30.07.2014
Frente al estrecho cerco judicial de los últimos meses, aflora, como
milagro estival, una nueva fortuna oculta en un paraíso fiscal. Con un
comunicado minado de eufemismos y piruetas retóricas, Jordi Pujol,
expresidente de la Generalitat pone fin a un engaño de más de tres
décadas.
Frente al estrecho cerco judicial de
los últimos meses, aflora, como milagro estival, una nueva fortuna
oculta en un paraíso fiscal. Con un comunicado minado de eufemismos y
piruetas retóricas, Jordi Pujol, expresidente de la Generalitat pone fin
a un engaño de más de tres décadas, revelando la existencia de una
fortuna que, diversos medios, elevan a 600 millones de euros. Una
herencia –confiesa de Pujol- atribuida a la última voluntad de su padre,
fallecido en 1980 y, de la cual, ante los escrúpulos del expresidente,
se hizo cargo un amigo de confianza. De este comunicado en el que no se
aclara ni el origen ni el montante de la mentada herencia, se colige la
más acendrada hipocresía de quien, en 34 años y ejerciendo como máximo
mandatario de la Generalitat, ocultó deliberadamente a la Hacienda
Pública una importante fortuna – “medios económicos”, como
figura taimadamente en el comunicado- con la sola finalidad de evadir
las obligaciones fiscales en beneficio de los intereses privados de su
familia. Más allá de las excusas tardías y los vagos pretextos
esgrimidos para justificar esa conducta delictiva, el escándalo proyecta
otra vez la sombra de la corrupción y el camaleonismo de cargos
públicos que, por un costado baladronean sin reparos de su fervoroso
apego a la democracia y las instituciones del Estado de Derecho,
mientras que por el otro comparecen travestidos en malhechores de guante
blanco con un escaño en cámaras y parlamentos regionales.
Es indudable que vivimos rodeados de
pretensiones de probidad y de virtuosismo democrático. ¡El honorable
Pujol! Sin duda venerable varón que, como el mismo señala en su
comunicado, pese a los reparos de conciencia sobrevenidos al recibir la
herencia legada por su padre - “mi conciencia y el cargo me empujaban a rechazar esta herencia”- supo,
sin embargo, administrar su fortuna en silencio durante tres décadas,
eludiendo los correspondientes tributos a la Hacienda Pública. ¡A eso se
le llama un demócrata de pies a cabeza y con un sentido conspicuo de la
responsabilidad de Estado! Tal vez, esos mismos escrúpulos plasmados en
la misiva, lo hayan torturado durante años; más aún a sabiendas de que
la recompensa a su labor presidencial consistía en una pensión vitalicia
nada desdeñable de 86.418 euros anuales, esto es, medraba gracias al
dinero de todos los contribuyentes, en tanto su pequeña fortuna quedaba a
salvo de los tentáculos de Hacienda. ¿No tendría suficiente con la
herencia de su padre para subvenir a las necesidades de su familia, que
él mismo se encargó de aprobar la pensión vitalicia con una ley
elaborada ocho meses antes de finalizar su mandato?
No nos detengamos en ésas cábalas y
volvamos a la fortuna del señor Pujol. Al fin y a la postre, todo en
esta vida natural tiene su debida explicación En treinta años – aclara
Pujol- “nunca se encontró el momento adecuado para regularizar esta herencia”. ¡Múltiples
e infatigables debieron de ser las ocupaciones del honorable Pujol para
no hallar ni un solo resquicio de sosiego que le permitiese regularizar
una fortuna de orígenes tan dudosos como el monto al cual asciende la
misma! ¿No habrá un poco de grave impostura en ese recurso meditado a la
escasez de tiempo? ¡Seamos indulgentes con el honorable Pujol y
otorguémosle el beneficio de la duda!
Él mismo se encarga de anticipar la
expiación de sus pecadillos, mostrando un profundo dolor por los daños
ocasionados a consecuencia de su comportamiento fraudulento y ruega que
sepamos “separar los errores de una persona”. ¿Errores? ¿No
habrá confundido los términos el honorable Pujol y en lugar de “errores”
sería conveniente leer “delito fraguado durante 34 años”? Seguramente
haya sido un simple desliz de la pluma porque calificar de “error” una
evasión fiscal de 34 años, constituye una palpable aberración
lingüística. En términos más adecuados, ese fraude continuado a la
Hacienda Pública cabe tacharlo de patente “delito”, sin atenuantes
jurídicos ni justificaciones morales de ninguna guisa. El único perdón
posible para el honorable Pujol pasa irremisiblemente por su
comparecencia ante un Tribunal, encargado de poner a las claras las
zonas de penumbras que se yerguen amenazantes sobre la herencia de su
familia.
¿Cómo conceder el perdón a un individuo
que no ha tenido el valor de asumir su responsabilidad en 34 años y lo
hace tres décadas después movido por las causas judiciales abiertas
contra ciertos integrantes de su familia? Si hubiera entonado el mea culpa para
hacer pública su fortuna por decisión propia y no, como es el caso,
hostigado por las pesquisas judiciales, quizá cabría brindarle el
beneficio de la honorabilidad, ese pomposo calificativo que acompaña su
nombre y el cual desmerece porque no lo acredita con su conducta
cobarde. Y para más inri, ante la presión mediática y política de los
últimos días principia a expurgar sus “errores” y, en un orquestado coup de téâthre,
renuncia a sus privilegios de expresidente. ¿Acaso hubiera tenido la
caradura de seguir gozando de sus privilegios, cuando descubrimos que ha
mantenido una fortuna oculta durante tres décadas?
Con todo, la última asonada
protagonizada por el honorable Pujol, responde al mismo desfile
vergonzoso de personalidades políticas – ahí están Bárcenas o Rafael
Blasco- que bajo la piel y el cuño democrático se lucran con la
connivencia del Sistema. En política todo semeja una gran confabulación.
Una especie de fariseísmo ha ido paulatinamente invadiendo los dominios
de la vida pública y en estas condiciones no es de extrañar que el
criterio de la moralina sea uno de los raseros más empleados a la hora
de juzgar tentativas y conductas supuestamente antagónicas a esos mismos
valores democráticos que encarnan figuras como Pujol, Bárcenas y
Blasco, auténticos guiñoles pululando en un giróvago retablo de
malhechores y farsantes.
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