Como Jano, el Dios romano de las
puertas, los comienzos y los finales, el tiempo que vivimos dibuja un paisaje
bifronte: el que cierra la crisis en un momento oscuro de empeoramiento
progresivo de nuestras posibilidades de vida y el que la abre hacia una luminosa
oportunidad de transformación.
En el lado oscuro, estamos asistiendo,
a golpe de decretazos, a una vertiginosa depredación de la riqueza colectiva y a
un recorte asfixiante de derechos y libertades. Entre las leyes ya en vigor,
como la reforma laboral, el decretazo sanitario o la nueva ley de costas, y las
de inminente aprobación, como la futura ley del aborto o la LOMCE, una extensa
red normativa nos va atrapando en unas mallas que nos privan tanto de nuestras
posibilidades de sustento material como de libertades fundamentales en el día a
día de nuestras vidas. El denominado estado de bienestar se desmorona a
velocidad de vértigo y servicios públicos que pensábamos conquistados para
siempre amenazan con mutar rápidamente a añorados recuerdos del pasado. Elevada
a rango de norma constitucional, la prioridad absoluta de “nuestros” gobernantes
es el pago de la deuda: a partir de aquí, los intereses del mercado priman, más
que nunca, sobre las necesidades de las personas.
En el lado luminoso, la explosión de
democracia desde abajo nacida con el 15M sigue viva y generando frentes y
fuentes de resistencia muy potentes allí donde el neoliberalismo pega fuerte.
Los niveles de conflicto, de protesta en la calle, de generación de prácticas de
autodefensa frente al ataque devastador lanzado contra el acceso a los bienes y
recursos de todos y todas alcanzan cotas de intensidad, participación e
imaginación creativa, como poco, desconocidos desde las movilizaciones de los
años 70 y, en buena medida, insólitos. La PAH y las oficinas de vivienda, las
distintas mareas o las múltiples plataformas surgidas frente a la dictadura
financiera (como la Plataforma Auditoría Ciudadana de la Deuda o la Plataforma
de Afectados por Participaciones Preferentes) organizan la metamorfosis del
descontento en tácticas de autodefensa y en prácticas de democracia directa en
forma de plazas-ágora, de encierros, de comisiones de trabajo o de
experimentación de nuevas organizaciones políticas. Se trata de un movimiento
destituyente-constituyente que ha conseguido arrancar victorias nada
desdeñables, como la aceptación a trámite parlamentario de la ILP para la
reforma de la ley hipotecaria promovida por la PAH o el retraso de la aprobación
de la LOMCE arrancado por la Marea Verde. Pero lo que más anima, alegra y
promete es esta suerte de ambiente de politización generalizada que
fotosintetiza el aire liberando realidades y posibilidades oxigenadas de
cambio.
Ahora bien, ¿cómo aprovechar estas
bocanadas de oxígeno para saltar por encima del -aparentemente- infranqueable
muro de bloqueo institucional donde se detienen todas las peleas? Por muy
masivas, legítimas, compartidas y potentes que sean las mareas, huelgas o
manifestaciones, ninguna es capaz de superar los diques del mandato europeo, la
obediencia legislativa del rodillo PP y la eficacia ejecutiva de su gobierno.
Las demandas más claras, los gritos más fuertes, las peleas más tenaces se
enfrentan al implacable “Sí pueden, pero no quieren”. Sordas, ajenas, lejanas y
cada vez más protegidas de la gente por las fuerzas policiales, sus cordones y
sus vallas, las instituciones que dicen representarnos desoyen una a una todas
nuestras demandas.
¿Qué podemos hacer entonces para no
caer en la impotencia y el desaliento? ¿Para, sobre todo, seguir desbrozando el
camino de transformación democrática iniciado? ¿Para, además, llevar hasta sus
últimas consecuencias las demandas lanzadas desde el 15M? El 15M inauguró,
efectivamente, un movimiento de transformación democrática desde abajo donde la
democracia se entendía a la vez como asunto político y económico. Contradiciendo
la falsedad, interesadamente dada por sentada, tanto de una economía-ciencia
cuyas leyes naturales se impondrían obligatoriamente a las necesidades y deseos
de las poblaciones, como de una política limitada a la gestión y aplicación de
dichas leyes, las plazas y las calles enarbolaron su “no nos representan” y su
“no somos mercancía en manos de políticos y banqueros” como estandarte de una
exigencia de democracia integral.
