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    Renán Vega Cantor
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    Renán Vega Cantor    
 
    La
 guerra contra los libros pretende impedir que la gente piense, analice y
 reflexione sobre los problemas de su propia sociedad.
 
La
 guerra contra los libros pretende impedir que la gente piense, analice y
 reflexione sobre los problemas de su propia sociedad.
     
    
“[…] el fuego destruye todo, libros incluidos, pero nunca puede destruir los sentimientos, el saber y la Memoria”.
Mempo Giardinelli
Quemar libros en forma premeditada indica el grado de barbarie a que 
puede llegar una sociedad, como se evidenció en diferentes momentos del 
siglo XX, algunos de los cuales son evocados en este artículo. Es 
importante rememorar los pormenores de este crimen cultural ahora que se
 han cumplido 80 años de la masiva combustión de obras escritas en la 
Alemania nazi y 35 años de la quema de libros en Bucaramanga por parte 
de un furibundo inquisidor católico que ahora ocupa una alta posición en
 el Estado colombiano.
Alemania: bibliocausto nazi
El 30 de enero de 1933 Adolf Hitler fue proclamado como Canciller de 
Alemania y pronto se vieron las consecuencias “culturales” de esta 
designación. El 4 de febrero se dictó una ley para la Protección del 
Pueblo Alemán que restringió la libertad de prensa y precisó las normas 
que permitirían requisar el material impreso que fuera considerado como 
peligroso. El 5 de febrero fueron atacadas las sedes del partido 
comunista en varias ciudades de Alemania y se destruyeron sus 
bibliotecas. El 27 de ese mismo mes fue incendiado el Parlamento, El 
Reichstag y se quemaron todos sus archivos.
Uno de los principales lugartenientes de Hitler era Josef Góbbels, 
designado el 1 de abril de 1933 como ministro de Propaganda, quien se 
dio a la tarea de “purificar” la educación y la cultura alemana. Como 
parte de esa “limpieza cultural”, el 8 de abril dirigió un memorándum a 
las organizaciones estudiantiles de los nazis en donde remarcaba la 
urgencia de destruir los libros peligrosos, que se encontraran 
depositados en las bibliotecas. A finales de marzo se inició la quema de
 libros, lo cual prosiguió durante todo el mes de abril en algunos 
lugares del país, aunque estos hechos todavía eran algo aislados
El verdadero bibliocausto empezó el 5 de mayo, cuando en la ciudad de
 Colonia los estudiantes de la Universidad ocuparon la biblioteca y 
seleccionaron los libros de autores judíos y comunistas y luego los 
incendiaron. Esto anticipaba lo que vendría inmediatamente después, 
puesto que el día 10 de mayo se programó una multitudinaria reunión con 
el objetivo de efectuar una quema pública de libros. En la ciudad de 
Berlín, los estudiantes de la Universidad Wilhelm Von Humboldt 
recogieron unos 25 mil libros prohibidos y les prendieron fuego en la 
Plaza de la Opera, gritando consignas “contra la clase materialista y 
utilitaria” y “por una comunidad de Pueblo y una forma ideal de vida”. 
Joseph Goebbels en persona presidía el macabro evento y para darle 
relieve al acontecimiento pronunció un discurso en el que anunciaba los 
motivos de la “heroica acción” contra los libros. Sin rodeos sostuvo que
 “la época extremista del intelectualismo judío ha llegado a su fin y la
 revolución de Alemania ha abierto las puertas nuevamente para un modo 
de vida que permita llegar a la verdadera esencia del ser alemán”. 
Señaló que “durante los pasados catorce años Uds., estudiantes, 
sufrieron en silencio vergonzoso la humillación de la República de 
Noviembre, y sus bibliotecas fueron inundadas con la basura y la 
corrupción del asfalto literario de los judíos”. Según él, esa situación
 se tornó intolerante y por eso “la juventud alemana ha reestablecido 
ahora nuevas condiciones en nuestro sistema legal y ha devuelto la 
normalidad a nuestra vida [...] Uds. están haciendo lo correcto cuando 
Uds., a esta hora de medianoche, entregan a las llamas el espíritu 
diabólico del pasado [...] El anterior pasado perece en las llamas; los 
nuevos tiempos renacen de esas llamas que se queman en nuestros 
corazones [...]”i.
