Etiquetas

viernes, 21 de junio de 2013

"MI LOREN"




Me he decidido a describir los graves episodios de represión policial con que me ha obsequiado el post franquismo desde mi adolescencia, sobre 1978, hasta la fecha. Como cualquier chico o chica de barrio de Madrid de mi generación, me considero una persona reprimida a conciencia en una gran variedad de facetas, prácticamente en todo el amplio repertorio que los estados suelen utilizar para someter a las personas en cuerpo y mente: la educación religiosa, la represión sexual y sexista, la implacable represión económica… Sin olvidar esta represión soterrada, la extrema violencia policial vivida en primera persona me confirmó pronto la estrecha vinculación, hasta la equivalencia, del estado con la represión.
Esta brutal represión policial, paradójicamente, la estoy pagando yo mismo, al igual que la soterrada -educativa, sexual, administrativa o económica. La estamos pagando todxs lxs trabajadorxs, que somos duramente reprimidxs por el estado, pues los impuestos con los que se financia la maquinaria de represión que nos oprime se nos descuentan inevitablemente de nuestro salario; ni la peor de las camorras del universo podría imaginar un negocio mejor. La violencia y la impunidad del régimen contra las personas en España es de extrema gravedad, y se pone de manifiesto en momentos delicados de su historia, en los que se alcanza sin oposición el nivel de terrorismo de estado, tanto en su vertiente policial/militar (recordemos los GAL) como en el administrativo (la imposición de tasas al acceso a la justicia), económico (infinidad de ejemplos), sexista (des-regulación del aborto), asistencial (privatización de la sanidad pública), educativo (imposición del catolicismo), como en todas las facetas que nos aventuremos a evaluar. Y  sólo es comparable, con ligeras salvedades cosméticas, con la que se vino ejerciendo durante la dictadura franquista, suponiendo una continuidad del régimen totalitario en la que la existencia de elecciones periódicas sólo es una escusa.
Por todo ello he titulado esta entrada La cata, tratando aportar un pequeño toque de humor en un tema tan tétrico y sensible: dado lo absurdo que resulta pagar por un servicio que no usas, mejor probarlo, como por desgracia tantas otras personas han hecho antes y seguirán haciendo. La decisión de narrar estas experiencias surge desde la necesidad de hacerlas públicas, como suele decirse, para quien pueda aprovechar en su camino, el primero yo mismo. Trataré de narrar únicamente los episodios de represión que me ha marcado profundamente, y haré un esfuerzo por ser todo lo realista que pueda, y documentarlo con noticias al respecto, pues ha pasado mucho tiempo en algunos casos.

