Rafael Cid.
La recurrencia keynesiana al Estado como
elemento fáctico de lo público (en realidad lo público estatal, no lo
común) trajo añadido la entronización del Estado en el botiquín
ideológico de la izquierda socialdemócrata.
De todas las definiciones que se han dado para
explicar la crisis, la mejor que conozco, la más exacta y cargada de
autoridad por parte de su autor tiene casi cien años de vida. Es la que
nos legó John Maynard Keynes al inicio de su famoso The Economic Consequences of the Pace para
categorizar el mundo salido de la contienda militar de 1914: “Europa
estaba organizada social y económicamente para asegurar la máxima
acumulación del capital”. Un siglo después de aquel conflicto mundial la
fórmula sigue siendo válida, solo que ahora la guerra es intestina y no
tiene frentes de batalla visibles. Se trata de una lucha de clases que
enfrenta a ricos y pobres. O mejor dicho, de una ofensiva de las
poderosos contra los más débiles, en la que como dijo el multimillonario
norteamericano Warren Buffet los primeros llevan la mejor parte. La
revolución de los ricos, en suma.
Ahora bien, la profundidad del cambio registrado
entre la situación del capitalismo en 1914 y la de 2013 requiere
responder a la cuestión de porqué y cómo se está produciendo esa nueva
derrota histórica de las personas físicas por la acción mancomunada de
las personas jurídicas (¿trabajo versus capital?). Y de nuevo aquí hay
que recurrir a las enseñanzas del genial economista británico, quien con
su teoría del intervencionismo estatal salvó los muebles de aquel
primer capitalismo industrial de entreguerras y puso los cimientos del Estado de Providencia (The Welfare State)
que tantos años de paz social ha proporcionado a eso que llamamos el
sistema, es decir, el complejo productivo-delegatorio que anida en los
orígenes de la globalización de los mercados.
En su sincretismo liberal-proteccionista, Keynes
actuó ante los graves problemas económicos de la depresión de los años
treinta como los curanderos homeopáticos, los sanadores que practican
esa seudociencia de rancio abolengo que se rige por el principio “similía similibus curantur”
(lo similar se cura con lo similar”). En el caso que nos ocupa, el
“agente equilibrador” es el Estado. Venerado artefacto burocrático y de
dominación que en aquella primera gran crisis de la “civilización
capitalista” (existe toda una cultura capitalista de la que participamos
por el solo hecho de compartir el statu quo) sirvió para superar el mal
trago y abrir una nueva página en el sistema. La recurrencia keynesiana
al Estado como elemento fáctico de lo público (en realidad lo público
estatal, no lo común) trajo añadido la entronización del Estado en el
botiquín ideológico de la izquierda socialdemócrata. En conclusión, se
evitó el colapso y logró que la acumulación de capital siguiera su
curso urbi et orbi, inaugurando una larga etapa de culto al
Estado por parte de la sociedad . Este cambio se concretaría en la
“buena prensa” que el término tendría en lo sucesivo para la izquierda
alternativa (aunque en realidad a la larga ese sería el señuelo que
serviría para su integración en las instituciones que pretendía
transformar) y en un común denominador para políticos de derecha e
izquierda que buscaban la excelencia pública en su talla como “hombres
de Estado”.
Y de aquellos vientos proceden en parte estos lodos.
De nuevo hoy, el maltrecho capitalismo financiero global, pillado en
otra de esas crisis propias de su mala salud de hierro (hablar de
“ciclos” es naturalizar, como si se tratara de un terremoto, algo que es
histórico, fruto de la acción humana contingente, voluntad de dominio),
descubre los efectos cauterizantes del “similía simimlibus curantur.
Los penosos ajustes y recortes, dolósamente denominadas políticas de
austeridad (otra vez el lenguaje orweliano al servicio del poder), con
que se intenta garantizar la acumulación capitalista a costa del expolio
social se ejecutan desde el Estado, siguiendo aquella pauta higienista
consistente en que la causa de determinados síntomas puede curar esos
mismos síntomas con dosis controladas.
