domingo, 22 de diciembre de 2013
Y en un lugar tan caluroso como el Sáhara tenemos un ejemplo.
“Viví seis años en
Siberia, en Irkutsk”, relata Ghali Zuber, de 42 años, uno de los 50
saharauis que estudió en la antigua URSS, después Rusia. A diferencia de
sus compatriotas, no habla español, por eso recurre al ruso en la
entrevista; ya que pasó 15 años entre Irkutsk, Kazán y Moscú.
Su llegada a Siberia fue
propiciada por la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África,
Asia y América Latina, creada en 1966 para promover la paz, los
derechos humanos, y fomentar programas de cooperación al desarrollo. La
URSS ofrecía becas a los saharauis.
El primer año Ghali
Zuber estudió ruso. “Un idioma muy difícil para nosotros. No obstante,
la vida resultó fácil porque los rusos son muy amables, tienen un alma
muy abierta. Nos acogieron como hijos”, afirma.
Años más tarde, en junio
de 1991, tuvo que regresar al Sáhara. “La ONU prometió un referéndum
sobre la autodeterminación del pueblo saharaui y todos los que estábamos
estudiando fuera – en la URSS, en Cuba y en Argelia– volvimos para
tomar parte en ese proceso. Pero han pasado 22 años y el referéndum
todavía no se ha celebrado”, señala con tristeza.
En 1992, el saharaui
volvió a Siberia, acabó la facultad con notas excelentes y consiguió una
beca para hacer un doctorado sobre las perspectivas del petróleo en el
Sáhara. Por ello en 1998 dejó la fría estepa y se trasladó a Moscú.
Hoy este ingeniero
africano vive en el Sáhara Occidental, donde trabaja para el Ministerio
de Hidrogeología saharaui y guarda mucho cariño a Rusia. “Lo que más me
gustó es la gente. Es un pueblo amable y culto. La naturaleza es muy
bonita, y al invierno te terminas acostumbrando”.
En Irkutsk también vivió
un amigo de su infancia: Mohamed Salek. Él pasó 20 años en Rusia.
Estudió periodismo en Siberia y acabó sus estudios en la capital
doctorándose por la Universidad Rusa de la Amistad de los Pueblos. “Yo
ya me considero siberiano y la prefiero sobre otras regiones. En Moscú
paso calor”, bromea. “Los siberianos son auténticos, su cultura todavía
es muy pura. No hay falsificación. Allí me siento en casa. Moscú es un
producto de la civilización”, reflexiona.
Mohamed Salek se casó
con una siberiana y tuvo un hijo, Murat, de 10 años. “No habla árabe,
pero le he dicho que cuando venga al desierto haré de él un verdadero
saharaui”, señala. Desde hace dos años, trabaja en Jordania en un
instituto internacional de análisis político. Está deseando volver a
Rusia para ver a su pequeño.
rusiahoy.com
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