18.07.2013.
    El sentido de la vida no solo no es algo del pasado, sino que no 
podrá serlo nunca. El sentido de la vida es, junto a la lucha de clases,
 el motor de la historia. O, dicho de otro modo, la lucha de clases no 
puede ser entendida sin analizar su relación con las cuestiones de 
sentido de la vida...   
Nuestra realidad hoy es el fruto de un proceso histórico, 
desarrollado a la luz de la lucha de clases, donde las cuestiones de 
sentido de la vida han jugado un papel fundamental, aunque a no pocos 
intelectuales hablar en estos términos les parezca propio de un 
pensamiento irracional  casi primitivo y, por tanto, impropio de la 
modernidad, donde, se supone, estas cuestiones han quedado superadas y 
relegadas a espacios privados de alcance personal y subjetivo, desde 
donde reminiscencias del pasado se pueden hacer presentes con 
normalidad.
Nosotros, en cambio, pensamos que tal hipótesis no puede estar más 
equivocada: nuestra sociedad actual no solo maneja sus propios códigos 
de sentido que le han permitido ser lo que es hoy y funcionar como 
funciona en la actualidad, sino que, además, sin analizar estas 
cuestiones a lo largo del proceso histórico que ha vivido occidente en 
los últimos siglos, es imposible comprender ninguna de las dos cosas: ni
 el proceso histórico como tal, ni la situación actual.
El sentido de la vida no solo no es algo del pasado, sino que no 
podrá serlo nunca. Ni en esta ni en ninguna otra sociedad. El sentido de
 la vida es, junto a la lucha de clases, el motor de la historia. O, 
dicho de otro modo, la lucha de clases no puede ser entendida sin 
analizar su relación con las cuestiones de sentido de la vida. Son estas
 cuestiones las que permiten, en última instancia, que una determinada 
ideológía de clase dominante pueda ser asumida como ideología hegemónica
 por el conjunto de la sociedad, sometiendo así a las clases dominadas a
 los intereses de las clases dominantes, cuyo modelo de sociedad hacen 
suyo y, por ende, actúan en defensa de los intereses de la clase 
dominante como si estuvieran defendiendo con ello los suyos propios. Lo 
que la lucha de clases es en el plano de la realidad material, el 
sentido de la vida, como reflejo de ésta, lo es en el ámbito de la 
hegemonía cultural. No hay hegemonía cultural que no se haya basado en 
cuestiones de sentido de la vida para imponerse socialmente, y no hay 
proceso de cambio revolucionario real que, a una vez que se desarrolla 
al amparo de la evolución y los cambios en la estructura económica, no 
esté relacionado, de una forma o de otra, con cuestiones de sentido de 
la vida.
La imposición de una hegemonía de clase, principalmente si está 
basada en el consentimiento como principal mecanismo de acción 
existencial, toma siempre de las cuestiones de sentido su carácter 
hegemónico.
Así, cuando los códigos de sentido que son propios de ese modelo 
hegemónico son mayoritariamente asumidos como válidos por el global de 
la sociedad, tanto por los miembros de las clases dominantes, como, 
sobre todo, por los medios de las clases dominadas, el consentimiento, 
la aceptación social de la hegemonía, es un hecho. En cambio, cuando 
estos códigos de sentido comienzan a tambalearse, incluso aunque la 
hegemonía se pueda seguir sustentando sobre la imposición de la 
violencia, la represión y la coacción, tal hegemonía habrá entrado en 
una profunda crisis de la que difícilmente podrá salir victoriosa a la 
larga, salvo que sea capaz de volver a imponer sus códigos de sentido 
como mayoritariamente aceptados y compartidos por el conjunto de la 
sociedad, ya sean los mismos que habían dejado de ser efectivos y habían
 provocado la crisis de hegemonía, ya sean otros que resulten de la 
reformulación y adaptación al proceso histórico de esos primeros, o ya 
sean unos nuevos que nazcan a la luz de lo acontecido en las luchas 
sociales y políticas, así como en las transformaciones de tipo 
económico, que son propias a todo periodo de crisis de hegemonía. Un 
periodo en el que, como afirmase Gramsci, los viejo no termina de morir y
 lo nuevo no acaba de nacer.
