27.08.2013
«ANTE
NUESTRA MIRADA»
El
público occidental espantado ante el general Al-Sissi
por Thierry Meyssan
El
95% de los egipcios respalda el golpe de Estado militar que derrocó al
presidente Morsi pero la prensa occidental denuncia con espanto un regreso
a la dictadura invocando para ello los muertos civiles de la represión. Para
Thierry Meyssan, esa actitud tiene su origen en la visión aseptizada del mundo
que se impone a los pueblos de Occidente, los cuales –olvidando las lecciones
de su propia Historia– parecen creer que todos los conflictos pueden resolverse
de forma pacífica.
En
Estados Unidos y Europa, la prensa hace causa común contra el golpe de Estado
militar en Egipto y lamenta ruidosamente el millar de muertos registrado desde
entonces. Le parece evidente que los egipcios que derrocaron
la dictadura de Hosni Mubarak son ahora víctimas de una nueva dictadura y
que Mohamed Morsi, electo «democráticamente», es el único que puede
ejercer el poder de forma legítima.
Pero
esa visión de los hechos no tiene en cuenta la unanimidad de la
sociedad egipcia en su respaldo al ejército. Cuando Abdelfatah Al-Sissi anunció la destitución del presidente Morsi, lo hizo rodeado de los
representantes de todas las sensibilidades del país, entre ellos el rector de
la universidad Al-Azhar y el jefe de
los salafistas, quienes aprobaron la medida al hacer acto de presencia en el
momento del anuncio. El general Al-Sissi puede, por consiguiente, sostener
con toda razón que el 95% de sus compatriotas respalda su actuación.
Para
los egipcios, la legitimidad de Mohamed Morsi no depende de cómo fue
designado presidente –con elecciones o sin ellas– sino de los servicios
que prestó al país desde ese cargo. Y el hecho es que la Hermandad
Musulmana demostró sobre todo que su divisa «¡El Islam es la solución!»
no bastaba para disimular su falta de capacidad para gobernar.
Para el egipcio de a pie, el turismo disminuyó enormemente,
la economía sufrió una grave regresión y la moneda nacional perdió
el 20% de su valor.
Para la clase media egipcia, Morsi nunca fue electo
democráticamente. La mayoría de los colegios electorales fueron ocupados a
la fuerza por los miembros de la Hermandad Musulmana y el 65% de
los electores optó por la abstención. Se trató en realidad de una farsa que
contó con la complicidad de los observadores internacionales enviados por
Estados Unidos y la Unión Europea, que de hecho apoyaron a la
cofradía. En noviembre, el presidente Morsi suprimió la separación
de poderes al prohibir que los tribunales contradijeran sus decisiones.
Luego disolvió la Corte Suprema y revocó al Fiscal general. Más tarde
abrogó la Constitución y ordenó la redacción de una nueva ley
fundamental, trabajo que puso en manos de una comisión nombrada por él. Y finalmente impuso la adopción del
nuevo texto mediante un referéndum boicoteado por el 66% de los electores.
Para
el ejército, Morsi anunció su intención de privatizar el canal de Suez, símbolo
de la independencia económica y política del país, y de venderlo a sus padrinos
qataríes. Inició la venta de los terrenos públicos del Sinaí a personalidades
del Hamas para que trasladaran los trabajadores de Gaza hacia Egipto,
permitiendo así que Israel liquide su «cuestión palestina». Y sobre
todo, llamó a entrar en guerra contra Siria, posición avanzada histórica de
Egipto en el Levante. Con ese llamado, Morsi puso en peligro la
seguridad nacional, cuando su obligación era preservarla.
Pero
el
problema de fondo de los occidentales ante la crisis egipcia sigue siendo
la violencia. Visto desde Nueva York o París, un ejército que
dispara contra manifestantes con munición de guerra no puede ser otra cosa
que tiránico. Y para pintarlo de manera aún más horrible,
la prensa subraya que entre las víctimas hay mujeres y niños.
Se trata de una visión aseptizada y falsa de las relaciones
humanas, una ilusión según la cual el no portar armas es una prueba
de disposición al diálogo. El fanatismo es, sin embargo,
un comportamiento que nada tiene que ver con el hecho de estar o
no armado. Es un problema que los propios occidentales enfrentaron
hace 70 años. En aquel entonces, Franklin D. Roosevelt y Winston
Churchill ordenaron arrasar ciudades enteras, como Dresde –en Alemania– y Tokio
–en Japón–, que estaban repletas de civiles desarmados [1]. A pesar de ello, se trata de dos
líderes a los que nadie cataloga hoy como criminales sino más bien como héroes.
Pero se considera evidente e
indiscutible que el fanatismo de alemanes y japoneses hacía imposible toda
solución pacífica.
¿Son
los miembros de la Hermandad Musulmana terroristas y deben ser vencidos?
Toda respuesta global [a] esa pregunta sería errónea ya que existen
numerosas tendencias en el seno de esa cofradía internacional. Dicho esto, es
justo señalar también que su historial habla por sí solo. La Hermandad
Musulmana tiene, en efecto, un impresionante pasado como golpista en numerosos
Estados árabes. En 2011 organizó la oposición contra Muammar el-Kadhafi y
se benefició cuando este fue derrocado por la OTAN. Hoy sus miembros
recurren de nuevo a las armas para apoderarse del poder en Siria. En el
caso de Egipto, el presidente Morsi rehabilitó a los asesinos de su predecesor
Annuar el-Sadat y los liberó. También nombró como gobernador de Luxor
al segundo jefe del comando que masacró a 62 personas, principalmente
turistas, en ese mismo lugar en 1997. Además, durante su reciente llamado
a manifestar por el regreso de «su» presidente
al poder, los miembros de la Hermandad Musulmana incendiaron 82 iglesias
coptas.
Los
egipcios no parecen compartir la repulsión de los occidentales por los
gobiernos militares. Prueba de ello es el hecho que el pueblo egipcio es el
único del mundo que ha sido gobernado por militares –con excepción del año de
Morsi– durante más de 3 000 años.
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