~ / / / / ~

1. La Dirección General de Seguridad

Capturado en libertad

Vista actual de la plaza de Ciudad Lineal, desde el lugar donde se encontraban los furgones policiales
Plaza de Ciudad Lineal, vista desde donde se inició la carga
El primero de estos episodios se remonta al 26 de abril de 1979, ya constatado el timo que supuso la Constitución,  cuando tenía catorce años y me restaban menos de dos meses para tener quince, un momento en de mi vida el que a pesar de los innumerables temores clásicos de mi educación católica me sentía realmente poderoso. Caí detenido por los antidisturbios en una manifestación antinuclear que  trancurría por mi barrio, desde Ventas a Ciudad Lineal, cuando había finalizado la manifestación pero antes de los verdaderos enfrentamientos. No era aquella la primera vez que participaba en manifestaciones, aunque tampoco había estado en muchas, sabía cómo moverme más o menos, e iba con mi gente, pero esta vez fui bastante imprudente. La manifestación fue un delirio de diversión, pero llegados a Ciudad Lineal fuimos atacados por algunos falangistas. Eramos tantos y tan bien avenidos que sin embargo les hicimos correr calle abajo, hacia Albarracín, donde creo que fueron acrorralados y algunos nazis se lo llevaron puesto, aunque mi grupo llegamos algo tarde y ya habían huido. Cuando volvimos a la plaza, algunxs compis estaban quemando rastrojos bajo la cruz de los caídos franquista que por aquel entonces aún estaba en el centro. Estaba anocheciendo, y los furgones antidisturbios se desplegaban en el final de Alcalá, en la intersección con Arturo Soria.
Allí formaron y empezaron a cargar de inmediato, disparando las pelotas de goma. Salimos corriendo dispersos García Noblejas abajo, en dirección al barrio chico, y pude escuchar el silbido de una que me pasó bastante cerca, haciendo con estruendo un gran abollón en la puerta de un choche en el descampado que ahora es un centro comercial. Nada nuevo tampoco por mi parte; hacía menos de un mes, en las cargas que hicieron en el primer concierto que daba en Madrid el maestro Frank Zappa, una muchacha había caído gravemente herida de un bolazo muy cerca de donde estaba*. Mientras huía sentí perfectamente como se me caía una de mis más queridas insignias de la solapa, y calculé que apenas me llevaría un instante recogerla; me volví apenas un paso y así fue, la ví en el suelo y la recogí, e iba a salir corriendo de nuevo, pero esa leve imprudencia fue suficiente para que me enganchasen. Antes de iniciar de nuevo la carrera uno me atenazó con una violencia tremenda, con ayuda de otros que me golpeaban (me revolvía como un pez fuera del agua), y me arrastró hacia uno de los furgones. Una vez en la zona donde estaban aparcados, recibí una soberana paliza, que “me calmó”, hasta que abrieron una puerta y me empujaron dentro de uno de los carros, donde me esposaron con violencia a un soporte metálico bajo los asientos traseros, de forma que tuve que situarme en el maletero, en cuclillas. Sin ver apenas por los reflejos de algún foco ocasional exterior, me palpé la cara con la mano libre y noté que sangraba por la boca y tenía un corte en una mejilla, pero sobre todo tenía dolores en todo el cuerpo y la sensación de que la mano esposada sería seccionada de un momento a otro. Me sentía fatal, sabía que debía luchar hasta la extenuación antes de caer en sus manos, había fallado por imbécil y mi futuro era incierto.
El trayecto hasta la Dirección General de Seguridad, en la plaza de Sol, lo que ahora es el Gobierno Autonómico y donde está la torre que da las 12 campanadas el fin de año, que era el siniestro antro donde se torturaba a lxs detenidxs, dio la impresión de durar horas, fue una verdadera batalla campal. Los orcos del furgón formaban parte de una caravana que se enfrentó a los compis en varios puntos, donde se estaban colocado barricadas. El furgón fué atacado por piedras e incluso algún cóctel molotov, hasta el punto que pensé que si no me liquidaban ellos lo harían mis propios compañeros por error, abrasado en el furgón, al no poder escapar de las esposas que me ataban al asiento, pues allí me dejaban los violentos mientras salían a disparar contra mis compañerxs. Los integrantes del furgón donde me llevaban no realizaron más detenciones, y cuando les dejaron salir de la zona sitiada aceleraron el ritmo y llegaron al fin a su guarida, no tengo ni idea de la hora, donde me sacaron a golpes y me condujeron adentro, agarrado por los hombros, en volandas, escaleras arriba, creo, aunque pudo ser escaleras abajo, no recuerdo bien esos detalles.
(*) Este episodio previo, aunque no tiene la relevancia del que me ocupa, merece ser relatado. Fui al concierto yo solo, mis colegas no admiraban demasiado al Zappa y prefirieron ir a ver a Rory Gallager unos días antes, yo no pude y lo siento, creo que fue un concierto memorable. Según la crítica de J. M. Costa en El País del 16 de marzo:
“El pabellón, una vez más, se convirtió en un infierno. El concierto de la tarde comenzó con retraso debido a una demora del vuelo Barcelona-Madrid, había entradas falsificadas de todo tipo (desde unas artesanales y malas hasta otras pasadas por imprenta), y de resultas de todo ello se formó un mogollón en la puerta de bastante consideración. La gente se vio obligada a hacer una cola ridícula, que nadie respetaba; la policía trató al público corno si fuera ganado y cuando algún exaltado tiró una piedra a un jeep aparecieron por allí otros policías, quienes comenzaron a lanzar botes de humo y pelotas de goma contra los que estaban esperando pacíficamente para entrar. Como consecuencia de este ataque se produjeron dos heridos (por lo menos), uno de ellos leve y otro que, alcanzado por un bote o una pelota de goma, va a perder, con toda seguridad, un ojo. De todo ello nadie quiere ser responsable, ni la organización ni la misma policía, pero desde luego los hay. Tal vez sería bueno que un juez se decidiera a tratar el tema.”
La persona alcanzada, una muchacha creo, lo fue bastante cerca de donde yo estaba, donde más dispararon, y no llegué a verla pero si a los compis que la rodeaban y gritaban. Logré entrar por fin y ver la mayor parte del concierto como pude, y a la salida no tenía ni para el metro, como siempre, no me importaba, estaba entusiasmado y necesitaba pensar en el fenómeno que había visto, así que eché a andar desde el Pabellón hasta mi casa en Ascao, una tremenda caminata que no era la primera vez que hacía, aunque lo clásico era volver desde Malasaña. Ya a la altura de Pueblo Nuevo, trataron de atracarme unos chicos borrachos y estuvimos discutiendo. Cuando estaba a punto de despedirme de ellos de buen rollo vino la policía y nos llevó a todos a comisaría. Nos tuvieron más de cuatro horas detenidos, a mi no me bajaron a calabozos, todo el tiempo sentado en la sala de espera o sufriendo interrogatorios para idiotas. Cuando se hartaron de jugar con nosotros nos soltaron, no nos pegaron, al menos a mi, esta vez.