Por ello, los momentos más potencialmente revolucionarios, 
entendiendo por revolución el avance hacia un cambio de modelo que 
contenga cambios de orden cualitativo y no meramente cuantitativo, no 
son, lejos de los que se pueda creer desde una perspectiva marxiana 
clásica, los momentos de mayor penuria en la condición económica de las 
clases explotadas, sino los momentos donde, unida a los 
condicionamientos económicos, la cuestión de sentido entra en crisis, 
donde los sujetos de una sociedad se rebelan contra el sistema 
socio-cultural hegemónico, cuando ya no aceptan como eficientes los 
criterios socio-culturales de sentido impuestos por las clases 
dominantes. Gramsci lo llamaría crisis de hegemonía. Si bien es cierto, 
claro, que cuanto peores son las condiciones económicas de la sociedad 
mayor será la posibilidad de que tal sociedad, al menos en lo que toca a
 sus clases dominadas, acabe por perder la confianza en la plena 
incuestionabilidad del sacro hegemónico establecido y, en consecuencia, 
deje de hacer suyas las respuestas de sentido que emanan de él.
Cuando la vida del hombre carece de sentido, mejor dicho, cuando el 
sistema socio-cultural impuesto ya no es capaz de satisfacer las 
exigencias de sentido vital de la mayoría de sus ciudadanos, cuando el 
modelo sacro/religioso hegemónico dejar de ser absoluto e incuestionable
 
per se, entonces la revolución, no solo política o económica, 
sino en su máxima expresión como revolución civilizatoria, está próxima,
 es inminente. Por el contrario, mientras las clases desfavorecidas 
encuentren acomodo en el sistema social que los explota y ello quede 
justificado por una cuestión de sentido, ya pueden ser periodos de 
hambre y penuria, de recortes sociales o cualquier otra forma de ataque 
contra los derechos e intereses de las clases explotadas, que pocos 
serán los cambios en el sistema económico y social imperante ya que, 
pareciera, lo que más atormenta al ser humano a lo largo de la historia 
no es el hambre, que es ley de la naturaleza buscar comida cuando no se 
tiene, si no el desconocer la finalidad de su existencia. El hambre 
produce revoluciones políticas coyunturales que, incluso, pueden llegar a
 ser reversibles y remplazadas con el tiempo por aquel mismo modelo 
político y económico al que habían conseguido derrocar temporalmente 
-como trístemente sabemos por propia experiencia en nuestra historia 
socialista revolucionaria-, pero solo la decadencia en los modelos de 
sentido produce revoluciones civilizatorias. La historia está llena de 
ejemplos.
No es, pues, como pensaba Hegel, la lucha por la libertad y el 
reconocimiento lo que mueve la parte “thymótica” de la existencia en su 
evolución, como motor de la historia, a través del proceso histórico. Es
 la capacidad -o no- que tenga una determinada ideología dominante, es 
decir, vinculada a una determinada realidad concreta expresada en lucha 
de clases, de someter tales deseos a los códigos de sentido que le sean 
propios como ideología dominante, viendo con ello los individuos 
saciados sus deseos más profundos, incluidos aquellos que nacen de la 
lucha por la libertad y el reconocimiento.
Tales deseos no son ni podrían ser nada, de no ser por su vinculación
 con la lucha de clases, es decir, por su relación entre diferentes 
sujetos, integrantes de diferentes clases sociales, que representan 
intereses antagónicos, y que, efectivamente, solo pueden ser entendidos,
 unos y otros, sobre su comparación con su opuesto, pero no desde la 
base de querer y poder apoderarse, como expone la dialéctica hegeliana, 
de aquellas cosas que son también deseadas por quienes no pueden 
poseerlas ni apoderarse de ellas cuando otro ser humano ya lo ha hecho, 
sino desde la percepción que cada cual pueda tener de su capacidad para 
controlar -o no- el devenir de su propia existencia, la capacidad para 
satisfacer –o no- sus propias necesidades vitales y, por supuesto, su 
relación con la propiedad -o no- de los medios de producción que han de 
servir para abastecer de lo necesario para la satisfacción de tales 
necesidades.
Las clases dominantes son clases dominantes porque existen clases 
dominadas, y los sujetos de las clases dominantes solo se pueden 
reconocer como tales porque existen sujetos a los que pueden percibir 
como dominados, eso es cierto. Pero, precisamente, por esa misma razón, 
si fueran la lucha por el reconocimiento y la búsqueda de la libertad, 
en sí mismos, los valores y motivos que mueven al hombre a actuar y a 
mover la historia, a llevarla desde unos estados civilizatorios a otros,
 nunca el sujeto de las clases dominadas aceptaría someterse, por 
consentimiento, al orden social representativo de los intereses de clase
 de la clase dominante, pues, en su comparación con ésta, se reconocería
 a sí misma como clase dominada, y ello impediría que pudieran sentir 
saciados ni sus deseos de libertad ni sus ansias de reconocimiento 
respecto a ese otro -como afirma Hegel-, pues ni es libre ni es 
reconocido socialmente aquel que es excluido del poder político y 
económico y es relegado a una situación de sumisión y explotación, y si 
en algún momento acepta tal situación como válida o natural, no será 
porque su miedo a la muerte o cualquier otra cosa semejante le haya 
paralizado en su afán de ser reconocido o en su lucha por la libertad, 
sino que será porque el “otro”, la clase dominante, habrá conseguido 
convencerle, por vía del sentido, de que así lo haga.
