El asesinato de los abogados de Atocha (1977), fue el colofón de una semana trágica que comenzó con la muerte, a manos de pistoleros fascistas, del estudiante Arturo Ruiz. Latente la legalización del Partido Comunista de España (PCE), los grupos de extrema derecha entraron en una espiral asesina.
Enero de 1977 fue una fecha clave en la
transición política a la democracia. Con una policía que no había sido
depurada y en la que campaban protagonistas de la represión franquista
Adolfo Suárez, como presidente del Gobierno, y Rodolfo Martín Villa, al
frente del Ministerio del Interior, se enfrentaron a un rosario de
muertes. A las 16.20 del día 24 moría la joven estudiante Mari Luz
Nájera, como consecuencia del impacto, en pleno rostro, de un bote de
humo lanzado por los antidisturbios durante una manifestación de
protesta por la muerte de Arturo Ruiz celebrada esa mañana.
Por la noche, a las 22.30, tres
individuos armados penetraron en el portal número 55 de la calle Atocha y
se ocultaron un poco más arriba de la planta tercera, donde había un
despacho de abogados laboralistas de Comisiones Obreras (CCOO). La
mayoría de sus miembros pertenecían al PCE.
El día anterior había finalizado una
huelga en el ramo del transporte privado de viajeros que había tenido
gran repercusión en Madrid y en la que había desempeñado un papel
importante Joaquín Navarro Fernández, de CCOO, que aquella noche tenía
una reunión con un numeroso grupo de trabajadores en el citado despacho
laboralista. Cuando creyeron llegado su momento, a las 22.45, los tres
hombres agazapados descendieron y tocaron el timbre. Salió a abrir uno
de los jóvenes abogados, Javier Benavides Orgaz.
Había nueve personas amenazadas, ocho abogados y un auxiliar de despacho, en el salón. Muy juntas. El hombre de la Browning preguntó: “¿Dónde está Navarro?”; “¿Navarro? No sabemos quién es”, le respondieron. “Seguro que está aquí”, insistió. “Pues búscalo”, le contestó con valentía, y cierta exasperación, Francisco Javier Sauquillo, uno de los abogados.
De repente se desencadenó el infierno. Sin que nadie pudiera preverlo empezaron a ladrar las pistolas. La ceremonia de la matanza fue rápida e implacable. Los tiros sonaban secos, espaciados, uno detrás de otro, pero tantos que al principio se creyó que se estaban utilizando metralletas. El fuego cruzado pilló de espaldas a la mayoría del grupo. El proyectil que mató a Sauquillo le entró, por detrás, en la base del cráneo, mientras estaba de pie; el que acabó con Javier Benavides le entró por la espalda y salió por el pecho. El auxiliar Ángel Rodríguez Leal, que también resultó muerto, recibió un tiro en el centro de la nuca –con salida estrellada, lo que le provocó la rotura de la nariz–. Enrique Valdevira recibió tres impactos: uno en la rodilla derecha, otro en la nariz y un tercero que le entró por detrás y le rompió el corazón. Serafín Holgado recibió dos balazos: uno en el muslo izquierdo y otro en la cabeza, que le entró por la parte posterior. Los asesinos disparaban a algo más de medio metro de distancia. De aquel intenso tiroteo –disparaban serena, fríamente; de forma metódica, como si lo tuvieran ensayado– escaparon gravemente heridos otros cuatro.
Alejandro Ruiz Huerta, uno de los supervivientes de la matanza, tiene la impresión de que todo fue muy rápido. Cuando entraron estaba sentado en un banco, de espaldas a la puerta. Vio en las caras de sus compañeros que algo extraño pasaba. Le obligaron a ponerse de pie. Cayó al suelo por un impacto de bala que le alcanzó el pecho. Sobre su cuerpo se derrumbó Enrique Valdevira. El proyectil que le dio se desvió al chocar con un bolígrafo de acero que llevaba prendido en la camisa, lo que le salvó la vida.
La esposa de Javier Sauquillo, María Dolores González Ruiz, de treinta años, se tumbó en uno de los bancos y se tapó el cuerpo con una trenka cuando empezaron los tiros. No recibió ningún impacto hasta el final. Pudo apreciar la frialdad con que disparaba el hombre de la Browning. Luego un tiro le entró en la boca.