Tortura, impunidad e impotencia

La siniestra Dirección General de Seguridad
A la derecha la Dirección General de Seguridad
Una vez dentro del edificio, a empujones, golpes y mofas que ni siquiera entendía, me arrojaron en un círculo de maderos donde me dieron la paliza más grande que jamás he recibido. Rodeándome implacables, aquellos desgraciados impactaban sus puños o pies  o rodillas o lo que fuese en mi débil cuerpo, arrojándome de uno a otro sin piedad. Lo fueron haciendo con todxs los detenídos conforme íbamos entrando, o mejor conforme nos iban empujando dentro, sin importar si eramos chicos o chicas, pues entre carcajadas e insultos decían no poderlo saber al tener todxs el pelo largo y la misma pinta de guarros. Los moratones y dolores por todo el cuerpo tardaron varios meses en  remitir, y mi dentadura no ha vuelto jamás a ser la misma. Una vez fuera de aquel círculo letal, me empujaron contra la pared, en medio de otros cuerpos tembolorosos como el mío. Apenas podía mantenerme en pie. De reojo, tratábamos de observarnos, con el mismo terror infinito a ser descubiertos. Todxs teníamos restos de sangre seca por alguna parte, el pelo revuelto, la ropa descolocada, los ojos encendidos, y churretajos de lágrimas secas y mocos por la cara. Por lo que pude ver éramos bastante jóvenes, aunque yo parecía el menor, a menos de los que pude ver a mi alrededor.
Los insultos, los golpes y los gritos se escuchaban por todas partes, en aquellas paredes forradas de muchachos y muchachas aterrados, pues los violentos iban recorriendo los pasillos en cuadrilla, elegían una víctima aleatoriamente y se ensañaban con ella. Otros circulaban en solitario, golpeándote la cabeza con violencia contra la pared si no la tenías apoyada, con la mano, el puño o con unas baquetas que habían “requisado” de las batukadas. Te sobaban “para ver si eras carne o pesca’o” o te tiraban del pelo hacia atrás para luego empujarte de nuevo contra la pared, mientras nos llamaban todo tipo de cosas. En mi trozo de pasillo le tocó “la ronda” a una compañera algunos puestos a mi derecha, muy guapa y de unos diecisiete, a la que me sonaba haber visto otras veces, debía ser del barrio, y que no paraba de sollozar en tono algo elevado. Tras “comprobar que era una chica”, sobando su culo y tetas, uno la apretó contra la pared restregando su pene contra sus glúteos, mientras se jactaba de saber que era así como les gustaba a las hippies, entre el regocijo de los otros, los gritos, los sollozos y las súplicas y los estruendos de las cabezas contra la pared. La muchacha había pasado a emitir un chillido agudo entrecortado, sin lugar a dudas debía estar convencida de que iba a ser violada allí mismo por aquellas bestias. Paralizado por el terror, me preguntaba en qué etapa de la vejación de esa compañera el sistema nervioso de algunx de lxs detenidxs, el mío el primero, iba decir basta y hacer algo de una vez, si no estaba yo completamente perdido ya para la causa, anegado en el panzismo, tan joven. Afortunadamente, el violento paró, golpeó su cabeza contra la pared, la de otros tantos de paso, entre reproches e insultos, y se marcharon a por la siguiente víctima. Una vez que la ronda se hubo alejado, escuché algunos susurros animando a la compañera y jurando contra esos cerdos; mi curiosidad pudo más que el miedo por un instante y separé la cabeza para tratar de observarla, con la fortuna de que crucé mi mirada con ella unos instantes, mientras se recomponía en lo posible. Recordaré toda la vida esa mirada: no había reproche o súplica alguna, tampoco vergüenza, sólo parecía querer decirme “cuídate, porque van a matarnos o algo peor, y no podré ayudarte, tendré bastante con lo mío”. No se lo que hubiera dado por un abrazo, aquella noche, en los mismos pasillos del holocausto.
