El año pasado, nuestro país fue el segundo país de la Unión Europea 
con la tasa más alta de pobreza relativa, tras Rumanía, traducida en más
 de 2.500.000 niños víctimas de la pobreza, un 5,6% de la población 
total. 
    Hace tres años comenzó a preocuparnos 
oficialmente, probablemente porque las noticias venían de un lugar cercano y porque todos padecemos ese miedo selectivo que únicamente 
despierta
 nuestra sensibilidad cuando intuimos que los problemas de los otros no 
van a respetar nuestra inmunidad. En Portugal, un grupo profesores de 
educación primaria, alertaban de que algunos de sus alumnos mostraban 
síntomas inusuales, como mareos, pérdida de conocimiento y soñolencia 
crónica.
Era el hambre, el vacío de lo indispensable, instalándose en las 
bocas pequeñas y los ojos medio entornados por la ausencia de fuerzas y 
por la necesidad vital de no ver la realidad para engañar al estómago y 
no desfallecer. Las noticias pudieron leerse en el interior de los 
diarios. Cruzaron las pantallas y las emisoras de radio como dardos que 
debían haber hecho diana en la conciencia colectiva. No lo lograron ¿Por
 qué iban a conseguirlo esta vez, cuando el hambre de los niños rumanos,
 los niños gitanos o los niños griegos no lo había hecho todavía? ¿Qué 
tenían los niños de Portugal de diferente?
Hace tres años, los indicios de que la miseria salpicaba con su onda 
inaceptable a los pequeños cuerpos que eran la semilla del futuro más 
oscuro impactaron en nuestra sensibilidad como siempre sucede, 
momentánea y transitoriamente. Nos preocupó un instante, el necesario 
para auto engañarnos y mentirnos sobre nuestra inexistente solidaridad.
En los primeros meses del año siguiente, 2012, en Portugal se 
cifraron en 13.000 los alumnos que carecían de una alimentación 
apropiada, y eso rebajando la llamada línea de la pobreza hasta 
considerar que lo apropiado era lo mínimo para no desfallecer.
Hace un año Unicef tuvo que poner en marcha una campaña dirigida a 
recoger firmas para reclamar al gobierno y las instituciones oficiales 
el cumplimiento de los compromisos que supuestamente habían aceptado 
para combatir la pobreza infantil en España. Habían olvidado, uno más de
 las decenas de peligrosos olvidos que sufre la casta política diestra y
 la siniestra, que se habían comprometido ante la Unión Europea a 
reducir en 250.000 la cifra de niños 
catalogados con la injustificable etiqueta de 
víctima de la pobreza infantil
 antes de 2020. Subidos en el atril de la demagogia, los representantes 
de este gobierno, que únicamente se representa a él mismo y los suyos se
 llenaron la boca diciendo que “
erradicar la pobreza infantil sería 
una prioridad dentro del conjunto de los planes de acción que estaban 
elaborando para la inclusión social y el apoyo a las familias”. En 
realidad no mintieron: el conjunto de los planes de acción para la 
inclusión social y apoyo a las familias es un conjunto vacío, uno más de
 sus conjuntos vacíos y las prioridades de un conjunto vacío, simples 
matemáticas, son prioridades vacías.
El gobierno se limita a cruzar los brazos y fingir esa preocupación 
demagógica que, dice, “impulsará nuevos retos, nuevos programas, nuevas 
iniciativas, nuevas…” MENTIRAS. Los ciudadanos, nosotros, escudándonos 
en la justificación que, aunque no lo es, podría parecer suficiente de 
que ya hacemos bastante con intentar llegar a fin de mes, sorteando 
medidas políticas asfixiantes y recortes de nuestros más mínimos 
derechos, sentimos un escalofrío MOMÉNTANEO cada vez que leemos las 
cifras de la pobreza infantil.
El año pasado, nuestro país fue el segundo país de la Unión Europea 
con la tasa más alta de pobreza relativa, tras Rumanía, traducida en más
 de 2.500.000 niños víctimas de la pobreza, un 5,6% de la población 
total. La cifra es aún más conmovedora si aceptamos que, para no ser tan
 conscientes de esta delirante injusticia, los estudios han bajado el 
rasero con el que se miden los ingresos aceptables que son la linde 
entre 
los pobres y 
los no pobres hasta la cifra de 
algo más de 16.000 euros de ingresos en una familia con 2 hijos. 
Actualmente, el índice de pobreza infantil ya se sitúa en un 34%.
Son los mismos niños que el sistema ha ido entrenando, con 
maquiavélico esmero, para ser los perpetuadores del capitalismo, los 
niños intencionadamente programados para ser peter-pan en el país no de 
Nunca-Jamás sino en el 
país de la infancia mágica. Son los 
niños a los que el capitalismo ha programado para consumir sin medida 
desde la mano de sus endeudados padres. Los mismos que no veían razón 
para conformarse con comer un bocadillo y exigían, con lloriqueos 
consentidos por los padres hipotecados para alcanzar el premio de una 
segunda casa, un segundo coche, una 
segunda vida, un huevo de chocolate que debía contener un premio, un incentivo a la ambición de 
tener por tener.
El sistema ha ido preparando a esa infancia que hoy no tiene que 
llevarse a la boca para esclavizarla a él, agrandando su estómago y su 
boca, los mismos que ahora se niega a alimentar. Nos ha entrenado, a los
 padres de los niños que hoy sienten su extraño pero familiar hormigueo 
en el estómago, para que alimentásemos la mentira de una infancia 
mágica, en la que no podía haber problemas, todo estaba permitido, y el 
futuro era una línea de horizonte del color dorado de posesiones y 
metas, siempre inalcanzables, a costa de la esclavitud de recibos de 
préstamos pagados con horas inacabables de trabajo. Cuando ha querido, 
cuando no ha tenido suficiente, el sistema les ha girado su espalda, nos
 ha girado la espalda, dejando tras él la hambruna y la necesidad.
Hace unos días, un 
nuevo informe de UNICEF,
 ha evidenciado lo que todos sabíamos, o al menos era fácil intuir: la 
pobreza infantil en España aumenta vertiginosamente. No es ya suficiente
 el argumento del eufemismo de la crisis, en realidad el triunfo 
evidente del capitalismo. 
Conocemos y 
sabemos las 
cifras que recuentan las bocas que llevan demasiados días sin saborear 
el más mínimo alimento, pero, en realidad, NO LAS SENTIMOS, no hacen eco
 en nuestra inexistente sensibilidad.
 
De ser así, ¿no nos habrían conmovido ya los niños y adultos rumanos 
que llevan años ingiriendo ranitidina para no sentir hambre, porque no 
pueden ni recoger comida de los contenedores, tan vacíos como sus 
estómagos? ¿No nos habrían conmovido las cifras de niños gitanos que no 
comen, desde mucho antes de la crisis, mientras malviven en poblados de 
chabolas? ¿No nos habría conmovido YA el retrato del hambre infantil en 
el continente africano?
Tras las cifras del hambre infantil, en cualquier país, se amaga la cifra del índice de 
necesidad de estructurar nuestra rabia, 
de darle forma organizativa, de SENTIR nuestra parte de responsabilidad, más allá del argumento de “Es la crisis está que no acaba de irse”, y 
de enfrentarnos a la voluntad del podrido sistema que nos vence, cada día, un poco más.

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