Se cumplen setenta años desde la deseada muerte de Adolf Hitler,
uno de los amigos de Franco y un hombre escogido por el capital
financiero alemán para “acabar con los comunistas
Por Pepe-Gutiérrez Álvarez
Se cumplen setenta años desde la
deseada muerte de Adolf Hitler, uno de los amigos de Franco y un hombre
escogido por el capital financiero alemán para “acabar con los
comunistas” (se explica muy bien en la película Cabaret, de Bob
Fosse), admirado por toda la derecha reaccionaria de su tiempo. Esta es
una razón tan buena como cualquiera para reflexionar sobre su
significado histórico, especialmente sobre como ha acabado siendo
asimilado por la cultura neoliberal triunfante en todos los medios
incluyendo el académico. En las últimas décadas, Hitler ha sido
presentado sobre todo como una de las encarnaciones diabólicas del
“totalitarismo”, una perversión social absoluta caracterizada por el
culto al “Estado social”, por lo tanto sin relación apenas con las
contradicciones sociales de la época.
De esta manera, la cuestión de las
cuestiones ya no es la lucha de clases. De la histoia vista como
expresión de las exigencias de la clase trabajadora y de los pueblos
oprimidos, sino de la libertad (de mercado, para los negocios) y de sus enemigos,
los totalitarios tal como expresaba en una obra célebre Karl Popper. A
partir de este criterio, la historia del siglo XX es contemplada como un
dilema entre el liberalismo y los “totalitarismo”, un concepto
desprovisto de su conexión colonialista y aplicado según las elásticas
consideraciones de la política exterior del Imperio.
Una muestra de este enfoque lo podemos encontrar en Desde la cervecería al bunker un artículo aparecido en la “cuarta página” de El País (26-04-2015)
firmado por José Álvarez Junco, alguien con el currículum académico
envidiable pero caracterizado por su conformismo militante. En su
retrato, el autor nos dice por ejemplo:…El siglo XX sería, sin duda,
muy distinto de no haber nacido él. Desde cualquier otro punto de
vista, careció por completo de grandeza. Fue un tipo inculto, aunque él
creyera, desde luego, saber mucho (otra prueba de su ignorancia). En el
cenit de su poder, pensó que eran tan importantes las conversaciones
mantenidas en sus almuerzos por él y su grupo cercano que instaló a unas
taquígrafas para que tomaran notas y se conservaran así para la
historia. Se publicaron, hace unas décadas; miles de páginas, de una
pobreza difícil de imaginar, llenas de simplezas, en un tono siempre
rotundo y dogmático.
O sea, enfoque a Hitler desde su
biografía personal cuando quizás la pregunta sea justa al revés, si no,
¿cómo se explica que personajes de la vileza y la mediocridad de Hitler,
Stalin, Franco, Pinochet o Bush hayan llegado a conseguir tanto poder y
hacer tanto mal? Creo que la respuesta hay que encontrarla en que en un
momento expresaron la exigencia de fuerzas sociales emergentes. Hitler
nunca habría sino el que fue sin las necesidades expansionistas de la
gran industria alemana, sin el “pánico social” que las sucesivas crisis
revolucionarias (1918-19, 1921, 1923), sacudieron el país, sin la
existencia de un vertedero ideológico que subyacía debajo de la gran
cultura alemana. Tampoco habría sido igual si las dos grandes
formaciones del más potente movimiento obrero de su tiempo, la
socialdemócrata legalista –que opuso la legalidad de la República de
Weimar a un movimiento carente de escrúpulos legales o morales- y la
comunista, enferma de un estalinismo que los animó a considerar la
socialdemocracia como el “enemigo principal”…
Entre los componentes de ese vertedero
cultural estaba la idea del “hombre providencial”, un mito asumido
plenamente por el fascismo –Mussolini- que fue desarrollado
sistemáticamente y admitido por los poderosos que lo financiaron. El
Führer fue identificado con el partido, y el mismo Hitler, en un
discurso pronunciado en 1935 en el congreso de Nürenberg, declaró: “A
este respecto debo manifestarme en contra de una frase que se oye con
mucha frecuencia en los medios burgueses: el Führer sí, pero el partido
es otro asunto. No, señores, el Führer es el partido, y el partido es el
Führer”, nada excepcional considerando las exigencias de la
contrarrevolución preventiva
No tardó en ser identificado con todo el
pueblo alemán. Hitler y Goebbels insistieron sistemáticamente en esta
idea: “Alemán, no pienses, el Führer piensa por ti.”, de tal manera que
teóricos tan importantes como Karl Schmitt, una autoridad en materia
jurídica internacional, declaró que la voluntad del Führer era el único
fundamento del derecho. Lo que el Führer quiere es justo y no hay otra
garantía posible para el derecho alemán porque se trataba de un proyecto
de expansión vital en el que la finalidad estaba por encima de los
valores que los pudieran obstaculizar.