Tras lo que parecían horas de pie en los pasillos sufriendo este trato, me hicieron pasar a empujones a una sala. Al entrar uno me empujó adrede por la espalda, golpeando mi ya dolorido rostro el quicio de la puerta, con más risas e insultos. Me sentaron en una silla frente a un violento que parecía ostentar algún cargo, con las manos en una máquina de escribir manual situada en la mesa que estaba entre nosotros, mientras otro me sujetaba fuertemente. El de la máquina de escribir fue tomando mis datos, requiriendo con violencia que dejase de sollozar como una niña mientras se los daba. A pesar del tono, la situación algo más distendida, en comparación con el infierno del pasillo, y la evidencia de mi extensa minoría de edad en el instante en el que mencioné mi fecha de nacimiento, me empoderó lo suficiente para pedirle que reconsiderase si a mi edad debía seguir siendo tratando así, o algo semejante, quizá un comentario un tanto egoísta, como he dicho no era mucho más joven que el resto, y aunque lo hubiera sido. Noté cómo una de las manos que me sujetaban por los hombros me soltaba un instante para poder descargar contra mi cogote un golpazo de arriba a abajo que me dejó sordo del oído derecho durante unas horas y con problemas hasta la fecha, mientras el que me había estado preguntando se levantaba gritándome que cómo osaba contestarle, que los cachorros rojos éramos lo peor y había que matarnos a todos, y cosas aún peores que yo no tenía más remedio que creerme y me confirmaban mis peores temores acerca de mi destino. Mientras me sacaban de allí a golpes, el tipo aquel a quien había suplicado entre sollozos aún pedía que me dieran “doble ración de hostias, por maricón”. En aquel momento, y hasta la fecha, se me quitaron radicalmente las ganas de solicitar jamás piedad a esta gente.
Tras devolverme a la fila contra la pared, en un lugar diferente, donde seguí expuesto a los constantes golpes de los violentos merodeadores de los pasillos, nos fue llegando el turno de pasar por el médico. No recuerdo bien cómo nos lo dijeron, pero en el momento que supe que vería a un médico me aferré a la idea de que merecía la pena realizar un último intento de escapar, esta vez mucho más digno. A fin de cuentas se trataría de alguien ajeno a esa represión, independiente, precisamente al cargo de evitarla, la única posibilidad de salir de ahí y sobrevivir a lo que me esperaba. Mi estado era de completa ebullición por fuera, al borde de la fiebre, pero podía notar como aquella experiencia me estaba madurando a marchas forzadas, de hondonadas por segundo, por dentro, mis sentimientos se estaban endureciendo y a pesar de la situación desesperada me sentía más sólido y seguro que nunca. En el momento que me senté frente al médico le solté un discurso: debía salir de allí inmediatamente, las lesiones internas de mi organismo casi infantil debían ser graves por el inmenso dolor, la brutalidad policial se había cebado en mi y en otros y jamás sobreviviríamos a lo que fuera nos tuvieran reservado esa noche, debía liberarme de inmediato por razones humanitarias junto con la mayoría de los detenidos que además no habíamos hecho nada de nada y no nos merecíamos lo que nos estaban dando en aquel matadero. Algo así, más o menos, y sí, volví a ser bastante injusto, nadie, haya hecho lo que haya hecho, se merece ser torturado de la forma en la que se nos estaba torturando. Cuando escuché sus risitas me di cuenta que no había tenido la osadía de levantar mis ojos del suelo en todo el tiempo, le observé cuando empezaba a hablar. Tenía aspecto de estar realmente asqueado con todo aquello, y por un momento pensé que mi discurso tendría el efecto que esperaba. Pero lo que me dijo fue demoledor, me dijo que me cuidase de hacer semejantes acusaciones si no quería pasarlo todavía peor de lo que lo estaba pasando, que ese era el menú de ese sitio para radicales violentos y si no me gustaba haberme quedado en casa, que no fuera tan maricón, etcétera, y que no tenía más que hacer que constatar mi buen estado físico y ausencia de lesión alguna en un documento que no podría ni siquiera imaginar no firmar por mi parte, y que me puso delante.
Me sentí desamparado y completamente impotente. Los paladines de la transición, pensé, no van a llegar a tiempo para ayudarme, de hecho, no van a intentarlo. Firmé y esta vez no sollocé, me estaba quedando seco por dentro. Cuando salí, el orco que me llevaba casi en volandas de una a otra parte me apretó de espaldas contra la pared y me propinó un fuerte puñetazo en el estómago. Mientras me contorsionaba me dijo que todos nosotros nos poníamos muy chulitos, pero luego éramos unos maricones, que lo mismo me hacían un hombre ahí dentro y todo, y que tenía suerte de que él fuera una buena persona y no fuese contar las mariconadas que iba diciendo, que me anduviese con ojo porque como abriese la boca era cadáver seguro. Me volvió a enganchar y me devolvió a la fila contra la pared, a seguir la tortura.