En esta cruzada que tiene como protagonista al
Leviatán teorizado por Thomas Hobbes ( junto con el jibarizado
“principio de representación”) en el siglo XVII, están todos, tirios y
troyanos. Reformistas capitalistas como Keynes, ultraconservadores como
George W. Bush (apeló a una suerte de keynesianismo militar invadiendo
Irak para solapar la crisis que todos los indicadores macroeconómicos
denunciaban en Estados Unidos) y las izquierdas de todas las escuelas
autoritarias. Todos troquelados en el sagrado principio de un contrato
social de aquella manera, que exige una restricción de la autonomía
personal para obtener el premio de una vida más segura, próspera y
armónica, un especie de economía de ultratumba. De ahí las notorias
equivalencias entre modelos teóricamente tan distintos y distantes como
el socialismo de Estado y el capitalismo de Estado, que agotadas sus
primitivas identidades (socialismo y capitalismo) hoy se reconocen sobre
todo en la primacía del Estado, como evidencian los ejemplos de la
Rusia posmarxista de los oligarcas y la China comunista-capitalista.
Modelos más o menos acabados y dispersos de la misma fe en la
acumulación del capital.
Porque, volvamos a la metástasis que nos devora, lo
central de la crisis presente es que todos y cada uno de las brutales
ataques a lo público impuestos por la Troika (Comisión Europea, Banco
Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) son implementados por
los gobiernos utilizando la herramienta del Estado como “ogro
filantrópico” (por nuestro propio bien). Esa es una de las claves de ese
misterioso vaivén de ir y venir en la alternancia del poder de
gobiernos de uno y otro signo ideológico sin que cambien sus respectivas
y bárbaras “políticas de austeridad”. Unos y otros regulan con la misma
íntima declinación que desregulan. Desde el Estado, en dosis
homeopáticas o con tratamientos de choque, según pida la axiología de la
acumulación capitalista. Por eso, en la hoguera de la vigente ola
expoliadora se están inmolando al mismo tiempo y sucesivamente tanto el
vademécum neoliberal como el arsenal ideológico socialista. Por no
hablar de esos epígonos que mantienen la retórica de la lucha contra el
capitalismo mediante la conquista del Estado, que les lleva a aplicar
los mismos atropellos que sus adversarios por “imperativo legal”. O sea,
lisa y llanamente, brutalmente, por “razón de Estado”.
La notoria insuficiencia del análisis económico
marxista y su teoría del valor, que ha servido de alimento ideológico a
la izquierda durante casi un siglo, por un lado, y el legado de la
revolución burguesa, razón de ser de la tradición liberal que sustenta
el dogma del mercado autorregulado, han hecho extraños compañeros de
viaje en formaciones ideológicas antagónica ab initio. Al
final era más lo que les unía que lo que les separaba. En el caso de la
doctrina elaborada por Carlos Marx en el primer tomo de El Capital (en
el tercero publicado tras su muerte esa posición se desvanece), una vez
purgado por los hechos históricos lo que se presentaba como
contradicciones suicidas del capitalismo (ver la demoledora refutación
teórica de su coetáneo Eugen von Böhm-Bawerk), lo que ha quedado para el
semillero de la izquierda ha sido su estatismo irredento bajo la lógica
del productivismo cortoplacista. Lo mismo que al ala reformista surgido
al calor del derrocamiento del espíritu medieval precapitalista, como
demuestra el hecho de que fuera una ley “revolucionaria” de 12 de
octubre de 1789, durante la Revolución Francesa, la que derogara la
prohibición de cobro de intereses, sustituyéndolo por una tasa legal del
5 por ciento. Con la liberalización de la usura (el interés del
capital), a la par que la constitucionalidad del derecho de propiedad en
19791, se traspasaba el umbral de una economía productiva de tres
factores (tierra, trabajo y capital) al reino del capitalismo avant la lettre que reconocemos en la actualidad.
Por eso Marx y Engels terminan El Manifiesta Comunista de
1848 admitiendo que “la burguesía ha desempeñado, en el transcurso de
la historia, un papel verdaderamente revolucionario”. Lo que pasa es que
semejante advertencia ha sido traspapelada entre las brumas de una
revolución de izquierdas que conspira desde las entrañas del Estado para
construir un mundo nuevo que idealmente supere el antagonismo original.
La schumpentariana “destrucción creadora”, por ejemplo, esgrimida por
el último gran economista de la tradición clásica, viene a demostranos,
en otra longitud de onda, lo acertado de aquella constatación marxista.
Una capacidad camaleónica de adaptación al medio que hoy día cuenta con
nuevos recursos que complementan la tarea del Estado. El más notorio de
ellos reside en la entronización de la Constitución como garante de la
probidad del sistema. De esta manera, el Estado se legitima como Estado
de Derecho, haciendo de la ley fruto de mayorías bien amasadas el fiel
de la sociedad civil, cuando en realidad bajo la fórmula del patriotismo
constitucional (la nueva cara de la razón de Estado) asoma la última
camisa de fuerza del viejo licántropismo político (ver Jon Elster y
Carlos de Cabo Martín).
