Martes, 11 de Diciembre de 2012.
Es la nuestra una sociedad que, pese a haber dejado atrás la figura
de un Dios sobrenatural que ejerza como medidor de todas las cosas y que
monopolice con su figura el ámbito de lo sagrado, sigue teniendo en
última instancia una fundamentación sagrada. El Dios-mercado es su
principal divinidad.
El consumismo-capitalismo ha venido a sustituir,
desde una perspectiva funcional, a los antiguos y tradicionales modelos
religiosos fundamentados en la existencia de una relación del ámbito de
lo sagrado con lo sobrenatural (el Dios o los Dioses), remplazando tal
relación por una nueva concepción de los elementos sacralizados acorde a
la realidad histórica de nuestros tiempos, así como a las propias
exigencias de conocimiento empírico/ilustrado demandadas por los sujetos
actuales. Es la nuestra una sociedad que, pese a haber dejado atrás la
figura de un Dios sobrenatural que ejerza como medidor de todas las
cosas y que monopolice con su figura mitológica el ámbito de lo sagrado,
sigue teniendo en última instancia una fundamentación sagrada, es
decir, una fundamentación simbólico/estructural incuestionable y
absoluta, a partir de la cual se consigue dar fundamento al
funcionamiento mismo de la sociedad, así como a las relaciones sociales,
políticas y económicas que dentro de ella desarrollan los individuos,
con sus respectivas clases sociales, que la habitan.
En esta nueva sociedad religiosa
consumista-capitalista una serie de ideas y conceptos, carentes de toda
referencia a lo sobrenatural, han sido sacralizados como verdaderos
Dioses y, como aquellos viejos Dioses de antaño, acaban también por
determinar en última instancia el funcionamiento de la sociedad, así
como el papel que dentro de ella juegan cada una de las diferentes
clases sociales existentes. Estas ideas sacralizadas, estos nuevos
Dioses modernos, están directamente relacionadas con aquello que Marx
llamase la infraestructura, es decir, con la estructura económica que
determina el funcionamiento de la sociedad y de la cual brotan los
elementos estructurales y superestructurales.
Marx afirma que la base
económica, la estructura, determina una compleja superestructura
política, moral, ideológica, que está condicionada por dicha base
económica de la sociedad, es decir, por las relaciones de producción y
de cambio. Para Gramsci esta es una afirmación de carácter gnoseológico,
en el sentido de que indica el proceso a través del cual se forman las
ideas, las concepciones del mundo que lo sujetos han de hacer suyas
mediante su proceso de socialización y que, posteriormente, les servirán
como referencia tanto para el pensamiento como para la acción, así como
también, y principalmente, para la orientación de sus vidas dentro del
marco sociocultural en el que les haya tocado en suerte desenvolverse.
Son precisamente estas ideas de carácter económico -aquellas que con
mayor claridad se presentan ante la psique de los individuos de nuestra
actual sociedad como absolutas e incuestionables-, las que nosotros
vamos a abordar como si de figuras divinas se trataran, en tanto que es a
través de ellas que la sociedad se cohesiona en su ideología
consumista-capitalista y, por tanto, donde con mayor eficiencia se
garantiza la creación y reproducción de hegemonía, viniendo así a
desempeñar, a nivel funcional, el mismo papel central que, para dicha
función de creación y reproducción de hegemonía, desempeñase en el
contexto de las sociedades religiosas tradicionales la figura del Dios
omnipresente, omnisciente y todopoderoso.
La propiedad privada, el dinero, la racionalidad
económica, las leyes del mercado, el consumo, son algunas de estas ideas
que dan fundamento a nuestra actual sociedad gozando de un carácter
absoluto e incuestionable. Son conceptos que viven adheridos al ambiente
socio-cultural de nuestra época, representaciones que todos nosotros
manejamos con unas connotaciones semánticas prácticamente idénticas, más
allá de la interpretación que cada cual pueda darles. Todos estos
conceptos han sido elevados al grado de absoluto por el actual modelo
socio-económico imperante, así como dotados de un carácter sagrado que
los coloca en el centro mismo de nuestras vidas, en tanto que éstas
están determinadas por un proceso de aprendizaje cultural que los
convierte en incuestionables. Sin embargo, todas las citadas hasta el
momento no son más que el reflejo, las diversas caras, que presenta ante
nosotros el gran Dios de nuestros días, el verdadero elemento sacro de
nuestra sociedad consumista-capitalista, el auténtico elemento absoluto e
incuestionable de nuestros tiempos: el -libre- mercado. He ahí, en el Dios-mercado,
el nombre de nuestra máxima divinidad, de nuestro particular Yahveh, de
nuestro Brahman, de nuestro Zeus; el que sería el equivalente al padre
de todos los Dioses en las religiones politeístas, o al Dios
todopoderoso, omnipotente y omnisciente en las religiones monoteístas.