La noche más larga

Enrique Ruano, asesinado en la D.G.S. menos de diez años antes
Enrique Ruano, asesinado en la DGS
Mis convicciones estaban tomando forma a pasos agigantados. Hasta entonces me había mantenido en la ambivalencia del inexperto ante el proceso constituyente de la transición; para el entorno rupturista libertario en el que me movía aquello era un enorme timo y nada bueno podía caer de arriba, pero yo no tenía suficiente base política para argumentar este rechazo por mi cuenta, y esta inexperiencia, y mi propia comodidad, me impedían rechazar la transición en el fondo. Me costaba creer que fuera un fraude; ejercer nuestras libertades, votar… ¿no era eso lo que se esperaba? Esa noche se estaban confirmando en mi propia carne todas las sospechas que me negaba a afrontar, seducido como tantxs por el glamour del parlamentarismo. Aquello era un gran timo, y los timados íbamos a seguir siendo asesinados uno tras otro en aquel sitio, aquello no es que no trajese nada bueno, es que traía lo peor, traía el engaño además de la violencia, y con ello el fin de nuestras esperanzas en ser libres.
Creo que fue directamente desde allí cuando me condujeron, escaleras abajo, a los calabozos, donde me pusieron junto con otros tantos compis, chicos y chicas, hasta hacer unos cuarenta, situados en tres filas de espaldas a un mostrador que había logrado ver al entrar, en el que se situaban cerca de una docena de maderos de pie. Apenas se escuchaban ya sollozos, e incluso algunos compañeros de más edad se atrevían ya a susurrar entre si amenazas y juramentos por el trato recibido. Uno a uno se nos hizo pasar por el indignante cacheo, donde tras desnudarnos debíamos colocarnos en cuclillas y hacer varios saltos, por si llevábamos algo dentro del culo, al parecer. Primero fueron las chicas, con gran regocijo de esos cerdos y los comentarios más nauseabundos que uno pudiera jamás llegar a imaginar sobre los atributos sexuales de las compañeras. Las humillaciones eran constantes por lo que se podía oír, y en algún caso hubo golpes cuando algún compañero se revolvió, aunque conmigo sólo fueron burlas acerca de si se habría estrenado o no el aparato del niñato. Me chocó que cuando me tocó apenas había ya dos o tres orcos pasando revista, el strip tease gratuito parece que ya había terminado.
Cansado y tremendamente dolorido, apenas recuerdo mucho más de aquella noche. Me hicieron entregar todo cuanto llevaba, que poco era, incluyendo la preciada insignia cuya recuperación me había traído aquí, en una ventanilla, y me condujeron a los calabozos junto con otros compañeros, entre más burlas y escarnios. Me tocó una celda compartida, donde seríamos unos cuatro. Los calabozos de la DGS estaban alicatados de gresite, y como camas tenían unos salientes de obra también alicatados, sobre los que colocaban un colchón de gomaespuma forrado de plástico mugriento y pegajoso, una sábana realmente repulsiva al tacto y una manta de aún peor tacto al roce, fina y andrajosa, cuartelera. En mi celda, todos los compañeros eran de bastante mayor edad y algunos se conocían entre sí y se lamentaban de haber sido cazados. En el momento que me conocieron se juramentaron para protegerme en lo que pudieran. Me dieron el mejor sitio, donde no molestaba la luz del pasillo, pero aún tardé en dormirme. Estaba muy nervioso, lógicamente, y los alaridos lejanos, los ruidos de puertas que se abrían de golpe y de golpes se sucedían. Mis compañeros de celda hablaban en voz baja, para evitar represalias, sobre los conocidos que creían haber visto detenidos, o sobre las barbaridades que habían presenciado como yo mismo. Arrullado por su conversación me calmé y me dormí al fin.
