por Ricardo Candia Cares
16 de Abril de 2014 09:52
Como si fuera un destino inmodificable, los pobres salen en las noticias sólo cuando los azota la tragedia.
Cuando todavía humeen los escombros
del infierno que azotó Valparaíso, vendrán las recriminaciones, las
acusaciones, y la eterna y estéril búsqueda de responsables. Para
algunos, por ahí pasó la mala suerte. Los más audaces, responsabilizaran
a la gente que elige vivir en situaciones de riesgo. Los religiosos, a
un castigo divino
Pero la verdad es que eso que humea entre los
escombros y la pena de la gente, no es otra cosa que neoliberalismo en
su estado puro.
Una periodista proveniente de Neptuno o Plutón,
pregunta a un poblador por qué elige vivir ahí. La respuesta es de este
planeta: los pobres no eligen donde vivir.
Y así es. Los pobres lo hacen donde le permite la
subsidiariedad del Estado y por lo general, llega con sus miserias a
formar guetos alejados de la vistas de los turistas y los poderosos que
detestan tener a la vista a esas villas miserias.
Así ha sucedido en las grandes, medianas y pequeñas
ciudades de nuestro país. Los pobres no deben salir en la foto de este
país soberbio en macro cifras, que por pura mala suerte no se ubica
cerca de Luxemburgo o en la Costa Azul.
Resulta natural que siempre que arrecia una tragedia
de cierta magnitud, los que pagan las consecuencias son exactamente los
mismos pobres, ya sea que habiten el enorme campamento iquiqueño de Alto
Hospicio, los cerros olvidados de la parte alta de Valparaíso, las
frías estribaciones de los volcanes sureños o purguen años en una cárcel
abarrotada.
Como si fuera un destino inmodificable, los pobres salen en las noticias sólo cuando los azota la tragedia.
Pudimos ver muy de cerca el incendio a una hora
demasiado temprana como para pensar que no podía ser controlado. El aire
olía a desgracia y las caras asombradas de los habitantes de esas
favelas porteñas no hacían más que mirar esa colosal columna de humo a
la espera que cambiara la dirección del viento.
La ciudad se comenzaba cubrir con el olor de las
casuchas calcinadas. Y habría que esperar mucho para que se vieran en el
horizonte los primeros avioncitos de juguete lanzando agua que se
evaporaba antes de tocar tierra, y luego algunos helicópteros que iban y
venían dejando caer un volumen de agua francamente risible, comparado
con esa masa terrible de fuego.
Mientras tanto, en hangares secretos, al amparo de
los ojos inconvenientes y del polvo que daña los mecanismos, centenares
de aviones hechos para matar, descansan a la espera de una guerra nunca
llegará. Y más allá, inmensas moles de acero mantienen sus orugas y
cañones disponibles para los primero combates que nunca serán. A menos
claro, que sea en contra del pueblo, como ha sido tantas veces.
Estas tragedias confirman la necesidad de deshacerse
de los F 16, los Leopard, y de cuanto juguete de muerte exista y
destinar esas fortunas a mejorar las condiciones de vida de la gente.
Es hora de hacer un trueque de esas maquinarias de
muerte, por aviones que apaguen incendios y vehículos que salven seres
humanos.
El enemigo de la nación no es el país vecino. No son
los pueblos del otro lado de la cordillera. No son una amenaza para la
seguridad del país la existencia de otras gentes, con otros puntos de
vista y otros valores.
El enemigo de la gente es la pobreza en sus versiones
encubiertas y desembozada. Es el abandono, la segregación y el
desprecio. Es el efecto que hace sobre la gente el modelo económico que
campea en esas poblaciones y que de vez en cuando se disipa en forma de
humo.
El enemigo de la gente, la nuestra y de toda la
humanidad, es la existencia de millonarios más allá de toda razón,
lógica o entendimiento. Esos que no dudan en enriquecerse a costa de la
depredación de la naturaleza, hombres, mujeres y niños, incluidos.
El verdadero peligro para las personas humildes es la
casta de políticos, corruptos, ambiciosos, sucios, matreros, rábulas,
fuleros, mediocres, sumisos al poder; son los empresarios sin alma, los
presidentes, presidentas, generales, almirantes y gerentes cobardes,
mentirosos, cínicos. Todos miembros de la misma piara que pulula en los
palacios, los fortines y las mansiones.
Es cierto. Por ahí pasó la muerte tantas veces. Pero
ni por asomo la mano del Estado, de las instituciones, de las
autoridades obligadas a tomar medidas para prevenir sucesos luctuosos.
Esos pobreríos salen en las noticias no más cuando
les caen los remanentes de la política económica en sus versiones de
tragedias como estas, o cuando la delincuencia, hija predilecta de la
pobreza, llama la atención de los matinales y periodistas poca cosa.
Y, por cierto, cuando de vez en cuando la gente
entiende que sólo peleando se conquistan los derechos que el sistema les
quita en su eterno egoísmo, y se alza.
Y ya viene haciendo falta una gran rebelión de la
gente apaleada, despreciada, quemada, terremoteada. Es necesario un
momento en que se entienda que nada es eterno, cuando se adquiere la
convicción de hacer que las cosas cambien. Y que la fuerza reside en la
pelea de todos juntos.
De la presidenta para abajo, los funcionarios se
refieren a la fuerza y coraje del porteño y su capacidad para remontar
todas las tragedias que han sido.
Viene siendo la hora que el porteño y todo el resto
de los habitantes golpeados por lo que sea, utilice esos atributos que
se les cuelga para sobarles el lomo, para enojarse de una vez por todas y
llevar sus broncas acumuladas hasta donde reside el origen de sus
miedos, fracasos y pobrezas, y desplegar ahí, en donde están los que les
roban el voto y el alma, el cataclismo necesario que genera una rabia
bien dirigida, y ahora sean ellos a los que les toque la tragedia,
aunque sea por la terrible vía de dejar de ganar un poco menos de todo
lo que ganan.
Ricardo Candia Cares
El Clarín de