por Marco Revelli
Viernes, 27 de Diciembre de 2013
La primera impresión, superficial, epidérmica, fisionómica —el color
y la forma de los vestidos, la expresión del rostro, el modo de
moverse— ha sido la de una masa de pobres. Quizá lo digo mejor: de
“empobrecidos”.
Turín ha sido el epicentro de la
llamada “rebelión de las horcas”, al menos hasta ayer. Turín es también
mi ciudad. Así que he salido de casa y me he ido a buscarla, la
rebelión, porque como decía el protagonista de una vieja película de
los años 70, ambientada en el tiempo de la revolución francesa, «si uno
va, uno lo ve…». Bien, tengo que decirlo sinceramente: lo que he visto, a
la primera ojeada, no me ha parecido una masa de fascistas. Y ni
siquiera de vándalos de un clan deportivo. Ni tampoco de mafiosos o
camorristas, o de evasores sin castigo.
La primera impresión, superficial,
epidérmica, fisionómica —el color y la forma de los vestidos, la
expresión del rostro, el modo de moverse— ha sido la de una masa de
pobres. Quizá lo digo mejor: de “empobrecidos”. Las numerosas caras de
la pobreza, hoy. Sobre todo de la que es nueva. Podríamos decir de la
clase media empobrecida: los endeudados, los prejubilados, los
fracasados o en riesgo de fracaso, pequeños comerciantes obligados por
los requerimientos a quedarse en descubierto bancario, u obligados al
cierre, artesanos con los requerimientos de Equitalia (agencia
tributaria) y con el crédito cortado, transportistas, “pequeños
patronos” con el seguro caducado y sin dinero para pagarlo, desempleados
de larga y corta duración, ex albañiles, ex peones, ex empleados, ex
mozos de almacén, ex titulares del CIF que ya no pueden soportar ese
impuesto, precarios sin renovación gracias a la reforma de la ex
ministra Fornero, trabajadores con contrato limitado, despedidos de las
obras ya paradas o de las tiendas cerradas.
Los rostros marginales de cada categoría
productiva, aquellas que están “al límite” o ya se han desplomado, las
hasta hace poco todavía sutiles, hoy ya en rápida y quizá vertiginosa
expansión… Alrededor, la plaza en círculo, con todas las tiendas
cerradas, las persianas bajadas formando un muro gris como el de la
muchedumbre. Y la “gente”, encerrada en los coches bloqueados por un
filtro no asfixiante pero suficiente para generar inquietud, ella
también con sus propios problemas, mirándolos —al menos en un primer
momento— con cierto respeto, me ha parecido. Como cuando uno se para
porque pasa un entierro. Y piensa “podría tocarme a mí…” Levantaban el
dedo pulgar —no el índice, el dedo pulgar— como diciendo “aquí andamos
todavía “, desde los automóviles alguien respondía con el mismo gesto, y
una sonrisa triste como preguntando “¿hasta cuándo?”.
No había otra comunicación: la
“plataforma”, por decir algo, el común denominador que les unía era
debilísimo, reducido a los huesos. El único cartel que mostraban decía
“Somos ITALIANOS”, con caracteres cubitales, “Paremos ITALIA”. Y la
única frase que repetían era: “Estamos hartos”. Es decir, si transmitían
algún dato sociológico era éste: que eran aquellos que no aguantan más.
Heterogéneos en todo, multitud solitaria por constitución material,
pero reunidos por ese único, terminal estado de emergencia. Y de una
visceral, profunda, constitutiva, antropológica extrañeza/hostilidad
política.
No eran una astilla del mundo político.
Eran un trozo de sociedad disgregada. Y sería un error imperdonable
liquidar todo esto como producto de una derecha golpista o de un
populismo radical. Había entre ellos gente de Fuerza nueva, es verdad,
allí estaban. Como había ultras entre las escuadras. Y los cultivadores
de la violencia por vocación o por frustración personal o social. Había
de todo, porque cuando un contenedor social se rompe y deja escapar su
propio líquido inflamable, a los incendiarios les ha caído el gordo.