El tercero de los supervivientes, Miguer Sarabia Gil, vio a Valdevira apagar el cigarrillo en los últimos momentos de su vida. Al desatarse la lluvia de disparos trató de huir por una puerta que tenía tras de sí y que daba a un pasillo. Giró sobre sí mismo para escapar, pero recibió un impacto en el vientre. Se dobló, y permaneció agachado con las manos apretadas para contener la hemorragia. El cuarto, Luis Ramos Pardo, sintió un balazo en un brazo y se dejó caer como muerto al suelo. Eso le salvó la vida. Al darse cuenta de que se habían ido trató de levantarse, pero entonces se dio cuenta de que no podía porque también estaba herido en las piernas. Vio a Sarabia telefonear: hablaba con su mujer para darle cuenta del horror de lo que había pasado. Acto seguido, éste se dirigió a la ventana a pedir auxilio.
Los vecinos avisaron a la policía. En pocos minutos la calle se llenó de coches con luces de destello y ambulancias. Los primeros que entraron en el despacho se encontraron una escena espantosa: sangre por todas partes y cuerpos destrozados. Tres de las víctimas habían muerto en el acto; otras dos fallecieron poco después. Los heridos fueron transportados a centros médicos.
La noticia de la matanza de Atocha cayó como un mazazo. Era un periodo de sangre en la transición política, pero a pesar del goteo de muertes nadie estaba preparado para la enormidad de esta acción, que conmocionó a la clase política y a todo el país. Era un salvaje y brutal atentado. Numerosos dirigentes y miembros significados del sindicato CCOO y del PCE dejaban sus casas, ante la posibilidad de que se tratara de una cadena de acciones violentas.
La tensión subió al límite. Nadie estaba seguro de qué podía pasar en las horas siguientes. No obstante, los cuadros del PCE lograron reaccionar con serenidad e impedir que se multiplicase la violencia. Eso le habría hecho el juego a los terroristas. Las negociaciones con el Gobierno acordaron un entierro multitudinario pero sereno en el que no tuvieran lugar nuevos incidentes. Fue una lección de grandes hombres que se hicieron en pocas horas con una situación explosiva.
Paralelamente se puso en marcha una operación policial, encomendada a los agentes más profesionales y alejados de connivencia con grupos ultraderechistas. Al frente estaba Francisco de Asís Pastor, que tiempo después sería jefe superior de la policía de Madrid. Pastor relacionó desde el principio la muerte de los abogados laboralistas con la huelga de transporte.
Los policías buscaban en el bar Denver, en la esquina de San Bernardino –cerca de la sede del sindicato, que estaba en Cristino Martos, 4–, y en otros locales de la zona a un asesino con los ojos de Paul Newman. Hasta que lo encontraron. Un día apareció José Fernández Cerrá –31 años, vendedor, separado– con un maletín; al abrirlo dejó ver un ejemplar de la revista “ultra” Fuerza Nueva. Los agentes se fijaron en sus ojos, que eran como los de Newman.
No le detuvieron enseguida, sino que le siguieron hasta localizar a sus compinches, Carlos García Juliá y Fernando Lerdo de Tejada; a su novia, Gloria Herguedas; al que les proporcionó las armas, Leocadio Jiménez Caravaca, y al presunto instigador, Francisco Albaladejo Corredera, secretario del Sindicato Provincial de Transportes.
Pero siempre ha pesado la sospecha de que la trama de criminales no se detenía en ese eslabón. Leocadio y Gloria Herguedas fueron condenados sólo por tenencia ilícita de armas. Fernández Cerrá y Carlos García Juliá, asesinos materiales, fueron condenados a 139 años de cárcel cada uno, y Albaladejo a 73 años. Fernando Lerdo escapó durante un polémico permiso judicial.
Ya antes del comienzo de la vista, a
Fernando Lerdo de Tejada, sobrino de una secretaria de Blas Piñar
(fundador de Fuerza Nueva), le concedió el juez instructor un permiso de
fin de semana. El reo desmintiendo la semántica de su primer apellido
no se reincorporó a la cárcel de Ciudad Real aquel 17 de abril de 1979
y, hasta hoy, permanece perdido en la noche de los tiempos. La huida fue
fácil: primero se escondió en La Manga, donde su hermano Luis tenía un
negocio. Después partió hacia Francia en coche. Se sabe que en Perpignan
le proporcionaron dinero, documentación falsa y un billete hacia
Sudamérica. Presumiblemente, pasó varios años residiendo en Chile y, en
la actualidad, fuentes cercanas a la familia lo sitúan en Brasil. Hoy podría haber regresado a España.Su delito prescribió en febrero de 1997.
