01.12.2013.
Un artículo de Rafael Cid.
Ahora que ya hemos rebasado el ecuador
dictadura-democracia (franquismo-juancarlismo), dejando atrás 36 años de
democracia orgánica (1939-1975) y cumplidos otros 38 de democracia
representativa (1975-2013), parece aconsejable encarar uno de los
problemas más peliagudos de esta nueva etapa...
... uno de esos “puntos ciegos” que nos condiciona
hasta el punto de que cambie lo que cambie a la postre todo sigue igual.
Hablamos de la cultura política unidimensional y de los gobiernos
anfibios. Y es que todo lo que se salga de la necesaria, indispensable y
fundamental lucha contra la derecha es considerado poco menos que
blasfemia. La crítica a la izquierda, y no digamos la autocrítica dentro
de la izquierda, es prácticamente inexistente y si se ejerce corre el
riesgo de ser considerada nociva y disolvente, cuando no lisa y
llanamente reo de “hacer el juego a la derecha”.
De ahí que a la hora de adentrarse en esas
valoraciones irreverentes, se haya que ir con pies de plomo, recurriendo
a subterfugios parea intentar soslayar prejuicios y aminorar
perjuicios. Lo más socorrido es hablar de la “sedicente izquierda” para
tratar de diferenciar en el ánimo del lector a la “izquierda mala” de la
“izquierda buena”, o referirse a las “cúpulas” políticas y sindicales a
fin de hacer una clara distinción entre la dirección y las bases. Craso
error, al final todos más o menos se sienten agraviados y ofendidos, y
el insolente que se adentró en esos cortijos termina siendo expulsado
del paraíso terrenal de una gauche que, divina o terral, siempre tiene de su lado el beneficio angelical.
Da igual que se recurra a la cuenta de la vieja y se
diga que son los hechos y no las palabras, o los programas diseñados
para incumplirlos, lo que cuenta en democracia. Existe un principio
inalterable, un axioma, que, a semejanza de las siete llaves sobre el
sepulcro del Cid, impide que entre en los amplios salones de la
izquierda nominal alguien no sepa ditirambos. Y cuando en un ejercicio
de didactismo voluntarioso se lleva el asunto al terreno de las cifras,
el resultado es parecido. Si de esos 38 años de gobierno representativo,
más menos, que arrancan desde la muerte de Franco en 1975, nos salen 5
años de predominio de UCD, 11 del PP y 22 del PSOE, no es una locura
afirmar que todo lo bueno y todo lo malo hecho aquí desde entonces
tendrá que repartirse en partes alícuotas entre UCD-PP y PSOE.
Pero no. Los años y los cómputos, los trabajos y los
días, no se calibran igual cuando se trata de la derecha que cuando
afectan a la izquierda. Existe un intercambio desigual de
responsabilidades. Aunque los problemas persistan e incluso se agraven
estén derecha o izquierda en el gobierno, caso del austericido de la
crisis decretado por PP-PSOE. Pocos quieren ver que si tenemos una de
las tasas de paro más altas del mundo; porcentajes de exclusión social y
de pobreza nunca vistos; un nivel de deuda pública que casi supera al
PIB y que por mor de la reforma del artículo 135 de la Constitución
perpetrada al alimón por PSOE-PP nos hará esclavos de nuestros
prestamistas por generaciones; el mayor número de presos por habitante
de Europa con el menor ratio de delitos y al mismo tiempo ofrecemos al
mundo el mayor contingente anual de supermillonarios, estamos
certificando un fenomenal fracaso colectivo del que no se salva nadie,
ni rojos ni colorados. Porque hemos ido del consenso que preñó la
transición al modelo de gobiernos anfibios que ha caracterizado la
democracia, un troquel de sociedad statu quo, donde gobierne quien
gobierne nunca cambia nada en profundidad.
Habrá que preguntarse, a estas alturas del ciclo,
hartos de estar hartos, si ese candado con que la tradición de devotio
ibérica protege a la izquierda de la crítica tiene algo que ver con el
problema de una forma de hacer política que se parece mucho al ejercicio
en bicicleta estática: el esfuerzo existe, y el desgaste, pero no se
avanza y además si dejamos de pedalear nos caemos. Aunque las
comparaciones siempre son caricaturas, aparte de odiosas, a nadie se le
ocurriría pensar que cuando se crítica a, pongamos el Banco de Santander
o Telefónica, se está echando pestes de sus trabajadores, incluso de
sus accionistas o preferentistas. Y sin embargo, una crítica argumentada
al PSOE, IU, UGT o CCOO, aunque lleve delante el consabido preservativo
de “las cúpulas”, casi siempre es percibida como una ofensa a los
afiliados, simpatizantes o todas las sensibilidades de la izquierda.
