Caniche no estaba bien. Toxicómano y alcohólico, era uno de los
indigentes que se cobijan bajo la dársena de la estación de autobuses de
Xoán XXIII, en Santiago, y pasaba el día pidiendo limosna en el entorno
de la plaza de Cervantes...
La noche del pasado jueves llegó peor que de costumbre.
«Estaba amarillo, con muy mala cara. Hasta tuvimos que ayudarlo a
acostarse», explica el que era su mejor amigo en ese refugio improvisado
en plena calle. Tan mal lo vieron sus compañeros, que llamaron a una
ambulancia, «pero el médico ni le tocó, nos preguntó qué había tomado,
se lo dijimos y todo lo que hizo fue decirnos que lo tapásemos bien y lo
dejásemos dormir», añade. Ayer amaneció muerto. «Le di unos besos en la
cara y estaba frío y tenía sangre coagulada en la boca», se lamenta. Se
llamaba Andrés Canet Requena, era natural de Valencia y tenía 42 años.
El 061 ha confirmado que recibió una llamada a las
22.13 horas. La hicieron los amigos de Caniche. También que se envió una
ambulancia medicalizada y que llegó rápido, así como que el médico lo
atendió y que decidió no trasladarlo al hospital.
Sentados en uno de los bancos de madera que hay junto a
la dársena que cobija a este grupo de sintecho, los amigos de Caniche
se preguntaban ayer si el médico hubiese tomado la misma decisión si la
llamada la hubiese hecho alguien cuya única posesión no fuesen unos
cartones y unas mantas y cuyo día a día no transitase de la mano de la
metadona, la heroína, el alcohol y los tranquilizantes.
«Somos una hermandad»
«Aquí hoy no hablamos de otra cosa, imagínate», comenta
un amigo de Caniche. «Nosotros somos como una hermandad. Todo el mundo
se ayuda, se comparte lo que se tiene y lo que no se tiene también. A mí
muchas veces me faltaba dinero para ir a comer a la cocina económica y
él me lo daba. Y es que yo no valgo para pedir, me da vergüenza, y él me
ayudaba. Ha sido un palo encontrármelo hoy muerto. Era muy bueno
conmigo, siempre te daba lo que tenía, lo que fuese. Si tenía un
bocadillo te lo daba y si tenía un café siempre te invitaba, y eso aquí
se agradece mucho».
Como muchos de sus compañeros de la dársena de la
estación de autobuses de Xoán XXIII, Andrés Canet recibía la ayuda de
Cáritas o de la Cruz Roja e incluso de particulares que les llevan café o
bocadillos casi a diario. Unos pocos para los que estos sintecho no son
invisibles. Unos pocos que han escuchado unas historias que hoy son
suyas, pero que mañana podrían ser las de cualquiera que se viese en las
situaciones que ellos han tenido que afrontar.
«Yo fui legionario», cuenta uno de los amigos de
Caniche. El mismo que ayer por la mañana lo encontró sin vida bajo sus
mantas. Prefiere no hacer público su nombre porque sus padres no saben
que vive en la calle. «Estuve en Bosnia y luché en Irak y Afganistán
-añade- y amé este país como a nada en el mundo, pero ahora casi que me
da asco». Tras su paso por el Ejército, un amigo le consiguió un trabajo
en el puerto de Ferrol. Todo le iba bien hasta que tuvo un grave
accidente laboral. «Me amputé un dedo -explica mostrando la prótesis que
tiene en la falange del pulgar de su mano izquierda- y cuando me dieron
el alta me despidieron y me quedé sin nada».
En Santiago encontró algo de ayuda y la amistad de un
pequeño grupo en el que se encontraba el fallecido Andrés Canet. Para
él, su muerte no es la de uno de esos pobres indigentes que ven los
turistas al bajar del autobús. Era su amigo y no entiende cómo el médico
de la ambulancia no decidió trasladarlo al hospital. «El pobre murió
como un perro», sentencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario