Escrito por
Eugene Robinson · Jonathan Capehart · Vincent Warren / Sin
El caso de Eric Garner: un resultado repugnante.
Eugene Robinson
“No puedo respirar”.
Esas fueron las últimas palabras de Eric Garner, y hoy me las aplico
yo. La decisión de un gran jurado de no imputar al agente de policía que
le mató me dejan sin aliento.
En la deprimente serie de telerrealidad que debería titularse “No es
país para hombres negros”, este nauseabundo giro de la trama ha
resultado escandaloso hasta lo increíble. Debería haber habido, a mi
parecer, imputación en el caso de Ferguson, pero al menos los hechos que
llevaron a la muerte violenta de Michael Brown suscitaban dudas. El
homicidio de Garner se grabó en video. Vimos cómo se ahogaba, le oímos
implorar sufriendo, contemplamos cómo no se hacía ningún intento de
reanimarlo y se le escapaba la vida.
Esta vez había millones, literalmente, de testigos oculares. Que
alguien me diga, solo sea en teoría, ¿cuántos hacen falta? ¿Hay alguna
cifra que sea suficiente? ¿O no es más que una broma cruel todo esto de
“igual justicia ante la Ley”?
A los hombres afroamericanos se les está enseñando una lección acerca
de cómo esta sociedad valora, o devalúa, nuestras vidas. Siempre he
dicho que la noción de que el racismo es una cosa del pasado era
absurda, y que quienes abrazaban el mito “post-racial” eran o bien
ingenuos o insinceros. Ahora vemos, trágicamente, por qué.
Garner era un afroamericano de 43 años. El 17 de julio cometió el
atroz crimen de vender cigarrillos sueltos en la calle. Un grupo de
agentes de la policía neoyorquina se le acercó y le rodeó. Tal como se
ve en la grabación de teléfono de móvil de un espectador, a Garner le
desconcertó que pareciera que los agentes se lo llevaban arrestado por
una falta tan nimia. Era un tipo grandón, pero en ningún momento golpeó a
los agentes ni se mostró irrespetuoso.
Pero no había adoptado una postura sumisa todo lo aprisa que los
polis querían. El agente Daniel Pantaleo le hizo una llave de
ahogamiento, oprimiéndole la tráquea, maniobra que el Departamento de
Policía de Nueva York prohibió hace ya dos décadas. Garner se quejó
repetidas veces de que tenía dificultades para respirar. Los agentes lo
derribaron sobre la acera, donde murió. Se llamó a un equipo médico de
emergencia, pero los agentes no hicieron ningún intento inmediato de
reanimarlo.
El forense determinó que la muerte de Garner fue homicidio. Sufría de
asma y la llave de estrangulamiento del agente Pantaleo le mató.
El fiscal de Staten Island presentó a un gran jurado pruebas en
contra de Pantaleo; a los demás agentes implicados en el incidente se
les otorgó inmunidad a cambio de su testimonio. El miércoles se anunció
que el gran jurado había desestimado imputar a Pantaleo por cualquier
cargo.
Esta parodia — no hay otra palabra para ello — llegó solo nueve días
después de que un gran jurado del condado de San Luis denegara la
imputación del agente Darren Wilson por la muerte de Brown. Los
manifestantes se echaron a la calle en Manhattan. ¿Qué otra cosa se
podia hacer más que protestar? Dejemos las pancartas que dicen “Manos
arriba, no disparen”. Saquemos las que rezan “No puedo respirar”.
Hay en esto dos cuestiones importantes. Una se refiere a las
excesivas autorizaciones que otorgamos a la policía: permiso, en lo
esencial, para hacer lo que quiera con el fin de garantizar calles
seguras. Está claro que el péndulo ha ido demasiado lejos del lado de la
Ley-y-orden y a expensas de la libertad y la justicia.
Como he escrito en otro artículo, estamos tan habituados a tiroteos
mortales causados por agentes de policía que ya no hacemos siquiera un
esfuerzo serio por contarlos; el caso de Michael Brown ilustra esta
insensibilidad ante el uso de una fuerza mortífera. La muerte de Garner
forma parte de una tendencia distinta: la teoría de las “ventanas rotas”
en la vigilancia policial, que sostiene que aplicar mano dura a
perjuicios menores — como vender cigarrillos sueltos — resulta clave a
la hora de reducir delitos graves.