¡Cuántos crímenes sociales se cometen hoy en nombre
de la Constitución! Con acciones como la reforma-exprés del artículo 135
de la Constitución de 1978, realizada “clandestinamente” por el
gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, que supone en la
práctica primar en su articulado el modelo económico neoliberal,
volvemos a aquellos usos de los antiguos déspotas que nos recordaba
Joaquín Costa en su folletoLa ignorancia del derecho. “Aquel
execrable emperador romano- escribe el polígrafo aragonés- que habiendo
exigido obediencia a ciertos decretos fiscales promulgados en secreto,
como se quejaran y burlaran de ello los ciudadanos, burló indirectamente
el requisito de publicidad haciendo grabar lo decretado en caracteres
muy diminutos y fijándolo a gran altura sobre el suelo”.
Hablamos de Neoliberalismo Capitalista de Estado (1),
la prevalencia del Capital en alianza con el Estado sobre los otros
factores fundacionales, Tierra y Trabajo. Lo que quiere decir que no hay
eutanasia del capitalismo, sino una refundación en nuevos odres
potenciadora de sus peores instintos. Una mutación regresiva, sirva la
aparente contradicción. Una forma de ir hacia atrás socialmente – la
institucionalización del desempleo estructural de dos dígitos; la
socialización de las pérdidas y la privatización de las ganancias; la
imposición de recortes, ajustes y austeridad por parte de los menos a
los más; etc. - para tomar impulso. Y curiosamente en ese ir a más, el
capitalismo de Estado está tirando por la borda algunos referentes más
amables para adoptar mecanismos de control social que eran propios del
socialismo de Estado. Las crecientes restricciones de libertades, la
“centralización democrática” para hacer eficiente la gobernabilidad, en
línea con la teoría del “exceso de democracia” formulada por Samuel
Huntington, y la utilización de la burocracia estatal para dirigir la
economía y monitorizar la lucha de clases, son algunas de esas señales
regresivas que sirven para pavimentar su radiante por-venir.
Aunque hoy es un axioma que el capitalismo realmente
existente supone una peligro para la humanidad y el planeta mismo, a lo
que estamos asistiendo es una fuga hacia adelante del sistema. A su
preservación sin fecha de caducidad. Ha fletado un Arca de Noé para
ponerse a salvo del diluvio que él mismo ha desatado y cuando escampe,
si la santísima trinidad sigue en pie y el babelismo que el Estado y sus
políticas autoritarias de arriba abajo ha inoculado en la izquierda no
se quiebran, los únicos damnificados serán el común de las personas.
Donde el Estado impera, los seres humanos en libre asociación sobran.
Por eso nuestra crisis es su botín.
(1).La posición del Estado en el capitalismo y en el
socialismo ha sido objeto de debate en la tradición marxista-leninista.
Según su argumentario, existe un “capitalismo de Estado” como primera
fase de la transición al socialismo, que “estataliza” la propiedad de
los medios de producción, diferente y opuesto al “capital monopolista de
Estado”, propio del capitalismo privatizador de los recursos. También
hay un “estatismo” -Mussolini y Hitler-, caracterizado por utilizar el
Estado para preservar la propiedad privada en momentos de crisis. Esa
era la tesis, por ejemplo, de León Trotsky en su libro La revolución traicionada.
Una teorización que los hechos históricos se han encargado de desmentir
de plano. Primero con la utilización del intervencionismo estatal
preconizado por Keynes en la vertiente de movilización general bélica en
la Alemania nacionalsocialista, y más tarde con los ejemplos
pradigmáticos de la Rusia exsoviética de los oligarcas y la experiencia
anfibia de la China capitalista bajo batuta del Partido Comunista. Lo
que indica que “el Estado” es un troquel autoritario que prefigura sus
fines, como siempre sustuvo la tradición anarquista. En nuestro texto,
simplificamos los modelos presuntamente antagónicos denominándolos
“capitalismo de Estado” y “socialismo de Estado”. Uno y otro son la
antítesis de la democracia. Porque el gobierno del pueblo (demos)
alcanza su plenitud en la autonomía, y el Estado, en cuanto
representación política de la Idea divina, es de facto y de iure “el
enemigo del pueblo”.
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