Lo que fusiona en un mismo proyecto histórico a dominados y 
dominantes, no es ni el Estado –como afirma Hegel- ni la coacción que se
 pueda imponer a través del mismo, es el sentido de la vida, son las 
hermenéuticas de sentido que se desarrollan  al amparo de la dialéctica 
existente entre los deseos e intereses de las diferentes clases 
sociales, pero expresada en forma de hegemonía cultural, política, 
económica e ideológica de la clase dominante.
El Estado es un mecanismo más en manos de las clases dominantes, pero
 por sí mismo no es capaz de poder garantizar la unión de intereses, en 
un mismo proyecto histórico, o, mejor dicho, la confusión de intereses 
de las clases dominantes y las clases dominadas en un mismo modelo de 
sociedad histórica. De hecho, cuando ha logrado hacerlo no ha sido sobre
 la base de su capacidad de coacción, sino sobre su transmutación 
ideológica en un proyecto colectivo, de tipo emocional y profundamente 
vinculado con cuestiones de sentido, como es la “nación”, agente 
ideológico que otorga sentido de identidad y pertenencia, esto es, 
sentido, a la vida de las personas, y que absorbido por la ideología 
burguesa en no pocas ocasiones consigue confundir al individuo de la 
clase dominada y hacerle creer que forma parte de un mismo proyecto 
común de intereses colectivos no determinado por relaciones de clase, 
sino por la común pertenencia a una misma colectividad de intereses: tal
 cual ha sido y es el modo de funcionamiento del nacionalismo burgués 
como ideología.
La 
dialéctica del amo y el esclavo de la que Hegel nos 
habla no puede ser, pues, una simple cuestión de deseos innatos, de 
luchas por la satisfacción de estos o aquellos deseos, sino una cuestión
 de realidades materiales y sociales, reflejada, como bien viese Marx, 
en forma de lucha de clases. La lucha de clases es el motor de la 
historia y se expresa, desde el punto de vista del “thymos”, no en 
deseos satisfechos o insatisfechos, sino en cuestiones de sentido que 
sirven para anular o enmascarar éstos, independientemente de que estén o
 no estén satisfechos. De hecho, mientras exista un código de sentido 
que se imponga como hegemónico, tales deseos no podrán aparecer, ante la
 consciencia de los hombres, sino como satisfechos.
El 
intocable de la India que se sienta satisfecho con su condición de tal, porque esté firmemente convencido de que es un producto del 
karma
 y que, por tanto, debe asumirlo así, y actuar en consecuencia, para 
poder evolucionar, en la siguiente vida, hacia otra de las capas 
superiores de la sociedad hindú, jamás de rebelará contra el sistema de 
clases que hace posible esa realidad social, ni despertará deseos ni de 
libertad ni de reconocimiento alguno, tampoco se verá como esclavo, ni 
como un marginado, ni como un oprimido, y si alguno de estos 
pensamientos apareciera, si no le hace dudar de tales códigos de sentido
 que dan explicación y valor a su realidad subjetiva como miembro de una
 clase explotada, humillada y marginada, serán rápidamente anulados por 
el efecto de sus propias creencias y sus propios códigos de sentido 
interiorizados. Los guerrilleros maoístas, en cambio, que han dejado de 
creer en tal modelo de sentido, sí están dispuestos a luchar a muerte 
contra el sistema político y económico que hace posible la división de 
clases en la India, y no porque les mueva ningún deseo innato de 
libertad o reconocimiento, sino porque han comprendido que la libertad 
de los oprimidos solo podrá venir de la mano de la derrota de los 
opresores y el derrocamiento del sistema político y económico que los 
ampara, incluido, por supuesto, el propio código de sentido que le es 
inherente y que sirve para que otras muchas personas que siguen creyendo
 en él, pese a ser de clases oprimidas, no piensen siquiera en liberarse
 de su situación, pues para ellos tal liberación se deberá dar en la 
próxima reencarnación y no en esta vida de miseria y explotación que 
viven ahora. Ningún guerrillero creerá verdaderamente en el 
karma ni en nada de la metafísica hinduista que justifica el sistema de castas.
Así, como afirma Zizek, “
cualquier universalidad que pretenda ser 
hegemónica debe incorporar al menos dos componentes específicos: el 
contenido popular auténtico y la deformación que del mismo producen las 
relaciones de dominación y explotación. [...] La hegemonía ideológica no
 es tanto el que un contenido particular venga a colmar el vacío 
universal, como que la forma misma de la universalidad ideológica recoja
 el conflicto entre (al menos) dos contenidos particulares: el popular, 
que expresa los anhelos íntimos de la mayoría dominada, y el específico,
 que expresa los intereses de las fuerzas dominantes.”