Se quería borrar el pasado y la memoria, para construir sobre sus 
ruinas el Tercer Reich, que se pretendía iba a durar mil años. Por ello,
 en la hoguera se encontraban las obras de grandes pensadores que habían
 enaltecido al arte, la ciencia, la política y el conocimiento. Allí 
ardieron libros de Carlos Marx, de Sigmund Freud, Heinrich Mann, Emil 
Ludwig, Eric Marie Remarque, Heinrich Heine, Bertolt Brecht, Stefan 
Zweig, Emilio Zola, H.G. Wells, de un total obras que correspondían a 
unos 5.500 autores de Alemania y otros países del mundo. Al unísono, en 
otras 22 ciudades de Alemania se quemaban libros y durante ese trágico 
mes de mayo millones de libros fueron devorados por el fuego, en medio 
de la celebración histérica de una juventud enceguecida por el odio 
sectario contra toda obra escrita que fuera considerada como judía, 
comunista o antialemana.
Heinrich Heine, un poeta decimonónico de Alemania, cuyas obras 
también fueron consumidas por el fuego nazi, había dicho en 1821 que 
allí “donde los libros son quemados, al final también son quemados los 
hombres”. Esta predicción resultó terriblemente cierta porque antes de 
que, literalmente, empezaran a ser asados los seres humanos, primero se 
fundieron los libros que fueron “el conejillo de indias” de los hornos 
crematorios que vendrían después. Primero se calcinaron los papeles en 
las hogueras públicas y luego los cuerpos de hombres y mujeres en los 
campos de concentración.
La “lección alemana” de Hitler, que tendría un gran alcance durante 
todo el siglo XX, se basaba en el presupuesto que la “purificación” de 
un país debería comenzar por la eliminación física de los productos 
culturales que se definían como inmorales y “corruptores” del espíritu 
de un pueblo. Algunos autores habían entendido claramente el impacto que
 traería el nazismo sobre los libros, tal y como lo anticipó el escritor
 Joseph Roth, quien desde antes del ascenso de Hitler había anunciado: 
"Van a quemar nuestros libros". Y en efecto sus obras también fueron 
destruidas y el autor se vio obligado a huir y exiliarse en París en 
donde moriría en 1939.
Chile, 1973: pinochetazo a los libros
La lección alemana de Hitler sería replicada en América Latina en la 
década de 1970 y el primer país donde se puso en práctica fue en Chile. 
Luego del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 contra el 
gobierno de Salvador Allende, la dictadura asesina de Augusto Pinochet 
aparte de masacrar, torturar y perseguir con saña a quienes habían 
apoyado a la Unidad Popular, inició un proyecto de “reconstrucción 
cultural”, que tenía como misión principal “extirpar” las ideas 
revolucionarias del alma de los chilenos, especialmente de los jóvenes. 
La dictadura se declaró antimarxista y persiguió todo lo que considerara
 relacionado con el marxismo, en donde se incluían libros, revistas y 
periódicos.
Desde un primer momento procedió a destruir las editoriales de 
izquierda, con lo cual eliminaba uno de los proyectos centrales del 
gobierno de Allende, que había fundado en 1971 la Editorial Quimantú 
(una palabra indígena que significa Sol del Saber). Esta empresa 
producía libros a bajo precio y durante sus dos años de existencia 
publicó 250 títulos, que en total sobrepasaron los diez millones de 
ejemplares, y llegó a editar 500 mil libros al mes. Fue un proyecto 
encaminado a llevar la literatura y el pensamiento a los más pobres de 
Chile, como lo recordaba años después Joaquín Gutiérrez, su director: 
“La gente andaba con sus libritos en la mano para leer en los buses. Era
 muy lindo el cariño que se despertó en los trabajadores por la cultura 
[...] Logramos cambiar socialmente el panorama del libro, porque hasta 
ese momento era privilegio de una elite”ii.