Se supone que los agentes de policía, cuyo valerosa labor honro y
respeto, están para server a la comunidad, no para dominarla.
La otra gran cuestión, incuestionablemente, es la raza. El mayor daño
de los casos de Brown y Garner es que los grandes jurados analizaron
las pruebas y decidieron que no había causa probable — un baremo muy
bajo — como para creer que los agentes hicieran nada incorrecto. Me
parece imposible creer que este sería el resultado si las víctimas
hubieran sido blancas.
Garner ni siquiera entraba en la categoría de “joven varón negro”,
que define a los ciudadanos más temidos y aborrecidos del país. Era un
hombre obeso, de edad mediana, asmático. Ahora nos dicen que el hombre
que le mató no hizo nada incorrecto.
Eric Garner se dedicaba a una actividad que no justificaba más que un
apercibimiento para que circulara. Pero reconozco que cometió también
un delito capital: era del color equivocado.
Eugene Robinson (1955) es
comentarista político de televisión y periodista desde 1980 del diario
norteamericano The Washington Post, en el que desde 2005 escribe una
columna de opinión por la que ganó el Premio Pulitzer en 2008 cubriendo
la campaña presidencial. Afroamericano nacido en Carolina del Sur, entre
sus libros se cuenta Coal to Cream: A Black Man’s Journey Beyond Color
to an Affirmation of Race [De carbón a crema: el viaje de un hombre
negro más allá del color hacia la afirmación de la raza]
(1999) Disintegration: The Splintering of Black
America [Desintegración: el astillamiento de la Norteamérica negra]
(2010) y un volumen sobre Cuba Last Dance in Havana: The Final Days of
Fidel and the Start of the New Cuban Revolution [Último baile en La
Habana: los últimos días de Fidel y el inicio de la nueva revolución
cubana] (2004).
The Washington Post, 3 de diciembre de 2014
No hay justicia para Eric Garner si no hay imputación
Jonathan Capehart
Un productor acaba de preguntarme qué “dice acerca del estado de la
justicia respecto a los negros en Norteamérica” la decisión de no
imputar al agente de policía de Nueva York por la muerte de Eric Garner
causada por una llave de ahogamiento. Les diré lo que le comenté.
Aparentemente, no hay justicia porque eso implicaría un juicio con
jurado. La decisión de no imputar impide incluso eso.
El agente Daniel Pantoleo violó la política del departamento de
policía al recurrir a una llave de ahogamiento con Garner, que estaba
siendo detenido por vender cigarrillos sueltos. El encuentro se grabó
completo en vídeo. Una espeluznante escena en la que se puede oír a un
Garner desarmado decir una y otra vez “No puedo respirar”. El médico
forense declaró que la llave de estrangulamiento contribuyó a la muerte
de Garner, que se consideró como homicidio. Pese a ello, un gran jurado
optó por no imputar a Pantoleo.
Pues bien, retengamos una cosa. Un procedimiento de gran jurado no es
un juicio con jurado. No hay interrogatorios ni se determinan hechos.
Una imputación a cargo de un gran jurado permite simplemente que la
acusación lleve a juicio a alguien sospechoso de un delito. En un juicio
con jurado, en el que el procedimiento probatorio es más elevado, en el
que la naturaleza antagonista de la defensa y la acusación se
desarrolla ante un jurado y con interrogatorios prolongados y brutales,
es donde se imparte justicia. A los presuntos sospechosos se les
considera sujetos a responsabilidad en un tribunal penal por un jurado
de iguales con un veredicto de inocencia o culpabilidad. Pudiera ser que
a los norteamericanos no les gustase el veredicto, pero confían en esta
parte del sistema. El juicio con jurado apuntala su fe en el sistema de
justicia penal en su conjunto. La decisión del gran jurado de no
proceder a imputación en el caso de la muerte de Garner socava
gravemente esa fe.
Lo que pasó hoy demuestra que no puede haber justicia para Garner, o
para cualquier otro, sobre todo si es afroamericano, que pueda
encontrarse en trágicas circunstancias semejantes.
