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domingo, 23 de diciembre de 2012

LA MUJER EN SU SOLEDAD (UN SUCESO REAL)


Traducido por Maialen Berasategi. Jatorrizko testua, euskeraz: Emakumea bere bakardadean (benetan gertatua)*


Bilbao, 25 de octubre. Acabo de salir de una rueda de prensa, y me dirijo a la redacciónpor el Arenal. Me detiene una mujer que me ha visto con el móvil en la mano: me dice que su teléfono se ha quedado sin batería, y que a ver si le podría dejar el mío para avisar a su novio de que venga a recogerla, ya que tampoco tiene dinero. Se encuentra sentada en un banco, nerviosa; se expresa con gravedad, pero parece sincera.
Percibo en su comportamiento las consecuencias del ciclo de la violencia: baja autoestima, dependencia emocional, sentimiento de culpa…Me cuenta que quiere mucho a su novio, y que no es tan malo; que es posible que venga enfadado, pero que se le pasará pronto
Le dejo mi móvil.Su novio tiene el teléfono apagado; por lo tanto, le comunicamos vía sms que la mujer le está esperando. Nada más enviar el mensaje, me dice que es posible que su pareja no venga. Porque tiene una orden de alejamiento. Estúpidamente, le pregunto si su novio le pega, a pesar de saber que seguramente no me va a decir la verdad, que ante una desconocida ocultará aquello que le hace sentirse tan débil. Ni siquiera me responde. «No va a venir a recogerme; ¿por qué iba a venir? No valgo nada, pero tiene que venir; no tengo a nadie más. Y, para colmo, estoy bebida».
Percibo en su comportamiento las consecuencias del ciclo de la violencia: baja autoestima, dependencia emocional con quien la maltrata, sentimiento de culpabilidad, arrepentimiento por haberlo denunciado… Me siento a su lado. Me cuenta que quiere mucho a su novio, y que no es tan malo; confiesa que es posible que venga enfadado, pero cree que se le pasará pronto. Le pregunto qué ocurrirá si le da una bofetada antes de que se le pase el enfado, y se echa a llorar, temblando.
La convenzo para que no espere a su expareja y se vaya a casa: le atrae la idea del sueño y la ducha posterior al descanso. Estúpidamente —de nuevo—, le prometo que la llevarán los municipales; la idea no le ha gustado mucho, pero, poco a poco, consigo persuadirla.
Pregunto a los policías si la pueden llevar a casa. «Nosotros no somos taxistas», me responde uno. Otro concluye que la mujer está en su derecho de rechazar la ayuda. Ellos han visto a una borracha, yo he visto a una mujer que necesita ayuda
Detengo un coche de los municipales, el segundo que veo después de caminar 50 metros. Mientras les doy explicaciones a los policías, dos ertzainas se acercan a la mujer: su expareja les ha comunicado que la chica le ha llamado y que él no puede ir por causa de la orden de alejamiento. Para cuando llegamos al lugar donde se encuentran los ertzainas, ya se han rendido, y se han alejado de la mujer. De todos modos, les pregunto si la pueden llevar a casa. «Nosotros no somos taxistas», me responde uno; el otro añade que, como mucho, pueden pedir una ambulancia, pero que la mujer les ha dicho que no quiere ayuda. Entonces, uno de los municipales concluye que la mujer está en su derecho de rechazar la ayuda, y que ellos respetan los derechos.
En el mismo lugar en el que los policías han visto a una borracha, yo he visto a una mujer que necesita ayuda. Por tanto, trato de despertar la empatía y la piedad de estos cuatro hombres, de algún modo, explicándoles que ha recibido malos tratos y que es normal que esté dudosa. Pero es en vano: hemos perdido cinco minutos discutiendo sobre derechos hipotéticos y supuestos límites legales. Entonces, he tratado de que dieran aviso a los servicios sociales a cerca de la mujer —ya que suelen tener los datos de las denunciantes— para que le ofrezcan atención psicológica, pero también ha sido en vano: no tienen las herramientas necesarias para ello, ni tampoco las ganas necesarias.
«No voy a poner mi puesto de trabajo en peligro por ayudar a una persona», concluye el ertzaina con complejo de taxista, y se larga, junto con los otros tres. Estúpidamente —por tercera vez—, me pregunto cómo es posible que unas personas que se encargan de proteger a la ciudadanía dejen sin protección a una víctima de la violencia machista. Más aún teniendo en cuenta que, en teoría, han recibido una formación específica para ello.
Vuelvo con la mujer, y la levanto del banco. Cuando una persona que acaba de dejar de fumar siente la tentación de encender un cigarrillo, suele agradecer que alguien le recuerde por qué dejó de fumar. En vez de pensar que nunca volverá a fumar, es mejor que se proponga el reto cada día: hoy no voy a fumar. Así, de camino a la parada de taxi, le propongo a la mujer que también vaya día a día, para que poco a poco vaya aprendiendo a vivir sin el hombre que la maltrata. Reconoce que tiene un gran lío en la cabeza, pero me cree cuando le digo que merece a alguien que la quiera bien.
Antes de montarse en el taxi, nos hemos dado un abrazo. Me ha estrechado fuerte, y me he dado cuenta de que es la calidez lo que más ha agradecido, sentirse comprendida, tener a alguien a su lado al menos en una parte del camino, que alguien le diga que no está sola. A pesar de que para algunos valga como excusa, las leyes y los protocolos no prohíben nada de eso.
Este artículo fue publicado originalmente en Berria. Lo hemos publicado y traducido con la autorización de su autora.

OTRA HUMANIDAD ES NECESARIA 

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