Esto es una tarde cualquiera en Lavapiés. Nueve
furgones de Policía Nacional. Dos de Policía Municipal, diez coches patrulla,
unos cincuenta agentes, aterrizan hacia las ocho de la tarde en la plaza.
Mientras unos uniformados ponen un cordón con cinta en el perímetro de la plaza,
otros (mitad de uniforme y mitad de paisano) empiezan a entrar a los locales de
la plaza donde saben que suele haber personas migrantes. Invaden las casas de
apuestas, las fruterías, las tiendas de menaje y electrodomésticos, los kebabs.
El círculo hecho con la cinta se convierte en una red infranqueable de la que
solo se puede salir con el permiso explícito de algún agente. Dentro de los
locales, los policías ponen a las personas de piel oscura contra la pared. Los
registran, les piden documentación. A los que no portan papeles que demuestren
su permiso de residencia en regla, los van sacando de uno en uno hasta que los
furgones están lo suficientemente llenos como para llevárselos a la comisaría de
Leganitos, o a la de Aluche, o quizás al CIE, a la espera de que salga un avión
directo a sus países de origen o a algún otro con el que el Gobierno de España
tenga convenio de repatriación y esté más o menos cerca.
Ayer en mi barrio la Policía
Nacional secuestró delante de nuestros ojos al menos a diecinueve vecinos. Las cien o ciento cincuenta personas que nos acercamos a ver qué pasaba terminamos protestando, les gritamos "racistas" a los policías, les dijimos que se fueran de nuestro barrio, que se marcharan al distrito de Salamanca o a La Moraleja a detener ladrones de verdad si eran tan valientes. Les seguimos increpando hasta que se fueron de nuestra plaza, hacia las nueve o las nueve y cuarto de la noche. Los policías se reían de nosotros cuando les gritábamos. En su cara, los pocos que no iban tapados con sus bragas hasta los ojos, se notaba el odio, el odio racista que nace de la ignorancia, la violencia y la burricie del Estado. Algunos se acariciaban una y otra vez la culata de sus pistolas, como esos hombres pervertidos que se pasan el rato atusándose sus partes en lugares públicos, como demostración de poder y de hombría.
Tuvimos que correr para evitar que aquellos
neonazis con cuerpos deformados por los anabolizantes nos aporreasen en plena
calle. Hoy en esas empresas de comunicación (el
Diario 20 Minutos, por ejemplo) con las que algunos de nuestros compañeros
de asambleas todavía siguen colaborando, publican que lo que pasó ayer por la
tarde en la Plaza de Lavapiés era un simple operativo policial contra el tráfico
de droga y de objetos robados, al que unos pocos vecinos nos opusimos por
considerarlo desmedido. Sin embargo, todos sabemos que fue una redada racista,
porque Lavapiés en el fondo es como un pueblo y conocemos perfectamente a los
vecinos a los que se llevaron. Quien no tiene un novio, tiene un amigo, y quien
no un amigo, un vecino de edificio entre los que ayer fueron desaparecidos de
nuestro barrio. Somos perfectamente conscientes de que el único delito que
habían cometido era el de ser personas africanas o bangladeshíes y que el motivo
de su secuestro fue de orden estrictamente racista.
A pesar de todo, nuestra respuesta fue tan tibia
que no creo que impidiésemos ni uno de los secuestros que desde la Delegación
del Gobierno o la Jefatura de Policía les habían fijado a sus perros guardianes
como cupo de detenciones para ayer por la tarde.
En los prolegómenos del Tercer Reich, en los primeros meses de gobierno del NP en Sudáfrica, este tipo de "razzias" por perfil étnico se producían también a diario. Luego pasó lo que todos sabemos, pero parece que solo unos pocos tenemos presente. En Madrid, solo una reacción contundente de la gente de a pie en las calles, enfrentándose cara a cara con la policía y asumiendo los riesgos hacia su integridad física y su libertad que eso supone, podrá detener esta nueva oleada de fascismo promocionada por quienes nos gobiernan y ejecutada de forma certera por las bandas organizadas de neonazis que llenan los cuerpos de seguridad del Estado.
La lucha contra las redadas racistas que la
Policía Nacional perpetra todos los días en nuestras paradas de metro, nuestros
intercambiadores, nuestros locutorios y nuestras plazas debería ser la madre de
las luchas actuales de los movimientos sociales, puesto que esos controles por
perfil étnico, esos secuestros a mano armada, son sin lugar a dudas la cara más
visible del fascismo hoy en nuestras calles.
Sin embargo, muchos de quienes participan en nuestras mismas manifestaciones
y nuestras mismas asambleas parece que sigue mirando a otro lado, manipulados
por sindicalistas y políticos a sueldo disfrazados ahora de plataformistas y
anegados por conveniencia en el mar de las mareas ciudadanas. En otras
palabras, mucha de nuestra gente sigue absorta en las luchas (los desahucios
hipotecarios, los recortes en sanidad y educación, las estafas en inversiones
bancarias) de esa pequeña burguesía que se resiste a reconocer su pertenencia a
la clase obrera, mientras en la puerta de su casa sujetos dominados por el odio
racista secuestran, hostigan, torturan y discriminan con toda la impunidad del
mundo a vecinos suyos por el mero hecho de tener aspecto de extranjeros y tener
aspecto de pobres.
Si toda esa gente no se moviliza de inmediato
contra la barbarie de las redadas racistas de la policía, los que ya hemos
decidido hacerlo lo pagaremos bien caro. Y cuando los secuestrados, los
hostigados y los discriminados en plena calle sean ellos, por ser ya los pobres
o los más morenos, entonces será demasiado tarde.
OTRA HUMANIDAD ES NECESARIA
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