A falta de mayor sinceridad, dos cancilleres de países europeos, Italia y
Francia, reconocieron al fin de este año 2014 que la agresión militar
de la OTAN, de la que ambos son miembros, desató el caos en Libia.
Por supuesto que el mea culpa es parcial: ni Paolo Gentiloni, ni Laurent
Fabius cuestionaron la agresión militar contra un gobierno
constitucional, sino que los resultados no han sido los apetecidos ya
que, en Libia, hoy, lo único real es el caos.
Dos gobiernos paralelos se disputan el poder, uno en Trípoli, la
capital, encabezado por Omar al Hassi, allegado de la Hermandad
Musulmana, y otro, liderado por Abdallah al Thinni, en una remota
localidad del este del país, cercana a la frontera con Egipto con cuyo
apoyo cuenta.
Los signos de empeoramiento de la tormenta libia surgieron con la
deposición por una moción de censura en julio del primer ministro Alí
Zeidane, sometido a acoso político por legisladores islamistas y cuya
autoridad se derrumbó cuando un barco cargó petróleo en dos puertos bajo
control de fuerzas secesionistas.
El desplazado primer ministro fue reemplazado por Abdallah al Thinni,
ministro de Defensa en su gabinete, quien renunciaría poco después tras
ser blanco de un atentado junto a su familia, aunque permaneció en el
cargo hasta agosto en espera de la formación de un gabinete aceptable
para todas las fuerzas.
En ese ínterin, fueron convocadas elecciones legislativas después de la
irrupción en la escena política a principios de año del ex general
Jalifa Haftar, un alto oficial del Ejército de Gadafi hecho prisionero
en la guerra contra Chad y liberado a petición de Estados Unidos, país
en el que residió durante dos décadas en calidad de refugiado.
La plataforma de Haftar fue clara desde un principio: liquidar la
influencia de las milicias islamistas, a las cuales califica de
“escoria”, como única salida a la crisis perenne que vive el país
del norte africano.
Los comicios dieron un resultado sorpresivo, la pérdida de influencia de
los candidatos de la Hermandad Musulmana que, como era de esperar, no
los aceptaron y nombraron un gabinete que logró la aprobación del
parlamento en una votación ilegal.
El desenlace de la pugna no se hizo esperar: el surgimiento de dos
gobiernos y una nueva erupción de violencia tras los intentos fallidos
del autoproclamado Ejército Nacional Libio, comandado por Haftar, de
hacerse con el control del aeropuerto internacional y otros centros
estratégicos de Trípoli.
Las fuerzas del ex militar retornaron a lamer sus heridas en sus
bastiones de Bengasi, este, a recuperar fuerzas y, sobre todo, a
negociar con al Thinni una alianza contras las milicias islamistas,
admitida por el primer ministro semanas atrás cuando declaró que el ENL
actúa por cuenta de su Gobierno.
En ese contexto es preciso insertar las influencias regionales que
gravitan sobre la crisis libia con Sudán, ligado por estrechos lazos
políticos y económicos a la Hermandad Musulmana, y Egipto, la Némesis de
esa cofradía, ejerciendo presiones en sentidos opuestos.
En un plano más discreto, Francia y Estados Unidos, que rehúsan
involucrarse de manera en el conflicto, por temor a verse atascados en
un pantano, observan los acontecimientos desde una distancia prudente,
pero existen indicios de que apoyan al gabinete de al Thinni.
Asimismo existe la casi certeza de que Sudán está supliendo armas y
equipos a las milicias islamistas a través de su frontera norte, que
colinda con el sur libio.
Apenas a unos días del fallecimiento del 2014, la crisis libia está en
su apogeo, con una ofensiva de Haftar sobre posiciones de la milicia
islamista Fajr Libia en varios puntos del país y unas gestiones del
enviado de la ONU Bernardino León en busca de una salida negociada.
El laudable esfuerzo del diplomático español, blanco de un fallido
atentado dinamitero en noviembre, registra como únicos avances anuncios
de las parte en conflicto de disposición a entablar negociaciones, cuyo
destino es más que incierto.
Moisés Saab
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