La figura central de la que se derivan, directa o indirectamente, todas
las demás divinidades, la fuente de la que emana y en la que bebe todo
elemento sacro. En palabras de Ludwig von Mises, uno de sus principales
profetas:
"La construcción imaginaria de una economía de
mercado puro o sin trabas supone que existe división del trabajo y la
propiedad privada (control) de los medios de producción y que por
consiguiente hay un mercado para el intercambio de bienes y servicios.
Se supone que el funcionamiento del mercado no es impedido por factores
institucionales. Se supone que el gobierno, el aparato social de
compulsión y coerción, intenta o se interesa en la preservación de la
operación del sistema de mercado, se abstiene de obstaculizar su
funcionamiento, y lo protege contra infracciones por terceros. El
mercado es libre, no hay interferencia, de factores ajenos al mercado,
con los precios, tasas de salarios y tasas de interés. A partir de estos
supuestos la economía trata de dilucidar el funcionamiento de una
economía de mercado puro. Sólo en una fase posterior, después de haber
agotado todo lo que se puede aprender desde el estudio de esta
construcción imaginaria, se vuelca al estudio de los diversos problemas
planteados por la interferencia con el mercado por parte de los
gobiernos y otras agencias que emplean coerción y compulsión."
Unas construcción imaginaria, un producto del
pensamiento humano, un ente cuya existencia en la realidad empírica no
está demostrado ni podrá nunca estarlo, sencillamente porque, como
elemento realmente existente, no existe. Lo cual no impide que el propio
von Mises, al que, no por casualidad hemos catalogado como uno de los
grandes profetas de la nueva religión consumista-capitalista, nos los
presente en sus obras como fundamento de la propia civilización. No de
la civilización capitalista, no -como, efectivamente, es-, sino de toda
civilización. De la misma manera que el cristianismo, como las demás
religiones monoteístas, presenta a su Dios como único y verdadero,
fundamento de toda civilización, incluso de aquellas que tienen otros
Dioses a los que adorar y otras religiones mayoritarias. No es que sea
el fundamento de nuestra sociedad capitalista, es que es el fundamento
de toda civilización que se tercie. Lo sepan o no lo sepan, lo quieran o
no lo quieran, otras culturas.
Un fenómeno de características metafísicas que
se rige por sus propias leyes metafísicas, por doctrinas tan abstractas
como la conocida “mano invisible”. Gracias a ella, según nos dejó
escrito en su obra “Una investigación sobre la naturaleza y causas de la
riqueza de las naciones” otro de sus grandes profetas, Adam Smith, el
mercado libre es capaz de coordinar por sí mismo los distintos intereses
particulares y armonizarlos, resultando de esto una asignación óptima
de los recursos y, en definitiva, el máximo bienestar de la sociedad
entera. Los mercados sin trabas maximizan la libertad individual y son
la única vía al crecimiento económico; la mano invisible se encarga de
ello. Smith intentaba demostrar así la existencia de un orden económico
natural, que funcionaría con más eficacia cuanto menos interviniese el
estado. La mano invisible regula las conformaciones sociales y compensa
los excesos por sí sola; es una especie de orden natural contra el que
los seres humanos no deberían atreverse a ir. El orden natural debe
prevalecer frente a la intervención de los hombres, hay que dejarlo
hacer. Su funcionamiento descansa en un conjunto de mercados, definidos
como toda institución social en la que los bienes y servicios, así como
los factores productivos, se intercambian libremente. De esta forma se
contestan las tres preguntas fundamentales que se plantean a todo
sistema económico: ¿qué producir?, ¿cómo producir? y ¿para quién
producir? La mano invisible nos da las respuestas. Los propios
consumidores indican a los productores lo que debe producirse a través
del funcionamiento natural de la economía guiada en su hacer por la mano
invisible. La acción de la larga mano de esta nueva divinidad no
requiere ningún fundamento moral, ella es la moralidad. El mercado el
que se corrige a sí mismo; sin embargo, eso sí, debe haber instituciones
encargadas de investigar y sancionar los comportamientos ilícitos
contrarios al normal devenir del libre mercado, cual herejes que se
atreven a nombrar a Dios en vano o, peor aún, cual impíos que se atreven
a actuar en contra de su divina providencia.
