Emiliano Gómez Peces
El éxodo político de los vencidos en la
contienda había empezado casi al principio de las hostilidades, al
compás de las victorias del ejército insurgente y como contrapartida a
la sucesión de derrotas cosechadas por las tropas republicanas. La
ocupación de Guipúzcoa a fines de 1936 ya había arrojado una cifra de
15.000 refugiados que buscaron abrigo en Francia. La evacuación del
frente del norte durante las ofensivas franquistas en Vizcaya, Santander
y Asturias había producido en 1937 la salida de otros 160.000
refugiados. Y la campaña franquista de Aragón en marzo-abril de 1938
había dado como resultado la expatriación de 24.000 refugiados. La gran
mayoría de afectados por aquellas primeras oleadas del exilio habían
retornado a la zona bajo poder del Gobierno republicano, de modo que
permanecieron en Francia, otros países europeos y México unas 40.000
personas, básicamente niños.
Nada de ello tuvo la entidad de lo que
se vivió a principios de 1939, cuando, en el transcurso de poco más de 3
semanas (las que van del 28 de enero, dos días después de la ocupación
de Barcelona por las tropas nacionalistas, al 10 de febrero de 1939),
cerca de medio millón de españoles cruzaban la frontera francesa y
abandonaban forzosamente su tierra para empezar un largo exilio que
habría de durar, para muchos de ellos, el resto de sus vidas. A ellos se
les unirían otras 15.000 personas que consiguieron salir desde los
puertos de la zona central republicana antes del colapso militar de
marzo de 1939. La huida masiva conllevó una serie de elementos
desgarradores entre los cuales el continuo bombardeo de la población en
retirada, las inclemencias del tiempo aguzado por un frío invierno, el
abandono de los enseres personales por el camino y lo que aquello
significaba para muchas personas, mujeres especialmente, quienes dejaban
tirados en la cuneta los recuerdos de toda una vida. El hambre, la
separación de las familias por las autoridades francesas tras el cruce
de la frontera, así como un futuro incierto tras el paso de la misma,
fueron los elementos que impregnaron una experiencia del exiliado
marcando un antes y un después para muchos de ellos y, en definitiva,
dando lugar a lo que sería una memoria colectiva del exilio.
Una gran parte de ellos regresaron, sin
embargo, a las pocos meses, empujados por las autoridades francesas o
guiados por su propia desesperación. Los que no regresaron ni fueron
deportados a campos de concentración hubieron de pasar todavía un sinfín
de penalidades tras la ocupación alemana de Francia. Muchos habían sido
llamados a las compañías de trabajadores, otros continuaron el combate
antifascista incorporándose a la resistencia, y unos cuantos millares
lograron poner mar por medio y establecerse en otras tierras.
El masivo exilio que puso término a la
Guerra Civil, no fue el primero en la historia moderna y contemporánea
de España. Sin embargo, como señala el profesor Enrique Moradiellos,
constituyó un caso singular en varios aspectos cruciales. En el orden
internacional, era el resultado de una sangrienta Guerra Civil que había
tenido una decisiva dimensión internacional y había suscitado enorme
pasión entre la opinión pública contemporánea. Así se explica que aquel
contingente de exiliados españoles acabara encontrando refugio en
lugares tan distintos y alejados: desde Francia y México, como destinos
mayoritarios, hasta Gran Bretaña, Unión Soviética, Dinamarca, Argelia,
Cuba o Argentina.
Desde el punto de vista español, era un
exilio superior a cuanto se había registrado en la historia nacional. No
en vano, la masa de exiliados revelaba una enorme pluralidad interna,
tanto por su procedencia geográfica, como por su composición
demográfica, su ocupación socio-laboral y su perfil ideológico. De
hecho, partieron al exilio españoles de todas las regiones: más
desde Catalunya y Aragón, por razón de cercanía territorial a la
frontera, que desde Asturias o Extremadura. Eran de todas las edades y
de ambos géneros: un mínimo de 220.000 soldados mayores de edad frente a
otro mínimo de 210.000 civiles, entre los que predominaban las mujeres,
los niños y los ancianos. También eran de todas las condiciones
sociales: casi la mitad obreros del sector industrial, más del 30%
trabajadores agrícolas y cerca de un 20% del moderno sector terciario. Y
en cuanto a sus credos políticos, abrigaban todo el espectro desde el
liberalismo democrático hasta el anarquismo, pasando por el socialismo,
el comunismo y los nacionalismos vasco y catalán.
España tardaría mucho tiempo en
recuperarse de las consecuencias de esa enorme hemorragia humana, que
privó al país de la competencia de un altísimo número de brazos y
cerebros. Sin embargo, aquellos expulsados por los vencedores, que los
consideraban la “anti-España”, acabarían reforzando la presencia de la
cultura española en los países de acogida y transfiriendo sus saberes y
habilidades a otros pueblos cercanos o lejanos pero ya para siempre
unidos a España por ese flujo migratorio tan numeroso como cualificado.
En memoria de todas estas mujeres y
hombres, gente anónima y gente más afamada, vamos a iniciar en La Mancha
Obrera una pequeña serie en la que se pongan de manifiesto algunas de
las figuras más relevantes del Exilio Republicano Español, al margen de
las ya reseñadas en la anterior serie de mujeres republicanas, muchas de
las cuales hubieron de desarrollar su obra en el exilio.
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