miércoles, 4 de febrero de 2015
El banco aprovechó que no estaban en su casa para cambiar la cerradura.
Ana Mari llega con los
niños del colegio. Las mochilas llenas de libros y cuadernos. El
cansancio del jueves, el fin de semana ya al alcance de la mano. En el
bolso, unos pocos euros ganados limpiando casas ajenas. La bolsa del pan
en una mano, la llave en la otra. Una llave inútil que ya no abre nada
porque esa misma mañana, en su ausencia, un cerrajero enviado por el
banco, con el permiso del juez, ha cambiado la cerradura.
Dentro del piso
embargado están sus vidas: la ropa, los muebles, los recuerdos, las
medicinas que tiene que tomarse el niño chico, hasta la comida preparada
el día antes, que aguarda en la nevera. Ellos quedan fuera, con la vida
desahuciada.
José Salas y Ana María
Pérez, dos niños, una década sin empleo fijo, los mismos años que tiene
la mayor, se enfrentan a las peores horas de su vida. El banco puso
precio a su tranquilidad desde que dejaron de pagar las mensualidades de
la hipoteca de su piso de la barriada de Miravalle, en Dos Hermanas.
Sabían las consecuencias, pero aseguran no haber recibido ninguna
notificación de la fecha del desahucio. «Los buzones están rotos, y
nosotros no hemos firmado nada», afirma José.
Son las dos y media y
los niños están llorando en la puerta de una casa que ya no es suya
aunque sea su casa. No hay nadie en el banco a quien poder pedir
clemencia ese día. Hay que improvisar. Ana Mari y los niños, a la casa
de la hermana de ella. José, con sus padres. Un sitio al menos donde
comer, dormir y secar las lágrimas.
El viernes, José se pone
en marcha temprano. Va al juzgado a pedir que al menos le dejen entrar a
coger sus cosas. Habla con la procuradora del banco, pero es ya la una
de la tarde y no hay respuesta. Se va al Ayuntamiento y le cuenta su
problema a la secretaria del alcalde. Alguien reacciona entonces.
Aparece al fin un empleado del banco con la llave. Tiene prisa. Son más
de las dos de la tarde de un viernes. El fin de semana se impacienta.
«Coja lo más imprescindible», le dice a José el empleado. Y José llena
un par de bolsas con ropa, las medicinas del chico, que es propenso a
coger bronquitis, con el frío que está haciendo, y la comida que se
quedó esperando en la nevera, un guiso que les sabrá irremediablemente
amargo.
El empleado cierra otra
vez la puerta y promete volver el lunes o el martes. José y Ana Mari
necesitan más tiempo. Al menos un par de días para sacarlo todo, los
muebles y los recuerdos. Más tiempo aún para empezar de nuevo, para
buscar un alquiler social. «No tenemos trabajo, pero si nos ofrecen una
renta baja, yo busco el dinero donde sea», dice José, que tuvo hasta
2004 una empresa de construcción con ocho o diez empleados. Desde hace
dos años no reciben más ayuda social que el pago de un porcentaje del
recibo de la luz. Sobreviven con lo poco que saca Ana Mari echando unas
horas en alguna casa y él cuando le sale algún trabajillo de camarero.
El Partido Andalucista
de Dos Hermanas, que ha denunciado públicamente la situación de la
familia, exige al Ayuntamiento una intervención directa en su favor. Y
al banco, el BBVA, que incluya el piso de José y Ana Mari en su Fondo
Social de Vivienda, de manera que pudieran seguir ocupándola mediante un
alquiler social.
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