En el momento del golpe se encontraban en las bodegas de Quimantú 
miles de ejemplares y otros tantos estaban en proceso de elaboración. La
 jauría militar allanó la sede de la editorial y guillotinó las obras 
completas del Che Guevara, junto con miles de libros de muchos autores, y
 no solamente marxistas. Como para mostrar el sentido que tenía este 
crimen cultural, la televisión lo transmitió a todo Chile, con el 
sentido de aterrorizar a escritores, intelectuales, estudiantes y 
pensadores que fueran de izquierda y tuvieran alguna relación con el 
gobierno de la Unidad Popular. La destrucción de libros no fue un exceso
 de las primeras horas del cruento golpe de Estado, sino una acción 
planificada porque cuando fueron allanadas las sedes de los partidos de 
izquierda se prendió fuego a los materiales bibliográficos que allí se 
encontraban. Eso sucedió con las oficinas del Partido Socialista que 
fueron derrumbadas a cañonazos y quemados los impresos que allí se 
encontraban. A su vez, desde las ventanas del cuarto piso de la sede del
 MAPU, los militares lanzaban a la calle miles de libros.
La destrucción de libros prosiguió durante las primeras semanas del 
golpe. Por ejemplo, el 23 de septiembre fue ocupada la Remodelación San 
Borja, un conjunto habitacional que había sido construido hacia poco 
tiempo. El allanamiento duró 14 horas y durante ese tiempo se atizó una 
hoguera con libros y panfletos políticos. Allí se quemaron miles de 
libros de filosofía, política, sociología, historia, literatura, de 
autores de América Latina y del resto del mundo. Todo lo que se 
considerara como marxista o cercano terminaba en la hoguera.
El historiador uruguayo Carlos Rama, quien presenció en forma directa
 estos viles acontecimientos, relató que los allanamientos se repitieron
 miles de veces a lo largo de todo Chile: “Los soldados allanan las 
casas, examinan la documentación de sus habitantes y revisan por si 
tienen armas y libros. Si los tienen, y eso es normal en un país como 
Chile, toman todos los que digan en la tapa Marx o Lenin (aunque sea 
para refutarlos...), las revistas y diarios favorables al gobierno de 
Allende (aunque no sean marxistas) y todo cuanto se había impreso sobre 
el fascismo, y lo queman”.
En estas condiciones, el solo hecho de tener libros se convirtió en 
un delito a los ojos de los “cultos” militares que aniquilaban el tejido
 democrático de la sociedad chilena. Esto generó como mecanismo de 
sobrevivencia la autocensura, porque profesores, estudiantes, 
profesionales, empleados y obreros se vieron obligados a destruir sus 
propias bibliotecas, con lo cual se consumaba el genocidio bibliográfico
 que hizo retroceder a Chile en materia cultural varias décadas con 
respecto a los avances logrados durante la Unidad Popular, porque como 
lo decía el mencionado historiador: “El pequeño avance conseguido en los
 últimos tres años en materia de cultura de masas, libros populares, 
bibliotecas al alcance de los obreros y los jóvenes. Todo eso está 
perdido”.
Carlos Rama concluía su dolorosa crónica sobre la quema de libros en 
Chile afirmando que si hasta el golpe de Pinochet “no conocíamos el caso
 de la persecución a los libros y la quema de bibliotecas, era por la 
razón muy obvia que no teníamos muchos libros para destruir, y recién 
ahora comenzamos a tenerlos, y por tanto algunos a temerlos. ¿Estaremos 
condenados a otros cien años de barbarie analfabeta?”iii.
En Chile, por lo visto en los últimos 40 años de retroceso educativo,
 escaza producción literaria y poca reflexión intelectual crítica, se 
puede decir que se impuso esa barbarie analfabeta propia del capitalismo
 neoliberal, en realidad uno de los objetivos perseguidos por Pinochet, y
 sus secuaces militares y civiles.
