de «apoyo al tirano», de política digna de la
época del Pacto de Múnich y de «crimen de indiferencia».
Lo que ha logrado la izquierda
anti-antiguerra es destruir la soberanía de los europeos ante Estados
Unidos y liquidar toda posición de izquierda independiente ante las
guerras y el imperialismo. También ha llevado a la mayoría de la
izquierda europea a adoptar posiciones que contradicen por completo las
de la izquierda latinoamericana y a erigirse en adversaria de países
que, como China y Rusia, están tratando –de forma totalmente
justificada– de defender el derecho internacional.
Una extraña característica de la
izquierda anti-antiguerra es que siempre es ella la primera en denunciar
las revoluciones del pasado como acontecimientos que condujeron al
totalitarismo (Stalin, Mao, Pol Pot, etc.) y que constantemente nos
advierte contra la repetición de los «errores» cometidos por la
izquierda de aquellos tiempos al respaldar a los dictadores. Sin
embargo, ahora que la revolución es cosa de los islamistas se supone que
tenemos que aplaudir y creer que todo va a ir bien.
¿Y si la «enseñanza
que tenemos que sacar del pasado» fuese más bien que las revoluciones
violentas, la militarización y la injerencia extranjera no eran la única
ni la mejor manera de realizar cambios sociales?
En vez de reclamar intervenciones,
exijamos el estricto respeto del derecho internacional
A veces se nos responde que hay actuar
«con urgencia» (para salvar a las víctimas). Aún admitiendo ese punto de
vista, lo cierto es que después de cada crisis la izquierda no ha
emprendido ninguna reflexión sobre cómo llegar a una política diferente,
que no consista en el respaldo a la intervención militar. Una política
de ese tipo exigiría un viraje de 180 grados en relación con la política
que predica la izquierda anti-antiguerra. En vez de reclamar más
intervenciones, tendríamos que exigir a nuestros gobiernos el estricto
respeto del derecho internacional, de la no injerencia en los asuntos
internos de los Estados y la sustitución de la confrontación por la
cooperación. La no injerencia es mucho más que la simple no intervención
en el plano militar. Incluye también la no injerencia en el plano
diplomático y en el plano económico: cero sanciones unilaterales, cero
amenazas durante las negociaciones y aplicación estricta del principio
de igualdad de tratamiento para todos los Estados.
En vez de «denunciar» constantemente a
los pérfidos dirigentes de países como Rusia, China, Irán o Cuba
invocando los derechos humanos –como le encanta hacer a la izquierda
anti-antiguerra– más bien tendríamos que oírlos, dialogar con ellos y
poner sus puntos de vista políticos al alcance de la comprensión de
nuestros conciudadanos.
Por supuesto, esa política no resolvería
los problemas de los derechos humanos en Siria ni en Libia ni en
ninguna parte. Pero, ¿acaso se han resuelto hasta ahora? La política de
injerencia está agravando las tensiones y la militarización mundial. Los
países que se sienten amenazados por esa política, que son muchos,
tratan de defenderse como pueden. Las campañas de demonización impiden
las relaciones pacíficas entre los Estados, así como los intercambios
culturales entre sus ciudadanos y también, de forma indirecta, el
desarrollo de las ideas liberales que los partidarios de la injerencia
dicen querer promover. A partir del momento en que la izquierda
anti-antiguerra renunció a toda política alternativa a esa política, de
hecho renunció a ejercer cualquier influencia sobre los problemas del
mundo. Contrariamente a lo que afirma, no es cierto que con eso esté
«ayudando a las víctimas». En realidad, no hace más que destruir aquí
toda resistencia al imperialismo abriendo así el camino a los únicos que
realmente actúan, que son a fin de cuentas los gobiernos
estadounidenses. Confiarles el bienestar de los pueblos es una actitud
absolutamente desesperada.
Esa actitud es un aspecto de la reacción
de la mayoría de la izquierda ante la «caída del comunismo», y esa
reacción consiste en apoyar precisamente lo contrario de las políticas
que siguieron los comunistas, sobre todo en materia de cuestiones
internacionales, en las que toda oposición al imperialismo y toda forma
de defensa de la soberanía internacional es considerada por la izquierda
como una forma de arqueo-stalinismo.
La política de injerencia es una
política de derecha, al igual por cierto que la construcción de la Unión
Europea, otro importante ataque contra la soberanía nacional. La
primera respalda los intentos hegemónicos de Estados Unidos. La segunda
apoya el neoliberalismo y la destrucción de los derechos sociales. Ambas
se justifican en gran parte con discursos «de izquierda» que invocan
los derechos humanos, el internacionalismo, el antirracismo y el
antinacionalismo. En ambos casos, una izquierda desorientada por la
desaparición del comunismo se ha refugiado en un discurso «humanitario» y
«generoso», totalmente carente de análisis realista de la correlación
mundial de fuerzas. Con esa izquierda, la derecha prácticamente no
necesita ideología, le basta con invocar los derechos humanos.
Sin embargo, esas dos políticas –la
injerencia y la construcción europea– están hoy en un callejón sin
salida: el imperialismo estadounidense enfrenta enormes dificultades,
tanto en el plano económico como en el diplomático, y la política de
injerencia encuentra la oposición de una gran parte del mundo. Ya casi
nadie cree en otra Europa, en una Europa social, y la Europa que
realmente existe, neoliberal (porque es la única posible), no entusiasma
a los trabajadores.
Por supuesto, esos fracasos benefician a
la derecha y a la extrema derecha, pero es únicamente porque la mayor
parte de la izquierda ha creído que el camino hacia la democracia pasa
por el abandono de la defensa de la paz, del derecho internacional y de
la soberanía nacional.
Fuente: www.michelcollon.info
Jean Bricmont
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[1] A propósito de esa organización, ver “Colonialiste d’«extrême gauche»?”, de Ahmed Halfaoui,
[2] Por ejemplo, en febrero de 2011, en
un volante distribuido en Toulouse (Francia) el tema de Libia y las
amenazas de «genocidio» atribuidas a Kadhafi se abordaba en los
siguientes términos: «¿Dónde está Europa? ¿Dónde está Francia? ¿Dónde
está América [Estados Unidos]? ¿Dónde están las ONGs?» y «¿Es más
importante el valor del petróleo y del uranio que el pueblo libio?» O
sea, los autores del volante, firmado entre otras organizaciones por
Alternativa Libertaria, Europa Ecología-Los Verdes, Izquierda Unitaria,
Liga de Derechos Humanos, Lucha Obrera, Movimiento por la Paz (Comité
31), MRAP, NPA31, OCML-Vía Proletaria Toulouse, la organización local
del Partido Comunista Francés, el Partido Comunista Tunecino, Partido de
Izquierda 31, acusaban a los occidentales de no intervenir por razones
de interés económico. ¿Qué habrán pensado los autores de ese volante
cuando el Consejo Nacional de Transición libio prometió vender a Francia
el 35% del petróleo libio? Independientemente de que se haya respetado o
no esa promesa o de que el petróleo haya sido o no la verdadera causa
de la guerra contra Libia.
[3] Ver, por ejemplo, Why I Had to
Challenge Amnesty International-USA’s Claim That NATO’s Presence
Benefits Afghan Women, de Jodie Evans.