lunes, 3 de marzo de 2014
Un artículo de Thierry Meyssan
Durante los Juegos de
Sochi, Rusia no reaccionó ante los acontecimientos ucranianos. Mientras
se producían los graves desórdenes registrados en Kiev y en otras
capitales de provincias ucranianas, la prensa rusa siguió dedicando sus
titulares a las hazañas de sus deportistas. El Kremlin consideraba, en
efecto, que en cualquier momento los enemigos de Rusia podían tratar aún
de convertir la fiesta deportiva en un baño de sangre.
Tal y como estaba
previsto, para el momento de la clausura de los Juegos, el poder ya
había cambiado de manos en Kiev. Ampliamente desinformada, la opinión
pública occidental tuvo la impresión de que se había producido una
revolución proeuropea.
Sin embargo, la
divulgación de una conversación telefónica entre la secretaria de Estado
adjunta, Victoria Nuland, y el embajador de Estados Unidos en Kiev,
Geoffrey R. Pyatt, no deja lugar a dudas sobre la existencia del complot
estadounidense. A golpe de imágenes falsas, un gobierno de corruptos
fue presentado a la opinión como una banda de torturadores rusófilos.
Como en todas las demás «revoluciones de colores», misteriosos
francotiradores posicionados en los techos dispararon contra la multitud
y también contra la policía, y se responsabilizó al gobierno con esos
hechos.
En medio de la
confusión, la opinión pública occidental tuvo la impresión de que «el
pueblo» se había apoderado de los palacios nacionales. La realidad es
que, mientras los activistas –en su mayoría nazis– se batían en la plaza
Maidan bajo los lentes de las cámaras de televisión, en otros lugares
de la ciudad eran los politiqueros quienes penetraban discretamente en
los palacios nacionales. Por ese lado, los europeos pueden dormir
tranquilos: no fueron los nazis quienes se instalaron en el poder.
Los nazis ucranianos
nada tienen que ver con la extrema derecha que se conoce en Europa
occidental, por lo general abiertamente sionista (con excepción del
Frente Nacional francés). Durante la guerra fría, los nazis ucranianos
fueron incorporados a las redes stay-behind de la OTAN para sabotear la
economía soviética. Posteriormente, Polonia y Lituania se encargaron de
arroparlos. Durante los pasados 3 meses de manifestaciones se les
unieron islamistas tártaros especialmente traídos de regreso desde
Siria, donde estaban en plena yihad. Habitantes históricos de Crimea, a
los que Stalin decidió dispersar por haberse unido a los nazis durante
la Segunda Guerra Mundial, los tártaros viven hoy principalmente en
Ucrania y Turquía. En la plaza Maidan demostraron la pericia adquirida
en Siria: mutilando policías y sacándoles los ojos.
La revolución de la
plaza Maidan sirve para enmascarar un golpe de Estado extremadamente
clásico. En presencia de «diplomáticos» estadounidenses, la Rada
[parlamento ucraniano] violó la Constitución abrogándola sin referéndum.
Destituyó, sin debate ni proceso, al presidente en ejercicio y puso los
poderes legislativos y ejecutivos en manos del ex jefe de los servicios
secretos, Alexander Turchinov.
Este nuevo dictador
designó como primer ministro a Arseni Yatseniuk, lo cual coincide –¡Oh
casualidad!– con los cálculos expresados desde mucho antes –en la
conversación telefónica anteriormente mencionada– por la secretaria de
Estado adjunta Victoria Nuland. El nuevo primer ministro conformó un
gabinete que fue presentado a los manifestantes en la plaza Maidan.
Estos últimos, ahora mucho más numerosos y en una proporción en la que
los nazis ya vienen siendo sólo una tercera parte, abuchearon a varios
de miembros del nuevo gabinete porque son judíos.
En Crimea, donde está
basada la flota rusa del Mar Negro y la mayoría de la población es rusa,
el parlamento regional, también presa de una «inspiración
revolucionaria», derrocó el gobierno local (fiel a Kiev) y nombró uno
nuevo (pro-ruso). Simultáneamente, hombres uniformados, pero sin bandera
ni insignias, tomaron el control de los edificios oficiales y del
aeropuerto, impidiendo así la posible llegada de fuerzas enviadas por el
nuevo gobierno de Kiev.
En Kiev, la Rada
denunciaba un acto de injerencia rusa y llamaba a que se respete el
Memorándum de Budapest. En 1994, Estados Unidos, el Reino Unido y Rusia
firmaron un acuerdo sobre el congelamiento de las fronteras de Ucrania a
cambio de su renuncia al arma nuclear [9]. Para Moscú, sin embargo, ese
acuerdo perdió toda vigencia desde que fue violado por Washington y
Londres en el momento de la «revolución naranja» de 2004 y, con más
razón aún, con el golpe de Estado de la semana pasada.
¿Qué va a pasar ahora?
El 25 de mayo tendrá lugar la elección del Parlamento Europeo y Kiev
organiza una elección presidencial mientras que Crimea realizará un
referéndum de autodeterminación. Cuando Crimea sea independiente podrá
optar por reintegrarse a la Federación Rusa, de la que formó parte hasta
1954.
Por su parte, la Unión
Europea tendrá que ver cómo se las arregla para responder a las
esperanzas que tanto se esforzó por suscitar en Ucrania, y tendrá por lo
tanto que pagar –no se sabe con qué fondos– al menos una parte de los
35 000 millones de deuda ucraniana. Por su parte, los nazis de la plaza
Maidan no regresarán a la clandestinidad sino que van a exigir formar
parte del gobierno.
Pero la historia no
parará ahí porque todavía quedarán por resolver, para el Kremlin, los
problemas de la parte oriental de Ucrania –con una numerosa población
rusa y una importante industria de defensa– y también de Transnitria (la
antigua Besarabia, que sirvió en el pasado de centro de investigación
para la cohetería soviética). Este pequeño país, de población rusa, que
no aparece en los mapas porque no es miembro de la ONU–, proclamó su
independencia en el momento de la disolución de la URSS pero aún está
considerado como parte de Moldavia. Resistió valientemente a la guerra
que contra él desataron en 1992 Moldavia, la fuerza aérea rumana y los
consejeros de la OTAN . Logró conservar el modelo social soviético,
adoptando a la vez instituciones democráticas, y hoy en día una «fuerza
de paz» rusa garantiza su seguridad. Como mínimo, una veintena de
kilómetros cuadrados de territorio ucraniano podrían sublevarse y unirse
a Transnitria, ofreciéndole así una salida al Mar Negro, pero Ucrania
se vería entonces separada de su apéndice occidental. En el mejor de los
casos, para unir territorialmente la península de Crimea con el
territorio de Transnitria habría que tomar varios cientos de kilómetros
de costa, incluyendo la ciudad de Odesa.
Por lo tanto,
continuarán los desórdenes en Ucrania. Con la diferencia de que Estados
Unidos y la Unión Europea se verán ahora en la situación del «cazador
cazado» y será su turno de enfrentar el caos. Además de la pesada carga
financiera, ¿cómo van a arreglárselas para controlar a sus victoriosos
aliados nazis y yihadistas? La demostración de fuerza orquestada por
Washington se halla ahora a punto de convertirse en un fiasco.