Llevar hasta sus últimas consecuencias
el “no nos representan” significaría forzar la apertura de un proceso de ruptura
con el régimen político del 78, donde los partidos y, sobre todo, el
bipartidismo, monopolizan la toma de decisiones políticas. Implicaría, por lo
tanto, instituir tiempos, espacios y órganos de participación y decisión a
través de los cuales poder organizar los asuntos comunes. Exigiría, en
definitiva, tomarnos el poder de pensar, de decir, de hacer respecto a las
cuestiones que nos importan. Cuestiones como las relaciones sociales, las
prioridades productivas, el modo de vida en las ciudades y en el campo, la
distribución de los tiempos de trabajo y no trabajo etc.
Llevar hasta sus últimas consecuencias
el “no somos mercancías” impulsaría, para empezar, la realización de una
auditoría ciudadana de la deuda susceptible de discriminar entre su parte de
pago inesquivable y su parte ilegítima y, por ende, no asumible. Supondría,
además, redefinir el concepto de riqueza. ¿Qué es eso que llamamos riqueza
social? Algo que, como poco, generamos entre todas y todos. Algo que, como
mínimo, debería traducirse en la generación de herramientas que permitieran el
sostén material de una vida digna para toda la población: un sistema fiscal que
redistribuyera la riqueza, una renta básica que retribuyera a cada quien por su
aportación a la riqueza colectiva, una forma de propiedad y gestión común de los
bienes y recursos considerados fundamentales para el bienestar general de la
población (como la salud, la educación, el transporte, la movilidad, el acceso a
la ciudad, al conocimiento, a la cultura etc.) capaz de blindarlos frente a la
voracidad privatizadora y compatible con un desarrollo sostenible.
Podríamos designar las instituciones
que ahora bloquean el acceso a la democracia política y económica como
instituciones zombis ya que, aun muertas en vida tras haber perdido el apoyo y
legitimidad de la gente, continúan funcionando como autómatas. Programadas por
la Troika para satisfacer las prioridades de las élites financieras, estas
muertas vivientes no se destruyen por sí mismas, sino que, por el contrario,
pueden sobrevivir mucho tiempo y con consecuencias muy destructivas. La miríada
de iniciativas y proyectos autogestionados (cooperativas de consumo, huertos
urbanos, centros sociales, espacios infantiles, cooperativas laborales etc) son
prácticas que ya reflejan posibilidades más igualitarias y democráticas de
organizar lo cotidiano. Pero, aisladas y limitadas, tales realidades se revelan
ahora mismo impotentes frente al ritmo y capacidad mortífera de la vampirización
del capitalismo financiero.
No nos queda otra que poner sobre la
mesa la cuestión del poder, del poder de cambiar las cosas, pero de cambiarlas
en un sentido macro: de abajo a arriba, por supuesto, pero para que en el arriba
de todas y todos se establezcan nuevas reglas que desplacen la obtención de
beneficio o de rentas financieras como eje articulador de nuestras sociedades.
Un desplazamiento que colocara en el centro, de una vez para siempre (o, al
menos, durante el máximo tiempo posible), la prioridad de las vidas de las
personas como principio de organización social. Un principio que debería aspirar
a institucionalizarse lo antes posible tanto para detener la máquina neoliberal
de acumulación por desposesión, como para anclar esa conquista en los cimientos
más profundos, estables y duraderos posible.
Este tiempo histórico parece
brindarnos la ocasión de disfrutar de un solsticio de verano de transformación
democrática que no podemos dejar pasar. Ojalá Jano, también Dios de los
solsticios, pudiera echarnos una manita.