ATALAYA COMUNISTA EN JEREZ DE LA FRONTERA.
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Si los pueblos no se ilustran, si no se divulgan sus derechos, si cada hombre no conoce lo que puede, vale, debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas y será tal vez nuestra suerte cambiar de tiranos sin destruir la tiranía.
Gritó el oficial apuntando con su dedo a
Víctor Jara, quien junto a unos 600 profesores y estudiantes de la UTE
ingresábamos prisioneros con las manos en la nuca y a punta de bayonetas
y culatazos al Estadio Chile, la tarde del miércoles 12 de septiembre
de 1973. Era el día siguiente del golpe fascista. El día antes, el 11,
Víctor debía cantar en el acto que se realizaría en la UTE, donde
nuestro rector Enrique Kirberg recibiría al presidente Allende, quien
anunciaría el llamado a plebiscito al pueblo de Chile. Sin embargo, la
voz de Allende fue apagada en La Moneda en llamas y la guitarra de
Víctor quedaría allí, destrozada por la bota militar en el bombardeo de
la UTE, como testimonio más de la barbarie fascista.“¡A ese hijo de puta
me lo traen para acá!”. Repitió iracundo el oficial. Casco hasta los
ojos, rostro pintado, metralleta al hombro, granada al pecho, pistola y
corvo al cinto, balanceando su cuerpo tensado y prepotente sobre sus
botas negras.
“¡A ese huevón! ¡A ése!”. El soldado lo
empuja sacándolo de la fila. “¡No me lo traten como señorita, carajo!”.
Ante la orden, el soldado levanta su fusil y le da un feroz culatazo en
la espalda de Víctor. Víctor cae de bruces, casi a los pies del
oficial.
“¡Che, tu madre! Vos sos el Víctor Jara
huevón. El cantor marxista ¡El cantor de pura mierda!”. Y, entonces, su
bota se descarga furibunda una, dos, tres, 10 veces en el cuerpo, en el
rostro de Víctor, quien trata de protegerse la cara con sus manos (ese
rostro que cada vez que lo levanta esboza esa sonrisa, que nunca lo
abandonó hasta su muerte). Esa misma sonrisa grande con que cantó desde
siempre al amor y a la revolución.
“Yo te enseñaré hijo de puta a cantar canciones chilenas, ¡no comunistas!”.
El golpe de una bota sobre un cuerpo
indefenso no se olvida jamás. El oficial sigue implacable su castigo,
enceguecido de odio, lo increpa y patea. La bota maldita se incrusta en
la carne del cantor. Nosotros, apuntados por los fusiles contemplamos
con horror la tortura de nuestro querido trovador y pese a la orden de
avanzar nos quedamos transidos frente al horror. Víctor yace en el
suelo. Y no se queja. Ni pide clemencia. Sólo mira con su rostro
campesino al torturador fascista. Este se desespera. Y de improviso
desenfunda su pistola y pensamos con pavor que la descerrajará sobre
Víctor. Pero, ahora le golpea con el cañón del arma, una y otra vez.
Grita e increpa. Es histeria fascista.
Y, entonces, la sangre de Víctor
comienza a empaparle su pelo, a cubrirle su frente, sus ojos. Y la
expresión de su rostro ensangrentado se nos quedaría grabada para
siempre en nuestras retinas.El oficial se cansa y de pronto detiene sus
golpes. Mira a su alrededor y advierte los cientos de ojos testigos que
en una larga hilera lo observan con espanto y con ira. Entonces, se
descompone y vocifera.“¿Qué pasa huevones? ¡Que avancen estas mierdas¡ Y
a este cabrón’ se dirige a un soldado, “me lo pones en ese pasillo y al
menor movimiento, lo matas! ¿Entendiste? ¡Carajo!
El Estadio Chile se iba llenando
rápidamente con prisioneros políticos. Primero, 2 mil, luego seríamos
más de 5 mil. Trabajadores heridos, ensangrentados, descalzos, con su
ropa hecha jirones, bestialmente golpeados y humillados. El golpe
fascista tuvo allí, como en todas partes, una bestialidad jamás vista.
Las voces de los oficiales azuzando a los soldados a golpear, a patear, a
humillar esta “escoria humana”, a la “cloaca marxista”, como lo
espetan.
Hasta hoy día la gente nos pregunta si
los miles de prisioneros del estadio presenciaron estas torturas de
Víctor y la respuesta es que sólo unos pocos, sus compañeros de la UTE y
los más cercanos, ya que el destino y la vida de cada uno estaba en
juego y, además, el Estadio Chile era un multiescenario del horror, de
la bestialidad más despiadada.
Allí arriba un oficial le cortaba la
oreja con su corvo a un estudiante peruano, acusándolo por su piel
morena de ser cubano. Allá, un niño de unos 12 años, de repente se
levanta de su asiento y llamando a su padre corre enloquecido entre los
prisioneros y un soldado le descarga su ametralladora. De pronto un
soldado tropieza en las graderías con el pie de un obrero viejo y El
príncipe, que así se hacía llamar uno de los oficiales a cargo, desde lo
alto de los reflectores que nos enceguecían, le ordena que le golpee y
el soldado toma el fusil por su cañón y quiebra su culata en la cabeza
del trabajador, que se desangra hasta morir. Un grito de espanto nos
sobrecoge. Desde lo alto de la gradería, un trabajador enloquecido se
lanza al vacío al grito de ¡Viva Allende! y su cuerpo estalla en sangre
en la cancha del estadio. Enceguecidos por los reflectores y bajo los
cañones de las ametralladoras, llamadas “las sierras de Hitler”, siguen
llegando nuevos prisioneros.
Víctor, herido, ensangrentado,
permanece bajo custodia en uno de los pasillos del Estadio Chile.
Sentado en el suelo de cemento, con prohibición de moverse. Desde ese
lugar, contempla el horror del fascismo. Allí, en ese mismo estadio que
lo aclamó en una noche del año 69 cuando gana el Primer Festival de la
Nueva Canción Chilena, con su Plegaria de un labrador:
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