Argentina 1976: golpe a los libros
La dictadura que se instauró en Argentina en marzo de 1976 alcanzó 
unos impresionantes niveles de brutalidad. No sólo masacró y desapareció
 a miles de jóvenes, sino que además emprendió una “reconstrucción 
cultural” de la nación. Como parte de dicho proyecto se prohibió la 
lectura de una amplia gama de autores, los que fueran considerados como 
subversivos, comunistas o peronistas. Los militares-inquisidores 
enseñaban a los padres la forma cómo debían vigilar lo que leían sus 
hijos, para detectar la infiltración marxista en las escuelas, como se 
registraba a comienzos de 1977 en un artículo con instrucciones precisas
 para captar dicha infiltración: "Lo primero que se puede detectar es la
 utilización de un determinado vocabulario, que aunque no parezca muy 
trascendente, tiene mucha importancia para realizar ese transbordo 
ideológico (sic) que nos preocupa. Aparecerán frecuentemente los 
vocablos: diálogo, burguesía, proletariado, América Latina, explotación,
 cambio de estructuras, compromiso, etc.”. También indicaba que la 
subversión educativa utilizaba “otro sistema sutil”, que consistía en 
“que los alumnos comenten en clase recortes políticos, sociales o 
religiosos, aparecidos en diarios y revistas, y que nada tienen que ver 
con la escuela”. De la misma forma, “el trabajo grupal que ha sustituido
 a la responsabilidad personal puede ser fácilmente utilizado para 
despersonalizar al chico. Estas son las tácticas utilizadas por los 
agentes izquierdistas para abordar la escuela y apuntalar desde la base 
su semillero de futuros combatientes". Por supuesto, al final del 
artículo se sugería a los padres que debían “vigilar, participar y 
presentar las quejas que estimen convenientes"iv.
Como parte del proceso de reconstrucción de la nación argentina en 
que se embarcó la junta militar no sólo se transformaron los programas 
educativos, sino que se censuraron autores y libros, catalogados como 
subversivos, y se procedió, como en Alemania y Chile, a quemar los 
libros y, cuando pudieron, a encarcelar, matar, exiliar o desaparecer a 
sus autores. El 29 de abril, un mes después del golpe, se quemaron los 
primeros libros en la ciudad de Córdoba, donde los militares hicieron 
una fogata con obras de Gabriel García Márquez, Eduardo Galeano, Julio 
Cortázar, Pablo Neruda, entre otros. Luciano Benjamín Menéndez, el 
milico que dirigía tan “valerosa” acción de armas, pretendía que no 
quedara nada “de estos libros, folletos, revistas […] para que con este 
material no se siga engañando a nuestros hijos”. Y en forma perentoria 
señaló: “De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación
 perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, 
serán destruidos los enemigos del alma argentina”v. Este siniestro 
personaje no decía nada original, porque simplemente reproducía lo mismo
 que habían afirmado Góbbels, Pinochet y otros inquisidores del siglo 
XX, a la hora de justificar la destrucción física de los libros.
Lo que decía este militar revelaba la magnitud del proyecto 
“intelectual” y “cultural” de los militares argentinos, dentro del cual 
había que incluir la destrucción de libros, un crimen cultural que se 
intensificó en los siguientes años. Así, el 27 de febrero de 1977 fueron
 echados al fuego unos 90 mil libros de la Editorial Universitaria de 
Buenos Aires (EUDEBA), uno de los más prestigiosos sellos de todo el 
continente y un objetivo apetecido por la dictadura y la extrema derecha
 de Argentina, debido a su rica y variada producción intelectual y 
académica. Antes del golpe de 1976, grupos de la extrema derecha ya 
habían procedido contra la editorial. El hecho más notorio se presentó 
en julio de 1974, cuando uno de estos grupos atracó a mano armada la 
imprenta donde se imprimían los libros de EUDEBA y al grito “¿dónde está
 El marxismo de Lefebvre?” procedió a prenderle fuego a una parte del 
material bibliográfico que allí se encontrabavi.
La quema más emblemática se efectuó el 26 de junio de 1980, cuando se
 lanzó a las llamas un millón y medio de libros del Centro Editor de 
América Latina, un sello fundado y dirigido por Boris Spivacow, un 
matemático hijo de emigrados rusos y que antes había sido gerente de 
EUDEBA. El escritor Mempo Giardenelli recuerda ese trágico hecho: “Día 
frío y gris, pero no llueve. La acción en Sarandí, partido de 
Avellaneda, provincia de Buenos Aires. […] entran y salen camiones 
cargados de libros. Son veinticuatro toneladas de libros. En silencio, 
suboficiales, soldados y policías vacían lentamente el depósito bajo las
 escrutadoras severas miradas de oficiales del Ejército Argentino, 
algunos muy jóvenes”. En el hecho estuvo presente el propio Spivacow, 
quien vio cómo, en pocas horas, el fuego deshizo su labor editorial de 
muchos años de esfuerzo y dedicación. De esta manera se quemaban “años 
de saber, de cultura, de investigaciones, de sueños y ficciones y 
poesías. Y se quemó una parte esencial de la Argentina más hermosa, 
incinerada por la Argentina más horrenda y criminal”vii.