Este mito del “líder supremo” fue
cuidado hasta sus últimos detalles. Por ejemplo, en cuanto a su vida
privada, Hitler fue presentado como un asceta, un hombre que no conocía
mujer, un hombre casto, un Parsifal de corazón puro. Una y otra vez, sus
relaciones con Eva Braun fueron ocultadas. Se hizo extender la visión
de que Hitler vivía con poca cosa y que regalaba todo lo que ganaba como
jefe de Estado, ideas que, por ejemplo, se puede escuchar entre los
franquistas más cerriles; España estaba por encima de todo, decían. Esta
encarnación solamente existía en el “idealismo” estrecho y brutal del
nacionalismo de tal manera que Hitler era también una proyección de lo
que soñaba mucha gente. A ninguno se le ocurría que Hitler había sido
financiado, que servía a unos intereses, que se beneficiaba de
privilegios enormes, que, por citar un ejemplo, cobró una fortuna por
las innumerables ediciones del Mein Kampf, una obra que los alemanes estaban obligados a comprar porque una casa que no tuviera un ejemplar se convertía en sospechosa.
La idea del Führer infalible
jugó su papel hasta el fin, sobre todo entre los jóvenes que se habían
formado en los momentos de expansión del régimen, cuando el expolio de
los judíos revirtió en mejores servicios sociales y el “triunfo de la
voluntad” –alemana por supuesto-, parecía irrefrenable.
Una parte considerable de la población creyó el milagro militar, las armas secretas de las que Hitler hablaba.
Se suele decir que Hitler se equivocó al
declarar la guerra, pero que antes había sido el constructor de las
grandes autopistas, de una reconstrucción que causaba la admiración de
los visitantes conservadores que disfrutaban de un país sin agitación
social, sin huelgas ni manifestaciones. Un país limpio de judíos,
gitanos, discapacitados y demás porque la vida tenía que ser de los
elegidos.
Un autor marxista como Brecht presentó a
Hitler como un gángster de baja estofa, cosa que desde luego no era,
era algo diferente aunque mucho peor. Pero la única explicación de Arturo Ui
está en el deseo consciente de Brecht de desmitificar por completo ese
aspecto de la personalidad del Führer. Algunos autores afiliados a las
concepciones “revisionistas”, estiman que Hitler debía haberse parado
en el ámbito nacional, de hecho Churchill y el Pentágono no le habrían
combatido sí se hubiera limitado a la ocupación de la Rusia debilitada
por la burocracia y por un Stalin enloquecido por el pavor a la
oposición interna.
Dicen entre otras cosas que en Alemania, una dirección política firme debía poner fin, en nombre de un socialismo nacional (solamente posible con la expansión imperial),
a las querellas entre partidos, ideologías, clases sociales y grupos de
presión, mediante la creación de una comunidad del pueblo (comunidad
del pueblo es la traducción del término nacional-socialista: Wolkstum).
Esta comunidad hubiera tenido por misión llevar a un plano superior los
viejos antagonismos y constituir un organismo vivo en cuyo seno las
responsabilidades y las exigencias se mantendrían entre límites
armoniosos dictados por el deseo del bienestar general. O sea, que lo ideal habría sido que Hitler hubiera sido bueno sí se hubiera limitado a restablecer el orden.
A la pregunta, ¿quién era Hitler?, se ofrecen diversas respuestas: ¿era un monstruo, un loco, era la marioneta de los trust?.
La respuesta no es simple, no hay duda que en Hitler se pueden
encontrar elementos patológicos, estados de delirio que no fueron sin
embargo tan particulares. Estos rasgos no llegaron a prevalecer más que
en sus últimos años de vida política, por supuesto en “el hundimiento” (Der Untergang, Alemania,
2004) tal como se refleja en la famosa película interpretada por Bruno
Ganz. Hitler no era un loco; era un político con mucho olfato, fue el
líder de un amplio sector de la población que creyó en sus ideas en un
determinado contexto.
No era un visionario milagroso, por
supuesto. Incluso mirando desde sus propios intereses se equivocó muchas
veces. En 1932, cuando el partido nacional-socialista acababa de sufrir
una derrota importante en las elecciones, puesto que había perdido tres
millones de votos en tres meses, Hitler estaba tan deprimido que habló
de suicidarse; el partido estaba presionado por toda una serie de
divergencias internas. Llegó a decir: si el partido se divide, yo me suicido.
Después del asesinato de Dollfuss, en 1934 (era la primera tentativa de
realizar el Anschluss), Hitler dio marcha atrás, no estaba tan seguro
de sí mismo. Cuando ya había redactado el telegrama de felicitación a
los asesinos de Dollfuss (al llevarle la noticia, en Bayreuth donde
escuchaba una ópera de Wagner, su primera reacción fue saltar de
alegría), se encontró con una respuesta internacional dura, ante la que
no había salida posible, por lo que modificó completamente el telegrama y
condenó a los asesinos.