El Dios mercado exige idolatría. Exige que se
tenga una confianza plena en su funcionamiento, que no se cuestione
jamás su naturaleza, que se le deje hacer lo que deba hacer, porque si
tal cosa se hace se comprobará que nunca se equivoca, que siempre actúa
con nobles intenciones, que tiene una bondad intrínseca por la cual es
capaz de resolver satisfactoriamente todos los problemas de carácter
económico que se le plantean a la sociedad en su conjunto y a todos y
cada uno de sus ciudadanos por separado. Por supuesto, si así fuese
necesario, si, en algún momento, se tuviese la percepción de que no está
funcionando con la bondad y la efectividad que se le presupone, no se
puede dudar de él, simplemente habrá que entregarle los sacrificios que
sean necesarios para que, de esta manera, deje atrás su enfado con la
actitud de los hombres, motivo por el cual, en forma de castigo, decide
actuar negativamente sobre la sociedad y los hombres.
El Dios mercado es incognoscible, intocable,
invisible, está en todas partes. Está por encima del hombre, de todos
los seres animados y de la propia Tierra. Todo puede ser sacrificado en
su nombre. La educación, la sanidad, la cultura, la vivienda, la
alimentación, todo, absolutamente todo, incluso la propia vida humana.
Por lo tanto, todos debemos ser temerosos de él, de desviarnos de sus
mandatos, si no queremos que su divina providencia caiga sobre nosotros.
Hay que rezarle y adorarlo, santificar todas las cosas en su divino
nombre y no permitir que haya nada que pueda escapar de su acción
divina. Nada existe ni puede existir fuera de él, él todo lo abarca.
Quien ose desafiarlo, quien se atreva siquiera un instante a dudar en
público de su existencia, de su palabra, de sus leyes y dogmas o de su
naturaleza como Dios de amor y bondad, debe ser inmediatamente señalado
por el resto de la sociedad, juzgado y condenado para el resto de la
eternidad.
No admite descreídos ni ateos.
En su nombre, todo elemento social debe ser
mercantilizado, incluida la propia existencia humana. Todo debe ser
tratado como si pudiera ser comprado/vendido, como si solo la divina ley
de la mano invisible tuviera la capacidad de regir, y llevar a buen
puerto, las relaciones humanas. Los seres humanos deben dejar de ser
fines en sí mismos, para convertirse en sujetos intermediarios de la
voluntad de Dios, en medios que hagan posible extender su divina
presencia a todos los ámbitos de la vida humana, en público como en
privado. Toda relación social, del tipo que sea, debe regirse por la
oferta y la demanda. Yo oferto algo, yo demando algo. Las demás personas
me ofertan algo, me demandan algo. Debo buscar como hacer posible que
mis necesidades sean cubiertas con aquellas cosas que ofertan los demás,
así como que las necesidades de otras personas puedan ser cubiertas con
aquello que yo oferto. Esa es la ley fundamental que me va a permitir
estar en paz con el Dios mercado y, en consecuencia, que me hará posible
tener una existencia acorde a su voluntad.
La mercantilización debe ir más allá de las
relaciones económicas, debe ser parte, y fundamento, de la sociedad
misma, extenderse hasta todas y cada una de las relaciones humanas. El
mercado lo abarca todo, no solo el ámbito de la economía. De igual
manera que un cristiano debía creer en Dios, y comportarse conforme a su
voluntad, tanto dentro como fuera de la Iglesia, tanto en el espacio
público como en el privado, el súbdito del Dios mercado debe creer en su
sagrada figura, y comportarse según su voluntad, en todos los aspectos
de su vida, y no solo en lo que se refiere a sus actividades o
relaciones sociales de tipo económico. Será así, y solo así, como la
sociedad en su conjunto se convierta en una manifestación de la voluntad
del Dios-mercado. El comportamiento según lo que de nosotros espera el
Dios-mercado debe estar presente en nuestras vidas las veinticuatro
horas del día, con la concepción de nuestra existencia como un gran
mercado donde la ley de la oferta y la demanda todo lo rige, todo lo
abarca, porque así será como el Dios mercado podrá estar presente en
nuestras vidas en todo momento, bendiciéndonos con su presencia.
