Lunes, 17 de Marzo de 2014
Protesta de trabajadores de una
cadena de comida rápida en Chicago por el aumento del salario mínimo
hasta 15 dólares por hora.
Foto: Kamil Krzaczynski / Efe.
Si para pagar un apartamento de una habitación en Estados Unidos se
tiene que ganar 8,89 dólares la hora, ¿cómo sobreviven los que ganan
cinco o seis?
Hay
gente que se levanta por la mañana, acude a trabajar en un medio de
transporte más o menos adecuado y, tras una jornada más o menos larga y
más o menos tediosa, regresa a casa sabiendo que ha realizado un trabajo
que le aportará un sueldo más o menos digno al final de mes. Del otro
lado están todos los demás.
Esta
brecha es la que, entre 1998 y 1999, la afamada periodista
estadounidense Barbara Ehrenreich decidió indagar. Ehrenreich se
preguntó cómo sería la vida de aquellos que trabajan por el salario
mínimo por hora en Estados Unidos. Si el cálculo inicial para que una
persona pueda pagar un apartamento de una habitación en Estados Unidos
es que tiene que ganar a partir de 8,89 dólares la hora, ¿cómo vive
alguien que gana cinco o seis? ¿Y qué hay de las familias
monoparentales? ¿Y aquellos que enferman? ¿Viven o sobreviven?
Para
responder a estas preguntas, Ehrenreich decidió emplearse como
camarera, empleada doméstica y dependienta en diferentes puntos del
país. La única condición que se puso a sí misma fue no poner en peligro
su vida, y empezó un periplo que le llevaría por Florida, Maine y
Minnesota, donde trabajaba de día y noche, y escribía sobre lo que le
pasaba cuando podía.
El resultado fue Por cuatro duros: cómo no apañárselas en Estados Unidos,
una exhaustiva crónica en primera persona -en la tradición de otros
libros de investigación como Cabeza de turco de Günter Wallraff- que
ahora recupera la editorial Capitan Swing. Su impacto en Estados Unidos
fue incalculable, ya que destapó algo de lo que la mayoría de
norteamericanos no tenían conocimiento: el trabajo de salario mínimo
implica una esclavitud de cuerpo, mente y futuro.
El
trabajador de la miseria estadounidense es un siervo común -alcanza al
30% de la población cuando la autora realizó el libro-, al que se le
niegan los derechos más básicos y que, a medida que avanza su periplo
como asalariado, debe renunciar a cualquier idea de movilidad social,
puesto que jamás la alcanzará. El mito del estadounidense que puede
llegar a todo lo que se proponga queda destrozado en una obra que, entre
otras cosas, ratifica:
No
eres nadie. Cuando trabajas en una tarea considerada poco cualificada
-aunque esto sea más que discutible, por el nivel de atención, esfuerzo y
destreza que requieren todos estos trabajos- no tienes una identidad
reconocible. Si eres camarera eres "cariño", "rubia" o "nena". Como
dependienta, eres simplemente el nexo al que quejarse, y como empleada
del hogar, la máquina de la que disponer.
La
movilidad se reduce y los costes aumentan. Trabajar por poco dinero
implica, necesariamente, buscar un lugar donde vivir que se ajuste al
precio que puedes pagar. En consecuencia, la cronista se ve obligada
inmediatamente a optar por un apartamento de una habitación, una
caravana en un párking o, si no puede pagar el depósito de las dos
primeras opciones, una habitación en un motel. Para poder permitirse una
de estas tres cosas, deben estar situadas a 45 minutos o más en coche
de su lugar de trabajo.
La
pobreza es un pez que se muerde la cola en el sistema. Teniendo en
cuenta el coste de la gasolina y de la vivienda, el 80% del salario que
gane irá destinado a pagar estos gastos.
La
falta de tiempo y espacio implica que no se puede ahorrar en cocinar y
comprar comida nutritiva y barata. Si no tienes seguro médico, además,
por el tipo de trabajo que realizas acabas teniendo problemas de salud
que cuestan dinero.
La
salud se resiente. La obra ahonda en esta espiral desesperante, que se
perpetúa. Si no ganas suficiente dinero con un trabajo -y se evidencia
que nadie lo gana cobrando 120 dólares por semana-, debes tener dos. Y
al tener dos, surge la fatiga, los problemas de articulaciones, de
respiración, sedentarismo, obesidad...
La
falta de conocimiento es clave. Este punto también desquicia a la
cronista, y con ella al lector. ¿Por qué algunos de sus compañeros no
buscan un trabajo mejor pagado, pudiendo obtenerlo? ¿Por qué la gente no
se organiza y se queja cuando no les dejan más de cinco minutos para
comer? ¿Por qué no optan por una comida algo más nutritiva si cuesta lo
mismo que la que comen? Sencillamente, porque no saben. Es simple y
aterrador. No lo saben. Y de eso se aprovechan los jefes que les
contratan, los encargados que les obligan a trabajar sin una pausa y las
compañías que les venden los productos que consumen, y eso incluye las
hipotecas basura.
Se
fomenta la delación. En el trabajo de remuneración mínima, Ehrenreich
aprende que el compañerismo se confunde con rebelión de corte marxista.
Para muestra, los cuestionarios que le presentan a cualquiera que se
presente a ser dependiente en una tienda, o camarero en un bar.
"¿Delatarías a un compañero si ves que hace algo inadecuado?". "¿Qué
opinas de aquellos que consumen sustancias ilegales?". El control de la
fuerza de trabajo implica al cuerpo y a la mente a través de la más que
común exigencia de tests de personalidad, muestras de orina y
cuestionarios, cuanto menos dudosos.
Los
derechos básicos no existen. A los trabajadores de Wallmart les
encierran para que no puedan salir cuando acaban su turno si se decide
que tienen que hacer horas extras que no les pagan. Esta imagen resume
una ínfima parte de la conclusión más evidente del libro. Si no hay
poder público dispuesto a garantizar una mínima protección al ciudadano,
no queda nada. Ni el derecho a la salud, ni al trabajo digno, ni a la
vivienda adecuada, ni a la información, ni a la protesta.
Por
cuatro duros: cómo no apañárselas en Estados Unidos es de lectura
obligada en muchas universidades estadounidenses, con las consabidas
quejas de grupos de estudiantes conservadores y legisladores
municipales. Ahora ya sabemos por qué.
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