A la mañana nos despertó, al menos a mi, los ruidos que nos avisaban del desayuno. Pasaban con un carro y nos lo daban en la mano, entre las rejas. Se trataba de un café con leche de puchero más frío que templado y unas cinco galletas tan rancias que si las mojabas se disolvían completamente. La débil luz artificial se había incrementado bastante por la de los tragaluces de los pasillos externos, que todo el que ha estado en la DGS recuerda perfectamente -si te fijabas en ellos con detenimiento podían verse los pies de quienes pasaban por el exterior, o lo parecía- observé mejor a mis compañeros, me parecieron gente fenomenal, muy interesante. Hablaban de lo que teníamos por delante, lo más cercano al parecer era enfrentarse a los interrogatorios, que podían ser terribles si no contábamos con un abogado, y hasta ahora nada semejante se había planteado. Casi de inmediato al desayuno empezaron a escucharse grandes ruidos cuando se empezaba a movilizar a las celdas hacia las duchas. Los gritos y quejidos, insultos e imprecaciones, y los golpes, fueron en aumento hasta que nos tocó salir, nos condujeron a un grupo más grande. Desde allí nos dirigieron hacia los vestuarios, una sala helada rodeada de perchas de pared y con asientos de tablas. Nos desnudamos entre gritos y golpes, y a cada uno se nos dió una pastilla de jabón gastada y repugnante. Nos metieron en una sala con alcachofas de ducha a los lados, mientras por el centro circulaban los orcos insultándonos y mofándose de nuestros atributos, y pronto empezó a salir de ellas agua helada. Supongo que es mucho mejor que el Cyclon B. El agua se templó algo, o esa impresión empezó a darme cuando llevaba un rato debajo, y pude quitarme los churretones de la cara y del cuerpo. No había toallas para todos, conseguí una y me sequé la cabeza pero rápido me la quitaron de las manos. Me costó volver a encontrar mi ropa entre la de los demás, y ante el apremio al que nos sometían tuve que ponérmela aún mojado, siempre he odiado hacerlo en el caso de los calcetines en especial. Pero me sentía bastante mejor, la ducha fría, aún habiendo transcurrido de manera tan humillante, estaba empezando a sentarme bien.
Que han hecho ustedes con miloren
seriemiloren25
Este era mi aspecto aproximadamente un año antes
Sobre todo, me animaba saber que volvería con los compañeros de celda, mi tabla de salvación en aquella situación desesperada, la más terrible a la que jamás me había enfrentado hasta entonces. Sabía sin embargo que nos separarían más tarde o más temprano, como el día anterior, y que incluso en grupo no podríamos hacer nada contra la barbarie de nuestros captores. En la conversación que tuvimos al volver, uno de los compañeros me comentó que no creía que me subiesen a los Juzgados. Me tuvo que explicar lo que era eso primero. Dio por seguro que pronto, cuando mi familia me reclamase, me soltarían, dado que no me habían cogido “con las manos en la masa” y era demasiado joven, no creía que fueran a arriesgarse conmigo a dar una mala imagen ante la prensa, con muchachos de un aspecto tan inocente como el mío les costaría mucho más vender la versión de la provocación de los alborotadores violentos. Decía que no sería así para algunos de ellos, como él mismo, y otros. No sabía si alegrarme o entristecerme, comenzaba a sentir una admiración sincera por aquellos compañeros, y una vez que la situación parecía haberse consolidado en una violencia “soportable” mis deseos de salir de allí empezaban a decaer por una creciente sensación de solidaridad con ellos. Pensaba lo que podría aprender, lo que ya estaba aprendiendo en su compañía, no tenía oportunidades así a menudo. Sin embargo, el compañero tenía razón y no tardaron en llamarme por mi nombre. Me quedé mudo, y fue otro muchacho quien dijo que estaba allí entre ellos. Vinieron a mi celda y salí, confirmé que era yo, me devolvieron mis cosas y me subieron arriba sin apenas mediar palabra.