Si en el ámbito de lo económico el mercado es el
conjunto de compradores, reales y potenciales, que tienen una
determinada necesidad y/o deseo, dinero para satisfacerlo y voluntad
para hacerlo, los cuales constituyen la demanda, y vendedores que
ofrecen un determinado producto para satisfacer las necesidades y/o
deseos de los compradores mediante procesos de intercambio, los cuales
constituyen la oferta, y, ambos, oferta y demanda, son las principales
fuerzas que mueven el mercado gracias a la impecable y siempre acertada
acción de la mano invisible, en el resto de nuestras vidas, en todo
aquello que, en principio, quede fuera de nuestras relaciones sociales
de tipo económico, tales deben ser también los principios que rijan
nuestra existencia. Las personas con las que nos rodeamos no deben ser
vistas como fines en sí mismos, sino como medios que nos han de conducir
a la satisfacción de nuestros propios fines y, a cambio, debemos
aceptar que el resto de sujetos nos presten a nosotros exactamente el
mismo trato. Todo debe ser mercantilizado. Vender y comprar lo que se
pueda vender y comprar, y, lo que no se pueda, tratarlo como si se
pudiese. Todo lo que no tenga un precio, podrá, al menos, tener una
función que nosotros podremos utilizar como medio para la consecución de
alguno de nuestros fines. Y, de la misma manera, todo lo que en
nosotros no pueda ser valorado mediante un precio, podrá, al menos,
servir para que otras personas lo usen como un medio para la
satisfacción de alguno de sus fines.
Así el Dios mercado todo lo rige, tal cual es su
voluntad y la de sus profetas y sacerdotes, es decir, el sistema de
enseñanza y los medios de comunicación capitalistas, que a diario, desde
el mismo momento de nuestro nacimiento, se encargan de recordárnoslo.
El culto al dinero, la reverencia a la propiedad
privada, en definitiva, la deificación del objeto material y consumista
-cualquiera que sea-, es, seguramente, donde mejor se puede vislumbrar
el teísmo omnipresente en nuestra actual sociedad occidental
capitalista, en tanto que la reverencia al poderoso (al que tiene dinero
o tiene el poder económico, social, político o militar) es la forma de
culto por antonomasia en toda sociedad de clases, así como tal culto al
poderoso ha sido la forma de culto que más y mejor ha ejemplificado en
todas y cada una de las sociedades habidas y por haber la esencia
religiosa de la misma.
Por otro lado, aunque estrechamente relacionado,
nuestra actual sociedad ha sacralizado el modo de producción
capitalista, planteándolo como único modelo viable para la creación
eficiente de riqueza, frente a los obsoletos modelos dados en otras
etapas anteriores de la evolución social, o a los utópicos y fracasados
modelos presentados como alternativos a éste por las ideologías
políticas de izquierdas. Según Fukuyama, otro de los grandes profetas de
la nueva religión: “En contra de lo que dice Marx, el tipo de
sociedad que permite al hombre producir y consumir la mayor cantidad de
productos sobre la base más igualitaria no es una sociedad comunista, si
no una sociedad capitalista”. Es, claro, la forma que tiene
nuestra sociedad de sacralizarse a sí misma, de convertir su orden
socioeconómico en absoluto e incuestionable desde la misma base
simbólica que ha de regir su funcionamiento. Toda religión, huelga
decirlo, se presenta a sí misma, frente a sus “competidoras”, como la
única verdadera. Esta es la forma que la religión consumista-capitalista
tiene de hacer tal cosa. En el momento en que otorga carácter
incuestionable al modo de producción que la sustenta, lo que en la
práctica está haciendo es presentarse a sí misma como la única
verdadera. Da igual que existan otros modelos posibles, solo en este
modelo capitalista podemos encontrar la verdad. Todo modo de producción
que no sea el capitalista es, según doctrina de fe, ineficiente y, en
consecuencia, está destinado al fracaso. Solo hay un único y verdadero
Dios, el Dios-mercado, y, por tanto, solo hay un único y verdadero modo
de producción, que no es otro que aquel que lo representa: el
capitalismo.
Y no se atreva usted, por supuesto, a cuestionar
algunas de estas ideas sacralizadas, porque directamente pasará a ser un
proscrito para el sistema, un hereje, un ateo, un impío, un subversivo y
peligroso individuo al cual se le hará caer encima todo el poderoso
peso de la presión social de sus conciudadanos, y, por supuesto, si
llegase el caso y eso no fuese suficiente para hacerle cejar en su
empeño, tenga ojo con la ley, pues el consumismo-capitalismo también
tiene su propia inquisición: los cuerpos y fuerzas de seguridad del
estado, los tribunales de orden público y los parlamentos burgueses que
legislan según el gusto del Dios mercado consumista/capitalista, que
para algo financia sus campañas.
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