Pero no es esto lo que explica el fenómeno. No se ceba así una
movilización tan amplia, diversificada, multiforme como la que se ha
visto en Turín. La verdadera pregunta que hay que hacerse es por qué
precisamente aquí se ha materializado este “pueblo” hasta ayer
invisible. Y por qué una protesta en otro momento puntual y selectiva
ha tomado un carácter tan masivo…
¿Por qué Turín ha sido la “capital de
las horcas”? En parte porque ya existía un núcleo cohesionado —los
vendedores ambulantes de Porta Palazzo, los llamados “mercatali” ,
ya movilizados desde hace tiempo— que ha funcionado como principio
organizativo y detonador de la protesta, capaces de ramificarla y
extenderla de forma capilar. Pero sobre todo porque Turín es la ciudad
más empobrecida del Norte. Donde la ruptura sobrevenida a consecuencia
de la crisis ha sido más violenta. Las cifras hablan.
Con sus casi 4.000 procedimientos
ejecutivos en 2012 (cerca del 30% más respecto del año anterior, uno
cada 360 habitantes como certifica el ministerio) Turín ha sido definido
como “la capital de los desahucios”. En su mayor parte debidos a
“morosidad involuntaria”, es decir, “cuando a consecuencia de la pérdida
de empleo o el cierre de la actividad, el inquilino no puede pagar el
alquiler”. Y ya se han anunciado otros 1.000, tal y como ha denunciado
el obispo Nosiglia, para los inquilinos de las casas populares que han
recibido la advertencia de pagar al menos los 40 euros mensuales
marcados por una reciente ley regional, también a quien está
clasificado como “involuntario” y que no se lo puede permitir.
Las actividades comerciales también
están de luto: en los dos primeros meses del año han cerrado 306
tiendas, es decir, el 2% de las existentes, lo que equivale a 15 al día,
y 626 en toda la provincia, de los que 344 son bares y restaurantes. Es
la última estadística disponible, pero podemos suponer que en los meses
sucesivos el ritmo no se ha parado. Otros casi 1.500 habían “muerto” el
año anterior […]
Si echamos un vistazo al mapa de los
grandes ciclos socio-productivos ocurridos en el tránsito hacia el siglo
XX, está en crisis toda la composición social que la vieja metrópolis
de producción fordista había generado en su pasaje hacia el
post-fordismo, con la retroversión de la gran factoría centralizada y
mecanizada en un territorio, la diseminación de las subcontratas, la
multiplicación de empresas individuales que se emplean en aquello que
quedaba del ciclo productivo automovilístico, las consultas
externalizadas, el pequeño comercio como sucedáneo del welfare, junto con las prejubilaciones, los contratos por programa, los empleos interinos de bajo nivel (no los cognitarios de la creative class sino el peonaje de bajo costo)[1]. Era una composición frágil, que sobrevivía en suspensión dentro de la burbuja del crédito fácil, de las tarjetas revolving,
del crédito bancario blando, del consumo compulsivo. Y así ha ido hasta
que la presión financiera ha puesto sus manos en el cuello de los
marginales, y cada vez más fuerte y cada vez más hacia arriba.
No da gusto ver esta segunda sociedad
salida a la superficie con el símbolo tremendamente obsoleto,
premoderno, de feudalismo rural y de jacquerie (levantamientos
campesinos) como es la horca, pero a la vez portadora de una
hipermodernidad explosiva. De una tentativa de transición fracasada.
Pero es verdadera, más verdadera que los vacuos ritos que se vuelven a
proponer desde arriba, en los tenderetes de las primarias que,
precisamente decían también, con otra forma y con buen tono, que “no se
puede aguantar más”, o en los programas de debate de la televisión. Es
sucia, fea, mala. Esclavitud, también. Está llena de rencor, de rabia y a
veces de odio. Porque la pobreza no es nunca serena.
Nada que ver con la “hermosa sociedad”
(y la “hermosa subjetividad”) del periodo industrial, con el lenguaje
del conflicto áspero pero aseado. Aquí la política es coto del orden del
discurso. Ha sido demasiado profundo el abismo excavado en estos años
entre representantes y representados, entre el lenguaje que se habla en
voz alta y el dialecto con el que se comunica la gente de abajo.
Demasiado vulgar ha sido el éxodo de la izquierda, toda la izquierda, de
los lugares donde está la vida. Y quizás, como en la Alemania de los
años treinta, serán sólo los lenguajes guturales de los nuevos bárbaros
los que vayan al encuentro de esta nueva plebe. Pero sería una desgracia
—peor, un delito— regalar a los centuriones de la derecha social el
monopolio de la comunicación con este mundo y la posibilidad de que esos
(malos) sentimientos coticen en su propia bolsa. Un enésimo error.
Quizás el último.
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Marco REVELLI es catedrático de Ciencia Política de la Universidad del Piamonte Oriental. El artículo apareció publicado en il Manifesto, el 13 de diciembre.
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