Una vez arriba, un orco me puso contra la pared, cerca de una puerta abierta con bastante luz. Sentí un escalofrío por todo mi cuerpo recordando la noche anterior, seguramente no muy lejos de donde estaba ahora. Pero ya se acabó, si no la cagaba saldría libre, me habían devuelto mis cosas. En el momento en el que me giraban contra la pared, vi que desde el fondo del pasillo un madero enclencle, con el bigote fascista caravana de hormigas, me hacía señas autoritarias con la mano para que fuese hacia allí. Me pareció el colmo, sujeto como estaba, e hice un gesto de impotencia. Pronto sentí a mi espalda su voz, chillona, al borde del ataque de nervios “Date la vuelta y mírame”. Cuando obedecí con verdadero terror el fulano me propinó un tremendo puntapié en la espinilla, quizá la única zona que me quedase sin dolor. Fue un verdadero puntapié malvado, con todas las malditas ganas que ese hijo de la gran puta amargado podía llevar dentro, de los que pueden lesionar a un crack futbolístico. Me saltaron las lágrimas y me contorsioné ligeramente, pero me aguanté y no me doblé, intuía que hacerlo podría ser peor. Me dijo que cuando él le ordenaba a alguien que fuese tenía que hacerlo porque no sabía quién era él y cosas así. Yo estaba algo más despejado, y estaba dispuesto hasta a hablar, pro cuando fui a abrir la boca me empujó con violencia de nuevo frente a la pared insultándome. En esto el orco que me había conducido hasta allí volvió a hacerse cargo de mi y me introdujo por la puerta abierta que había visto antes, cuya luz venía de sus grandes ventanas, seguramente a la plaza de Sol, debía hacer un buen día en la calle y estaba a punto de poder volver a disfrutarlo.
Dentro de esa sala estaba mi madre. No me había visto, estaba de pie discutiendo con aquellas gentes, algunos sentados tras sus mesas, otros de pie. Llevaban sin duda un buen rato hablando, suficiente para limar asperezas, y parecían no estar ya muy en desacuerdo, se estaban aliando a todas luces en mi contra. Aún cuando mi madre pudo verme, a unos metros de ella, siguieron en su conversación, recabando algunos datos, sin apenas contar con mi presencia. Pude escuchar buena parte del argumento y era el que sospechaba: parecían estar intentando convencer a mi madre de lo perverso que era yo, la infinidad de delitos que había cometido la noche anterior, disparando contra ellos todo tipo de artefactos, quemando coches, etcétera. No hacía mucha falta convencer de mi rebeldía a mi madre, que aunque decía desconocer del todo esa faceta de alborotador, y que fuera capaz de tanto por ella, contraatacaba con mis problemas de disciplina, mis conflictos con los curas, y el clásico: yo es que ya no se qué hacer con él. Le faltaban apenas diez minutos más de conversación para darles las gracias por poner en vereda a su hijo descarriado, cuando escuché algo semejante a “bueno, pues se lo puede usted llevar”. En esto veo que por fin se va acercando a mi, enfurecida, pienso que incluso con ganas de darme una torta, aunque sólo sea para dar algo más de veracidad a todas las tonterías que acaba de decir, lo que me faltaba. Sin embargo, voy notando como su expresión empieza a cambiar a medida que va observando mi rostro. Así hasta que llega a mi lado y, sin abrazos o muestras de cariño, me aparta algo el pelo de la cara, se da la vuelta y en un chillido agudo les dice “¿Pero tenían que pegarle tanto? ¿Qué es lo que han hecho ustedes con miloren?” Nos sacaron de allí casi a empujones, y en efecto, hacía un día realmente bonito. Una vez en la calle, le conté a mi madre la verdad de lo que me había sucedido, omitiendo únicamente los porros que me fumé durante la manifestación. La mujer no paró de llorar, pero la verdad es que se comportó bastante bien, y a pesar de la desesperación que debía sentir, viendo lo lejos que se le estaba yendo “suloren”, apenas me hizo reproches, esa se la debo, no me apetecía nada escuchar más de esa mierda, con lo del nombre, que siempre está con miloren por aquí y miloren por allá, eternamente insatisfecha con el rendimiento de suloren.