Jonathan T. Capehart (1967) es un
conocido periodista afroamericano de prensa escrita y televisión (en la
MSNBC), columnista desde 2007 del diario The Washington Post.
Anteriormente trabajó para la NBC en su progama The Today Show, para la
agencia Bloomberg News y el diario New York Daily News.
The Washington Post, 3 de diciembre 2014
El verdadero problema de Ferguson, Nueva York y toda Norteamérica es el racismo institucional
Vincent Warren
Tras la estela de protestas que siguieron a la negativa a imputar
a Darren Wilson por el asesinato de Michael Brown, el presidente Obama
se reunió el lunes con dirigentes de derechos civiles y, separadamente,
con un grupo de jóvenes líderes activistas y declaró que la tarea
inmediata consiste en iniciar un “diálogo sostenido” que
encare la “hirviente desconfianza que existe entre demasiados
departamentos de policía y demasiadas comunidades de color”.
Dos días después, un gran jurado de la ciudad de Nueva York rechazó
imputar al policía blanco cuya llave de estrangulamiento mató a Eric
Garner mientras los transeúntes grababan el incidente. “No vamos a cejar
hasta que veamos un fortalecimiento de la confianza y un refuerzo de la
transparencia”, declaró el miércoles [3 de diciembre] el presidente
Obama.
Los varones negros no mueren a manos de policías (principalmente)
blancos – ni quedan estos agentes excusados de responsabilidad legal –
debido a una desconfianza mutua entre la gente de tez negra y morena y
las fuerzas del orden. Sugerir esto confunde, sencilla, y acaso
deliberadamente, el síntoma con la enfermedad.
La confianza, o la falta de ésta, se basa en la experiencia vivida, y
son las acciones de los cuerpos policiales en las comunidades de color
las que han erosionado la confianza de los norteamericanos negros y
morenos. Presentar la situación como desconfianza mutua no sólo
obscurece las causas específicas de esa desconfianza: da a entender que
todo el mundo es igualmente responsable del problema. La apelación
al “diálogo” como solución refuerza entonces esta idea de que los
legítimos problemas con las fuerzas del orden enunciados por comunidades
de las minorías no son en realidad más que un gran malentendido.
Nuestros dirigentes políticos no deberían empezar por ofrecer
soluciones a un problema, si no pueden siquiera darle nombre: el racismo
institucional, sistémico existe entre las fuerzas de seguridad
policiales a lo largo y ancho de este país.
“El poder no concede nada sin que se lo exijas”, declaró, según es
fama, Frederick Douglass. “Los que manifiestan estar a favor de la
libertad y desprecian, sin embargo, la agitación, son hombres
que quieren cosechar sin haber arado el terreno".
Desde los fiscales y grandes jurados de Ferguson y Staten Island
[Nueva York] a las salas del Congreso – donde ideas para la reforma como
la ley para acabar con la evaluación por perfil racial [End Racial
Profiling Act] o la ley para detener la militarización de las fuerzas
del orden han acabado en dique seco – a miles de lugares entremedias,
nuestras instituciones gubernamentales se han mostrado en buena medida
indiferentes a las exigencias de verdaderas reformas estructurales. De
modo semejante a las protestas prodemocráticas de Hong Kong, las
protestas de base en Misuri y New York, así como a lo largo y ancho del
país – entre ellas los cientos de acciones de desobediencia civil, los
paros y el bloqueo de puentes y carreteras – son los motores del cambio,
y los organizadores comunitarios y de base son los que proporcionan las
soluciones concretas al problema.
“Como jóvenes de color que se ven a menudo criminalizados simplemente
por existir", explicó Philip Agnew, director ejecutivo de Defensores
del Sueño (Dream Defenders), “los expertos en cómo tratan las fuerzas
del orden a nuestras respectivas comunidades somos nosotros. Hemos
aceptado la invitación del presidente para poder presentar nuestro
conocimiento experimentado y los cambios de política que se necesitan”.