En 1940 daba por descontado, y durante
largo tiempo lo creyó, que Inglaterra acabaría por negociar y gran parte
de sus cálculos posteriores se basaron en esa idea. En este caso
también se equivocó; en 1941 compartía con sus generales la opinión
Brautschich llegó a afirmar que como un saco de patatas. Pues
bien, también ahí cometió un enorme error. En fin, su mayor equivocación
fue la guerra contra varios enemigos poderosos a la vez, por lo que el
III Reich fue derrotado, no sólo en el aspecto militar, sino en el hecho
de que unió en contra suya a las principales naciones del mundo.
Pero fue admirado por muchos motivos,
Stalin por ejemplo aprendió de él la manera fulminante de deshacerse de
sus adversarios internos. En los años treinta, Hitler consiguió éxitos
apreciables en política exterior. Supo fundamentar su movimiento y su
propaganda, sobre esa mezcla hábil y bien dosificada de chovinismo y
demagogia social. Desde muy pronto supo rodearse de hombres con
cualidades especiales, como Goebbels en 1926, Hitler literalmente le
sedujo, vio que era un hombre con raras cualidades de orador y
colaborador y se le llevó consigo; como curiosidad cabe registrar que
Goebbels tenía muy claro que prefería mil veces a Stalin que a Trotsky,
incluso señaló al POUM como el enemigo a liquidar en la situación
española.
En política internacional, Hitler dio
pruebas de una voluntad clara de dominio y la mantuvo contra todas las
objeciones, aparentemente fundadas, de algunos de sus colaboradores,
sobre todo de los generales. Impuso, contra el parecer de una parte de
ellos, la ocupación, la militarización de Renania y la invasión de
Checoslovaquia. Los generales hacían objeciones técnicas mientras que
Hitler pensaba que lo importante era la voluntad. Esta tendencia,
llevada a sus límites, fue en parte la causa de su ruina. Como se había
acostumbrado durante largo tiempo a tener la razón frente a las
argumentaciones de sus colaboradores, había llegado a despreciarlas y a
no prestarles la más mínima atención; de esta manera logró una mayor
autonomía todavía en decisiones que labraron su derrota.
En buena parte del cine- sobre todo en
el de Hollywood-, pero también en muchos medios de masas, se ha
presentado el llamado nacional-socialismo como una especie de fenómeno
aberrante que no tendría nada que ver con el resto de la historia de
Alemania, ni con otras historias. Esto no explica el éxito que llegó a
tener el referente nazi en la derecha internacional, incluyendo la
estadounidense opuesta al “New Deal”.
La derecha española lo exaltó al menos
hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, lo hizo el fascismo
italiano (recordemos retratos tan preavisos como el que ofrece Ettore
Scola en Una jornada particular), entre los rusos “blancos” y por
supuesto, en la Francia colaboracionista que no fue para nada una
minoría margina, no hay más que ver como se proyecta todavía a través
del lepenismo.
Hitler habría ganado las elecciones con más porcentaje de
votos que el partido republicano made in USA. No se trata por lo tanto
de un cáncer monstruoso sin explicación posible, más simplemente refleja
el miedo a la libertad cuando con esta aparece la revolución social.
El nacional-socialismo encajó como un
guante dentro del proceso histórico alemán, al menos a partir de
1918-1919, cuando se crea una situación inestable en la que la
democracia liberal no garantiza el orden establecido. El neoliberalismo
Existe actualmente una tendencia que pretende estudiar el
nacional-socialismo presenta el nacional-socialismo solamente como
ideología, lo desconecta del marco de contradicciones entre las grandes
potencias, de la crisis social abierta con la “Gran Guerra”, y oculta
sus vasos comunicantes. Se evitan conexiones molestas como la
establecida con dictaduras como la de Pinochet (o de Franco), tildaba
meramente de autoritaria como sí se tratará de un padre que no acepta
las nuevas costumbres. Igualmente se desconecta las afinidades de
Reagan, Thatcher, Helmut Kohl y Cia con el régimen racista del
“apartheid” que tantos vasos comunicantes tuvo con el nazismo…
Se puede hablar de una manipulación
analítica cuando desde el conformismo dominante se trata de Hitler y del
nazismo. Es por eso que resultan tan necesario poner las cosas un poco
en su sitio. Dejar claro que Hitler servía a los señores de siempre, a
las clases dominantes, a los señores de la guerra, a los sectores
sociales que temían a la libertad y la igualdad más que a la muerte.
Aquellos que creían y creen en aquello de quien paga manda, lo que
cambia es en nombre de qué “ideal” lo hacen.
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