Como tener cierto tipo de libros ya era considerado un delito, una de
 las consecuencias más perversas de la censura y de la quema de 
literatura por la dictadura consistió en que la gente se veía obligada a
 deshacerse de sus libros y documentos personales, en muchos casos 
también por medio del fuego. Algo similar hicieron los editores que 
empezaron a quemar por su propia voluntad volúmenes que figuraban como 
peligrosos en la lista roja de los militares, con lo cual se impuso la 
autocensura y la autodestrucción bibliográfica. Desaparecieron 
editoriales críticas, independientes y de tradición de izquierda, y 
otras fueron diezmadas o transformadas a la fuerza. Como otro efecto de 
larga duración, las personas dejaron de leer en el transporte público, 
porque los militares consideraban que esa era una conducta típica de los
 jóvenes subversivos.
Colombia, 1978: un cruzado medieval redivivo
En el mismo momento en que las tenebrosas dictaduras de Seguridad 
Nacional quemaban libros en Chile y Argentina, en Colombia acontecía un 
hecho similar en el año de 1978. El 13 de mayo en la ciudad de 
Bucaramanga fueron calcinados en plaza pública libros y revistas, que 
eran catalogados por los organizadores de la acción inquisitorial como 
un desagravio a la “siempre virgen María”. La fecha escogida no era 
casual, porque ese es el “día de la Virgen”, y quienes convocaban a la 
hoguera bibliográfica se presentaban a sí mismos como cruzados 
medievales que con las llamas, atizadas con los libros, iban a purificar
 los espíritus de la población bumanguesa
.
Para invitar al inquisitorial evento se difundieron volantes, que 
fueron pegados en sitios estratégicos de la ciudad, que portaban la 
firma de la Sociedad de San Pio X, entidad que estaba conectada con la 
tenebrosa Tradición, Familia y Propiedad. Uno de esos volantes decía en 
forma textual:
“La Sociedad de San Pio X y su órgano informativo EL LEGIONARIO 
INVITAN AL ACTO DE FE, en donde se quemaran revistas pornográficas y 
publicaciones corruptoras. Estos actos se realizaron el 13 de mayo, a 
las 8 de la noche en el parque de San Pio X, en desagravio a Nuestra 
Señora, la siempre VIRGEN MARIA, madre de Dios y madre nuestra. NOTA: 
Lleve Ud. periódicos, revistas o libros pornográficos para quemar”viii.
La noche indicada se reunieron unos cuantos fanáticos católicos que 
procedieron a incinerar libros de Carlos Marx, René Descartes, Friedrich
 Nietzsche, Víctor Hugo, Marcel Proust, José María Vargas-Villa, Thomas 
Mann, de Gabriel García Márquez, algunas revistas de educación sexual y 
una biblia protestante.
A diferencia de los casos antes mencionados en este artículo, lo de 
Bucaramanga no era un acto oficial, promovido por el Estado, sino un 
evento organizado por particulares. El asunto hubiera sido una anécdota 
trágica, que devela el sectarismo de ciertos sectores de la extrema 
derecha, si no es porque uno de los individuos que carbonizó libros con 
su propia mano en aquel sábado de mayo de 1978 se desempeña en la 
actualidad como Procurador General de la Nación. Ese personaje participó
 en ese crimen cultural, que estuvo acompañado del robo de textos de la 
biblioteca pública Gabriel Turbay. En una foto publicada en Vanguardia 
Liberal de Bucaramanga se observa, en primer plano, al citado individuo 
con un megáfono y tirando papeles a una hoguera.
A partir de este hecho, típico de la inquisición medieval, no 
sorprende que hoy la Procuraduría General de la Nación persiga y censure
 a todos aquellos que piensan distinto o disientan con las concepciones 
clericales del jefe del Ministerio Público. No es extraño que desde allí
 se respire el tenebroso aire confesional que tanto daño le ha hecho a 
este país y que fue el pan cotidiano de los colombianos durante la larga
 hegemonía conservadora (1886-1930) y durante los gobiernos de Laureano 
Gómez y Gustavo Rojas Pinilla (1950-1957) y que en estos momentos esté 
en marcha una campaña oficial contra las relaciones homosexuales y al 
aborto, al tiempo que se exonera, aplaude y premia a reconocidos 
criminales, algunos de los cuales han ocupado altos cargos burocráticos 
en el Parlamento y en otras instancias administrativas.