Ferguson Action, una coalición nacional cada vez más nutrida de
grupos de activistas de las comunidades afectadas, dispone ya de una
propuesta nacional repleta de las reformas que se precisan, que incluya:
un análisis federal totalizador de los abusos policiales a cargo del
Departamento de Justicia; desarrollo de criterios para determinar el uso
de la fuerza y recomendaciones de formación; recurso a fondos del
Departamento de Justicia para apoyar y aplicar mecanismos de vigilancia
comunitaria; retirada de fondos a aquellos departamentos implicados en
prácticas discriminatorias y desmilitarización de los departamentos de
policía municipal.
Necesitamos también una base de datos pública y nacional de las
muertes a manos de la policía. Los datos constituyen una potente
herramienta, pero son útiles solamente si se conocen, se documentan y
están a disposición pública. Cuando el Centro de Derechos
Constitucionales llegó a un acuerdo en el caso que presentamos contra la
ciudad de Nueva York por la política de detención y cacheo tras el
asesinato de Amadou Diallo, se exigió al Departamento de Policía de
Nueva York que en adelante recogiera y nos proporcionara información
sobre las detenciones que realizaba.
La década de datos resultante mostró de modo concluyente los que los
neoyorquinos negros y morenos saben ya por experiencia: los agentes
detienen en número desproporcionado a gente de color y los paran sin
motivo y con mayor uso de la fuerza. Los datos nos permitieron presentar
una segunda demanda contra el programa de detención y cacheo, y un juez
federal decretó que violaba la decimocuarta y la cuarta enmienda de la
Constitución de los EE.UU. y la Ley de Derechos Civiles. El juez ordenó
también un amplio conjunto de medidas, entre ellas un programa piloto
para para probar el uso de cámaras incorporadas a los agentes (que es
una de las reformas sugeridas por el presidente tras lo ocurrido en
Ferguson).
Ese deseo de más datos y pruebas presuntamente indiscutibles – así
como la esperanza de que los registros visuales puedan suponer un freno a
la violencia y acoso policiales – ha conducido a muchas peticiones para
que en todo el país los agentes incorporen cámaras a su equipo. Los
estudios sugieren que se produce un descenso espectacular en los casos
de abusos cuando los agentes llevan adosadas cámaras.
Pero no basta con prender una cámara en la solapa de todo policía. En
primer lugar, hemos de responder algunas preguntas importantes; ¿Quién
tendrá acceso a los datos? ¿Cuándo? ¿Cómo se pueden utilizar, y por
parte de quién? ¿Dónde se almacenan, durante cuánto tiempo? Las
comunidades necesitan tener la seguridad de que utilizamos la capacidad
técnica para reunir datos destinados a la responsabilidad y
transparencia, no como nueva forma de violar la intimidad y las
libertades civiles.
Por último, las comunidades afectadas – y los jóvenes de color, en
particular – deben estar en el centro de este proceso de idear
soluciones de reforma. El corazón de la reforma encargada después de que
ganáramos el caso de "detener y cachear" es un proceso correctivo
conjunto que reúne a miembros de la comunidad y otras partes para
discutir las verdaderas reformas en su ejecución y transparencia.
Un modelo semejante fue el que se empleó en Cincinatti hace cosa de
una década, después de que a ciudad se viera sacudida por un aluvión de
demandas por muertes arbitrarias, el toque de queda en toda la ciudad,
un boicot, una investigación del Departamento de Justicia y el verano
más violento de su historia urbana reciente. Reunir a todos estos grupos
en torno a una mesa tuvo como resultado el descenso de detenciones
racialmente discriminatorias y del número de quejas ciudadanas y una
percepción mayor por parte de los habitantes negros de la justicia y
profesionalismo del departamento de policía de Cincinatti.
Los procesos de reforma radicados en comunidades en Cincinatti y
ahora iniciados en Nueva York son los modelos a seguir. Pero hemos de
reconocer que necesitamos bastante más que diálogo, y ahora mismo, las
protestas están ejerciendo la presión que hará posible reformas reales.
Las protestas son la vía a la reforma.
Vincent Warren es director ejecutivo
del Centro de Derechos Constitucionales (Center for Constitutional
Rights) norteamericano, una organización no gubernamental fundada en
1966 por abogados que luchaban por los derechos civiles en el sur de los
Estados Unidos. El CCR se dedica a la promoción de los valores de la
Constitución norteamericana y la Declaración Universal de Derechos
Humanos y al uso del Derecho como fuerza positiva para el cambio social.