El lunes
me invitaron a comer al Centro de recuperación para mujeres maltratadas de
Madrid. Sopa, pollo con patatas fritas y melón. Después, larga sobremesa con las
mujeres que viven en el centro, casi treinta. A esas conversaciones que tienen
todos los lunes les llaman formación ideológica. En esa casa no hay lenguaje
políticamente correcto. Allí la vida no tiene azúcar. Todas están tan vapuleadas
(y no es una metáfora) que llamar las cosas por su nombre es lo menos que se
puede pedir. No hay disimulos ni máscaras. Mucho dolor, eso sí.
Casi treinta mujeres, la más joven tenía 20 años, la mayor 60; la
mayoría eran españolas pero también había tres mujeres africanas y dos
latinoamericanas. La mayoría eran madres pero algunas estaban solteras y no
tenían hijos. Algunas acababan de llegar y a otras apenas les quedaban unos días
para irse tras estar 18 meses “recuperándose”. Poco tenían en común salvo que
todas eran mujeres. Al final de una conversación que duró casi tres horas, una
de las más jóvenes dijo: “nuestras vidas se semejan tanto que parece que todas
hemos sido maltratadas por el mismo hombre”.
Ese mismo día, el lunes, fue detenido un hombre de 26 años por ahogar
a su mujer en la bañera de casa. Fue en Madrid, él aseguró que había encontrado
a su pareja ya muerta cuando despertó. Sin embargo, la autopsia determinó que
la mujer había sido asesinada, ahogada de forma violenta. La mujer ya había sido
víctima de violencia de género en 2008, cuando tenía otra pareja.
El mismo lunes, un hombre de 22 años quedaba en libertad con cargos y
una orden de alejamiento de 500 metros después de haber apuñalado a su novia de
15, también ocurrió en Madrid. Cuando llegó al hospital, la menor trató de
encubrir a su agresor diciendo que la herida se la habían hecho en un intento de
robo. La policía no se lo creyó. Interrogaron por separado a la pareja y, ya a
solas, la menor contó lo ocurrido. El agresor tiene tres denuncias por malos
tratos contra otra mujer.
El martes se publicó la noticia: tiene cinco años, hará seis en
septiembre, y se quedó huérfana de madre cuando acababa de cumplir tres años
porque la mató su padre. Pero un juez de Zaragoza ha dado la custodia de la
pequeña a la familia del padre, aunque está en prisión condenado a 18 años de
cárcel por el asesinato de la que fue su esposa y madre de la niña. Como él está
en prisión, la pequeña queda al cuidado de los abuelos paternos. El juez,
titular del juzgado de Primera Instancia número 6 de Zaragoza, ha considerado
que la niña mantiene un “estrecho” lazo afectivo con ellos y que tienen mejor
situación económica en comparación con la familia de la madre asesinada que
había solicitado la custodia de la pequeña.
Para rematar la faena, el juez también decide separar a la niña de su
hermano mayor, hijo de una relación anterior que había tenido su madre. Eso sí,
el mismo juez ha tenido el detalle de ordenar que la niña pase más tiempo con su
hermano y, además, que esté supervisada por los psiquiatras del Hospital
Infantil de Zaragoza para que supere el trauma de que su madre ha sido asesinada
por su padre.
Al día siguiente, el miércoles, nos enterábamos de que tres
adolescentes que habían sido secuestradas y encerradas durante diez años en
Estados Unidos por un tipo llamado Ariel Castro, habían conseguido escapar.
Nadie las había encontrado en todo este tiempo. Junto a las tres jóvenes,
aparecía una niña de seis años fruto de una violación.
El jueves, el viernes… Hace veinte años que fui por primera vez al
Centro para mujeres maltratadas de Madrid. En aquella ocasión, fue para hacer un
reportaje y la visita me hizo tanto daño que ya nunca pude dejar de trabajar
sobre la violencia de género. Aquel día de hace dos décadas, le hice una
entrevista a una mujer que estaba delante de mí, con las muletas apoyadas en el
sillón, una muñeca vendada y las lágrimas paseándose por sus mejillas sin que
ella les hiciera caso, como si fuese algo natural, como pestañear. Apenas me
miraba a los ojos. De pronto susurró: “estoy enamorada, le quiero”. Han pasado
veinte años, no recuerdo su nombre, pero no he podido olvidar su cara. Era una
mujer muy menuda, bajita, morena de piel y cabello. Apenas se movía y, sin
embargo, permanecer un rato a su lado hacía que te sintieras nerviosa. Sus ojos
estaban hundidos, remarcados por un contorno azulado. Tristeza en estado
puro.
La última vez que había estado en el centro fue hace dos años. Aquel
día, cuando ya me iba, se me acercó una niña, me tiró de la manga del abrigo, me
miró a los ojos y me dijo: “¿Vamos a ganar verdad? Mi mamá y todas nosotras
vamos a ganar, ¿verdad?”. Le dije que sí, claro, mientras pensaba en todo lo que
queda por hacer para acabar con esa violencia que arrasa con la vida de mujeres
y niñas y recordaba que el primer refugio para mujeres maltratadas del que se
tiene constancia se fundó en Londres en 1859. Seguro que allí también hubo niñas
convencidas de que iban a ganar, que tenían que ganar.
Hay sitios donde la vida no tiene azúcar y ministros y ministras que se
preocupan de enriquecerse mientras recortan; de buscar su futuro mientras nos
roban el presente y de “limpiar ideológicamente” de las leyes, de la educación,
de los presupuestos… todo aquello que suene a justicia, a igualdad, a derechos
conquistados. Recortando en prevención de la violencia, en recursos para las
víctimas; eliminando la asignatura de educación para la ciudadanía,
subvencionando colegios que segregan al alumnado por sexos, obligando a las
mujeres a jugarse la vida para abortar, echando a la calle a millones de
trabajadores y trabajadoras y recortando los subsidios… ¿cómo pueden “ganar”
quienes incluso siendo aún niñas ya les han robado casi todo? Hay ministros y
ministras empeñados en trasladar un país al que le costó demasiado entrar en el
camino de la democracia a sus tiempos más oscuros.OTRA HUMANIDAD ES NECESARIA
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