Que un individuo gris y mediocre haya pasado de quemar libros a 
ocupar uno de los más altos cargos del Estado indica en gran medida cómo
 es la Colombia actual, en la que no se necesita ninguna preparación 
intelectual, sino simplemente ser un inquisidor o un censor, con el 
mismo nivel de brutalidad y cinismo que caracteriza a los grandes medios
 de comunicación y que a diario someten al linchamiento público a todo 
aquel que no comulga con el orden establecido y/o piensa distinto. Esto 
es muy costoso en un país en guerra, como lo estamos, porque no sobra 
recordar que destruir libros genera pánico, ya que es un acto encaminado
 a intimidar y confundir a la gente. Por esta razón, quienes destruyen 
los libros saben el impacto que produce su miserable acción, porque cómo
 lo dice el venezolano Fernando Báez: “Los biblioclastas saben que, sin 
la destrucción de los libros y documentos, la guerra está incompleta, 
porque no basta con la muerte física del adversario. También hay que 
desmoralizarlo. Sin destruir los libros no se termina de ganar la 
guerra. Y una táctica frecuente consiste en suprimir los principales 
elementos de identidad cultural, que suelen ser los que más valor 
proporcionan para asumir la resistencia o la defensa”ix.
En conclusión, la guerra contra los libros forma parte de un proyecto
 retrogrado que pretende impedir que la gente piense, analice y 
reflexione sobre los problemas de su propia sociedad y del mundo, algo 
en lo cual la palabra escrita es fundamental. Ese ataque aleve a las 
obras escritas pretende también borrar la memoria de los pueblos y 
aniquilar sus experiencias de lucha, porque como lo decía el periodista 
argentino Rodolfo Walsh: "Nuestras clases dominantes han procurado 
siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no 
tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de 
las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones
 se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños 
son los dueños de todas las otras cosas". Además, la quema de libros es 
un intento por silenciar a aquellos autores incomodos, mediante el 
escarnio público, con la pretensión vana de que así se bloquea la 
circulación de las ideas “peligrosas” y se evita la “contaminación” de 
una sociedad, como lo ha hecho el atrabiliario personaje que hoy ocupa 
la Procuraduría General de la Nación en Colombia. Ojala que la revista 
en la que publicamos este artículo, no sea el próximo blanco de los 
Torquemadas criollos y no se le someta a la ardiente crítica de una 
crepitante hoguera alimentada de papel impreso, y atizada por el fuego 
del odio y la intolerancia de los cruzados medievales que nos acechan a 
diario.
(*) Artículo publicado en papel en la Revista Cepa No. 17 que empieza a circular en Colombia.
Notas:
i . Citado en Fernando Báez, El bibliocausto nazi, en 
http://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero22/biblioca.html
ii . Joaquín Gutiérrez: "Hicimos la revolución del libro"». La Tercera, diciembre 28 de 1999, disponible en 
http://www.meliwaren.cl/articulo.php?id_articulo=88.
iii . Carlos Rama, La quema de libros en Chile, febrero de 1974, disponible en 
http://www.magicasruinas.com.ar/revistero/aquello/revaquello071.htm
iv . 
http://cronicasdelahistoria.blogspot.com/2007/10/vigilar-participar-denunciar.html
v . La Opinión, 30 de abril de 1976, citado en Día de la Vergüenza del libro argentino en la Casa por la Memoria, en 
http://comisionporlamemoria.chaco.gov.ar/sitio/?p=1122
vi . Marcelo Mazzarino, La hoguera del miedo, en 
http://www.voltairenet.org/article136818.html
vii . Mempo Giardinelli, “24 toneladas de fuego y memoria”, Pagina 12, junio 26 del 2013.
viii . Citado en “El triste aniversario de la quema de libros”, en 
http://www.semana.com/nacion/articulo/el-triste-aniversario-quema-libros/342756-3
ix . Fernando Báez, “Sin destruir los libros no se gana la guerra”, en La Nación, abril 10 de 2005.
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