Semejante reacción, mayoritaria hoy en la militancia y entre sus
intelectuales orgánicos, parece un reflejo cultural del mercantilismo.
Una crítica a la marca tal solo puede ser debida a la mano negra de la
competencia, una conspiración del adversario, y en el caso de la “marca
izquierda”, venir teledirigida desde la cerril y cavernícola derecha.
Ladran, luego cabalgamos. Quienes se oponen a la “marca España” son la
antiEspaña; quienes critican a la izquierda, “socialfascistas
Un caso de libro es lo que lleva ocurriendo desde hace
dos años con el tema de los EREs en Andalucía y la presunta financiación
delictiva de UGT (al menos), contestada por las direcciones de los
sindicatos al unísono y del PSOE e Izquierda Unida, su socio en aquel
gobierno, como un “ataque a la democracia”, sin importarles mucho el
perjuicio que esta actitud ocultista ocasiona a la cultura de izquierda
en general y al movimiento obrero. Así es como se fortalece a la
derecha, porque se contribuye a dinamitar el bagaje ético y democrático
de que se supone principal depositaria a la izquierda social. Actitudes
de este tipo parecen calcadas de los mecanismo del mundo empresarial
neoliberal, donde se da “valor a la acción” a costa de eliminar empleo. Y
“dar valor a la acción”, es decir primar los intereses de sus
accionistas (directivos y liberados), es lo que parece primar en la
izquierda política e institucional cuando actúan endogámicamente sin
importarle tanto el efecto de sus manejos entre afiliados, simpatizantes
y representantes. Un déja vú, como demuestra el nuevo reparto del CGPJ.
Hay dos maneras fundamentales de avanzar socialmente,
libres e iguales, que supongan un progreso real más allá de los usos y
maneras del charlatanerismo rampante que nos lleva desde la cuna a la
tumba sin haber dejado un mundo mejor que el que encontramos. Dedicar
todos los recursos (aquí también limitados por definición y susceptibles
de usos alternativos) a refutar a una derecha que por definición es
retrógrada, meapilas, explotadora y antisocial, y que por eso mismo se
la ve venir a distancia sideral, mientras se cierran filas con la
sedicente izquierda, dando por bueno que sus dichos y proclamas, los que
pregonan sus cúpulas y afines, proveerán un radiante porvenir. O, por
el contrario, mantener el imperativo ético la lucha denodada contra la
caverna, y por esa misma razón denunciar a la izquierda que con la
excusa de la eficacia transa su larga marcha a través de las
instituciones por algo más que un cambio de chaqueta, terminando esa
escalada hacia el poder asumiendo el modelo que en sus inicios decía
combatir. La función crea el órgano.
Y eso solo se consigue dejando que entre el aire
fresco de la calle, los movimientos sociales, dando la bienvenida a la
crítica (destructiva-constructiva-instructiva) responsable y sometiendo
todas políticas y procedimientos a un continuo referéndum. Lo demás, ceteris paribus,
son buenas intenciones, supersticiones, monsergas y gobiernos anfibios.
La experiencia es la partera de la ciencia: treinta y ocho años nos
contemplan. A riesgo, en caso contrario, de caer en la perversión del
“Síndrome de Estocolmo” que fideliza ciegamente a los representados con
sus representantes de la misma manera que la víctima al maltratador,
como se señalada en una carta al director de El País, uno de
los más sutiles cebadores mediáticos del síndrome. Por eso, el pasado
jueves 28, insistía en el trágala de la anfibología con un editorial
dúplex donde, por un lado, censuraba al Consejo General del Poder
Judicial (CGPJ), porque “el reparto de una institución entre cuotas de
partidos políticos cuestiona su independencia”, mientras, por otro,
aplaudía el gobierno de coalición entre la derecha del CDU/CSU y la
sedicente izquierda del SPD, toda vez porque el reparto en la
institución del Estado “ en estos tiempos convulsivos, siempre es
reconfortante para el ciudadano”.
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