Emiliano Gómez Peces
Aunque ya no sea noticia de portada,
dada la vertiginosa rapidez con la que digerimos sin empacho las más
trágicas noticias, sobre todo cuando se trata de países alejados
geográficamente de nuestro entorno, lo cierto es que ya son más de 1.127
las trabajadoras y trabajadores muertos, cuando aún no ha concluido las
tareas de desescombro del Rana Plaza, el edificio comercial que el
pasado 24 de abril se incendió y derrumbó, situado en el distrito de
Savar, a las afueras de Dacca, la capital de Bangladesh, uno de los
países más pobres del mundo. Dicho edificio albergaba varios talleres
textiles que forman parte del paisaje globalizador de este siglo, que se
extiende por Haití, Sri Lanka o la frontera entre México y Estados
Unidos. Se trata de refugios miserablemente construidos para un proceso
de producción orientado a largos días de trabajo, máquinas de pésima
calidad y trabajadores cuyas vidas están sometidas a los imperativos de
la producción puntual.
Es en los años noventa cuando los
grandes productores de prendas de vestir deciden “deslocalizar” sus
centros de producción en Occidente y utilizar el régimen de
subcontratación que les permite a estas firmas gozar del beneficio de
productos baratos sin que sus conciencias se vean perturbadas por el
sudor y la sangre de los trabajadores, aprovechando la negligencia de
gobiernos poco preocupados por la seguridad y los derechos laborales de
sus ciudadanos.
La situación de los trabajadores en
Bangladesh es lo más cercano a la esclavitud moderna, trabajando más de
10 horas en edificios precarios e inseguros, con los salarios más bajos
del mundo (apenas superan los 30 € mensuales) y sin derecho a
organizarse, con persecuciones y torturas contra los organizadores
sindicales. En abril de 2012, Aminul Islam, uno de los dirigentes del
Centro Bangladesí por la Solidaridad de los Trabajadores, fue
secuestrado y apareció asesinado unos días después con evidentes signos
de tortura. Sólo en el área de Dacca, hay cerca de 100.000 fábricas.
Este no es el primer accidente de estas carcterísticas, aunque sí el más
grave. En los últimos 15 años ha habido más de 600 muertos y de 300
heridos en accidentes ocurridos en fábricas textiles, incendios o
derrumbes en Bangladesh.
Estos terribles sucesos demuestran
crudamente que el capitalismo actual, en esta segunda década del siglo
XXI es más que nunca un sistema basado en la “esclavitud asalariada”,
como planteó Marx, y pone de manifiesto, por un lado, la responsabilidad
directa de las grandes compañías textiles occidentales, como El Corte
Inglés, Mango, Benetton o Primack, destinatarias de algunos de los
talleres de este último edificio derrumbado y, por otro lado, la
insolidaridad de la sociedad occidental, siempre dispuesta a consumir
esas prendas de vestir sin cuestionarse las terribles condiciones
laborales de las personas que las manufacturan.
Los trabajadores y trabajadoras de todo
el mundo no deberíamos de olvidar nunca este 24 de abril ni el
significado de este holocausto, para que la muerte de estas 1.127
personas anónimas no resulte del todo inutil.
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