[1].
Las clases dominantes, cuando uno de estos proyectos tiene éxito, 
consiguen así imponer su ideología dominante sin necesidad de que ésta 
exprese únicamente la defensa de sus intereses de clase, sino que 
también es capaz de abrir un espacio, real o imaginado, para que los 
sujetos de las clases dominadas puedan verse reflejados en lo propuesto,
 a nivel de códigos de sentido, por tal ideología dominante, y, con 
ello, puedan sentir que sus deseos más profundos, tanto a nivel de 
identidad, como a nivel de reconocimiento, como cualquier otro deseo que
 pueda adquirir un carácter similar (el deseo de pertenencia a una 
comunidad que comparte un proyecto de vida y unas finalidades históricas
 colectivas, por ejemplo, citado por Zizek como clave en el éxito del 
fascismo entre las masas de varios países durante la primera mitad del 
siglo XX), se están viendo plenamente satisfechos. Ello, finalmente, 
genera una adhesión emocional del sujeto al normal funcionamiento del 
sistema que garantiza su implicación no solo en el normal funcionamiento
 del mismo, sino, llegado el caso, incluso en la defensa del mismo de 
cualquier peligro que pueda amenazarlo.
La lucha de clases, pues, es el motor de la historia. Pero esa lucha 
de clases tiene una forma de hacerse presente en los hombres ante la 
historia, y esa forma no es otra que las cuestiones relacionadas con las
 hermenéuticas de sentido hegemónicas, con las cuestiones de sentido de 
la vida. La lucha por apropiarse de la hegemonía cultural, expresada en 
forma de hermenéutica de sentido dominante, es una manifestación 
fundamental de la lucha de clases, es, ella misma, lucha de clases. Las 
clases sociales no solo se enfrentan por el control de los medios de 
producción, sino que lo hacen también -deben hacerlo- por el control del
 dominio sobre las cuestiones de sentido de la vida. Cuando una de ellas
 consigue apoderarse de tal control e imponer como hegemónica su propia 
ideología expresada en forma de hermenéutica de sentido, su control 
sobre el resto de clases sociales, y, por tanto, sobre los medios de 
producción, está garantizado.
De la misma manera, si una clase dominada quiere derrocar a la clase 
dominante, además de ser absolutamente necesario que sus integrantes 
hayan dejado de asumir como propio el marco de sentido que les estaba 
proporcionando como válido y universalmente aceptable la clase 
dominante, debe de luchar también por imponer su propio código de 
sentido dominante, y solo en aquellos casos donde la sociedad pudiera 
funcionar sin la existencia de clase social alguna, porque la acción de 
las clases dominadas, en su lucha contra el poder de las clases 
dominantes así lo haya logrado, la hermenéutica de sentido que sea 
propia de esa sociedad no expresará hegemonía alguna, sino el verdadero 
estado de la evolución histórica en que el antagonismo de clase habrá 
dejado de existir y, por tanto, el proyecto de sentido será 
verdaderamente un proyecto colectivo donde los intereses de todos los 
miembros de la sociedad se fusionan en un mismo proyecto histórico.
Se dará entonces una hegemonía cultural y una hermenéutica de sentido
 que ya no será el reflejo del dominio de una clase sobre otras, sino la
 expresión simbólica, en el mundo de las ideas y de la consciencia 
social, de la inexistencia de dominio, esto es, de una sociedad basada 
en la justicia social, la cooperación mutua, la igualdad y la 
solidaridad: “
de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”.
A su vez será esa sociedad donde los sujetos que en ella vivan ya no 
darán sentido a sus vidas a través del egoísmo, el individualismo o la 
competitividad, pues, de acuerdo a las propias necesidades del sistema 
productivo, convertidas en hermenéutica de sentido como expresión 
ideológica de tales necesidades, serán la solidaridad, la cooperación, 
la identidad en la igualdad y la confianza en la justicia social lo que 
hará de esos seres humanos los sujetos virtuosos que la propia 
estructura económica de la sociedad demande, y, con ello, no habrá el 
menor espacio ni al conflicto social por cuestiones económicas ni a la 
cosificación de los seres humanos por el efecto de su tener, esto es, 
expresados a través de tales relaciones de posesión, en la terminología 
de Fromm, como meros exponentes del modo de existencia vinculado al 
tener, sino que será la sociedad del 
ser humano en su máxima expresión como sujeto referido al modo de existencia del ser: 
el sujeto comunista.