Consecuencias

Esta experiencia, además de confirmar mis convicciones y madurarme, como ya he dicho, me hizo espabilar de tal manera que he sabido poner de mi parte lo suficiente para no volver a ser detenido en la infinidad de concentraciones políticas a las que he asistido desde entonces, que deben haber sido varios miles, tocaré madera. También fue la principal razón para afiliarme a Amnistía Internacional con mi primer sueldo digno. Mis problemas a partir de entonces con la policía han concurrido por otras vías, en modalidades de violencia distintas, pero igual o más lesivas para mi persona, sobre todo relacionadas con el consumo de drogas. Parece que al describir estas consecuencias estuviese, no obstante, ensalzando su incidencia positiva, como si hubiese sido algo necesario para mi formación, y cayendo en el clásico error de anular lo negativo, lo que no te mata, te hace más fuerte. Bueno, no quisiera bajo ningún concepto dar esta impresión. La madurez, algo que también considero muy importante, y defino como la capacidad de conocer en cualquier momento de tu vida tanto tus posibilidades como tus limitaciones, siendo entonces capaz de tomar por ti mismo las decisiones que te afectan -aunque estas decisiones parezcan una locura- y de sentirte absolutamente responsable de ellas, puede adquirirse de muchas maneras, la mejor sin duda si disfrutamos desde niñxs de nuestra libertad para equivocarnos, si amamos la libertad, como decían los Asfalto

soy el de la izquierda, con 17 años. 

OTRA HUMANIDAD ES NECESARIA

No hay comentarios:

Publicar un comentario