Fernández Cerrá y García Juliá sí fueron juzgados y condenados, cada uno, a 193 años de cárcel. El móvil del crimen del autodenominado Comando Hugo Sosa, vinculado a la Alianza Apostólica Anticomunista, se desveló como un escarmiento a los inspiradores de una huelga de transportes que se enfrentaba a los intereses del Sindicato Vertical. El secretario provincial del Transporte de Madrid, Francisco Albadalejo Corredera, fue condenado a 73 años de prisión por haber dado la orden a los asesinos. Leocadio Jiménez Caravaca ya fallecido, como el anterior fue quien suminstró las armas y cumplió una condena de cuatro años, dos meses y un día. La novia de Fernández Cerrá, Gloria Herguedas, fue condenada a un año de cárcel por complicidad.
García Juliá, que aquella noche de 1977 fue el encargado de dar el tiro de gracia con su Star a Sauquillo y Holgado, no ha dejado de mostrar su “ejemplaridad humana” desde que, el 23 de septiembre del 91, el juez Ignacio Sánchez Ybarra decretara su libertad condicional tras 14 años de tambo en Villanubla. En agosto de 1994, solicitó permiso a la Audiencia Nacional para viajar a Paraguay atendiendo a una oferta de trabajo de la empresa Traflumar (Tráfico Fluvial y Marítimo).
El permiso le fue concedido por el juez José Luis Castro, pero lo revocó días después a petición de la Fiscalía. En diciembre de 1994, se solicitó formalmente su regreso a España, pero García Juliá no compareció. El 11 de mayo de 1996 era detenido por la policía boliviana bajo la acusación de tráfico de drogas. Lo delataron dos mulas (correos de los narcos) sorprendidos con 15 kilos de cocaína un día antes en un avión con destino a Zürich.La policía boliviana no pudo ver confirmada durante el juicio su sospecha de que los fondos recaudados por Juliá eran invertidos en la financiación de grupos parafascistas, Desde entonces, el ultraderechista permanece recluido en la prisión de alta seguridad de Palmasola (La Paz). El Gobierno español, a petición de Izquierda Unida, acordó solicitar su extradición tras su reunión de 20 de abril de 2001. Según el auto dictado por la Sala un año antes, tiene pendiente en España el cumplimiento de los 3.855 días de prisión que quedaron en el limbo de la culpa tras la revocación de su libertad condicional y su fuga.
Por último, Fernández Cerrá cumplió 15 años de cárcel y salió con la condicional en 1992. Jaime Sartorius, que durante el juicio actuó como abogado de la acusación y que fue quien introdujo en el PCE a cuatro de los cinco abogados asesinados, afirma haber escuchado rumores de que, tras su puesta en libertad, Cerrá había estado vinculado a una empresa de seguridad. «Imagínese, una persona así en una empresa de seguridad, me parece espantoso», dice. Ni él ni el resto de abogados implicados en la causa pueden dar cuenta de su paradero: «Nos hemos intentado olvidar de esa gentuza».
SERVICIOS SECRETOS
Como el resto de letrados de la
acusación, considera que el crimen no fue aclarado del todo durante el
proceso: «Faltan las cabezas pensantes. No nos dejaron investigar. Para
nosotros, las investigaciones apuntaban hacia los servicios secretos,
pero sólo apuntaban.Con esto no quiero decir nada».
Miguel Ángel Saraiba, uno de los supervivientes de la matanza, también señala que «aún nadie sabe nada de posibles responsabilidades políticas. Pero ellos no tenían capacidad logística» para preparar el crimen. «Es de suponer que los mentores de aquellas personas eran… sonaron varios nombres… Prefiero no hablar. Soy víctima de mi tiempo y tengo miedo. Un miedo controlado, pero que a veces supera la media de mi resistencia. No soy un héroe, y he recibido amenazas los que no están conformes con la trayectoria del grupo político al que pertenezco. Por eso prefiero no hablar», insiste.Veinticinco años después.
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