Beatriz Gimeno
Durante años nos hicieron creer que todos éramos clase media. Es
cierto que vivíamos mucho mejor que nuestros padres y no digamos que
nuestros abuelos, es cierto que vivíamos instalados en cierta
prosperidad (aunque jamás alcanzo a todos), pero el aumento del consumo
funcionó como un cebo que hizo creer a prácticamente todo el mundo que
tenían control sobre sus vidas, característica de la clase media. Casi
parecía no existir la clase trabajadora. Convencer a la gente que
pertenece a la deseada clase media tiene el objetivo de enmascarar sus
verdaderos intereses para que así puedan apoyar políticas que, en
realidad, les perjudican; al perder la conciencia del lugar social al
que se pertenece se reduce o se hace desaparecer el antagonismo de clase
y así, los trabajadores más acomodados, en lugar de sentirse explotados
por los poderosos se sienten amenazados por los que aun son más pobres
que ellos. Se trata de enmascarar en lo posible las diferencias
sociales, la desigualdad, sus causas y consecuencias. Si uno no sabe
dónde está mal puede entender nada.
Todo ese espejismo se ha sostenido en las últimas décadas sobre la
ficción del precio de la vivienda, que hacía pensar a las familias que
tener una casa, aunque fuera hipotecada, era tener un bien que subía de
precio al día siguiente de comprarlo y que no dejaría de subir
indefinidamente. El estallido de la burbuja estalló también esa ilusión,
entre otras cosas porque la inmensa mayoría de las personas no estaban
comprando un piso sino adquiriendo una deuda impagable, aunque ellos no
lo supieran. La supuesta propiedad de la vivienda y sus precios inflados
enmascaraban en todo caso la realidad, incluso en el momento más alto
del boom las estadísticas eran persistentes: además del paro, el 60% de
los salarios nunca superaron los mil euros o menos. El alto precio de la
vivienda sólo beneficiaba, en realidad, a quienes, por tener otros
bienes u otras viviendas, podían utilizar ésta como valor de cambio,
para especular, pero no a quienes tenían que utilizarla para vivir y,
peor aun, para quienes contraían deudas estratosféricas en relación con
su salario real. El fin de la burbuja ha puesto de manifiesto la
realidad y todos sabemos lo que ha ocurrido.
Ya sabemos que no somos clase media. Nunca lo fuimos. Pertenecen a
la clase media aquellas personas que pueden mantenerse con sus propias
rentas, aunque sean pequeñas; aquellas que no dependen absolutamente de
un único salario para poder vivir, aquellas que en caso de quedarse sin
trabajo pueden razonablemente esperar encontrar otro sin que su nivel de
vida se vea alterado. Es decir, sí, pertenecen a la clase medias
aquellas personas que tienen control sobre sus vidas. Todas aquellas
otras personas, la inmensa mayoría, cuya única fuente de ingresos es el
salario, sea este bajo, muy bajo o normal, están vendidas.
Esta crisis ha demostrado lo fácil que es que cualquiera que
dependa de un salario (y no digamos ya si además tiene una deuda con el
banco) se deslicen, por quedarse sin aquel o por ver recortado su
sueldo, no ya hacia la clase trabajadora, de la que nunca han salido,
sino directamente a la pobreza. Aunque la familia sigue siendo el gran
colchón social, si una persona depende sólo de un salario que da
únicamente para vivir, su vida no le pertenece enteramente ya que ésta
puede ser convertida como acabamos de ver, en una condena. Pueden bajar
los salarios hasta el límite de la subsistencia o más abajo, pueden
acabar con cualquier protección social, pueden despedirnos y dejarnos en
la miseria, pueden precarizarnos, pueden convertir la vejez o la
enfermedad en un infierno, pueden aterrarnos, someternos, explotarnos,
pueden hacer que trabajemos gratis o a cambio de comida…
Pueden hacer esto y hacerlo, además, de un día para otro. En eso
consiste la lucha de clases, en eso ha consistido siempre y en eso
estamos. En que quienes no tenemos más que nuestro trabajo para vivir
podamos tener control sobre nuestras vidas, que no puedan apropiarse
otros de ellas, que no seamos cuerpos biológicos cuyo único valor es el
productivo. En resumen: esto se llama capitalismo, somos la clase
trabajadora convertida en masa laboral y la solución es simple y
compleja y se conoce hace mucho: hay que combatir el capitalismo porque
es injusto, es inhumano y porque va a acabar con todo.
(*) Beatriz Gimeno es escritora y expresidenta de la FELGT (Federación Española de Lesbianas, Gays y Transexuales).
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