lunes, 8 de julio de 2013
Thierry Meyssan: ¿Anuncia la caída de Mursi el futuro de la Hermandad Musulmana? (Red Voltaire)
Al cabo de 5 días de
manifestaciones multitudinarias que exigían la partida del presidente
Mursi, el ejército egipcio destituyó al mandatario y designó al
presidente de la Corte Constitucional para asumir la jefatura del Estado
hasta la convocación de nuevas elecciones.
Para entender la importancia del acontecimiento se hace necesario resituarlo en su contexto.
Una ola de agitación
política se extendió por una parte del continente africano, y
posteriormente por el mundo árabe, a partir de la mitad de diciembre de
2010. Túnez y Egipto eran los países más sacudidos. El fenómeno se
explica primeramente por causas de fondo: un cambio generacional y una
crisis alimentaria. Si bien el aspecto demográfico escapa al control
humano, el aspecto económico fue ampliamente provocado con pleno
conocimiento de causa, primero en 2007-2008 y después en 2010.
En Túnez y Egipto,
Estados Unidos había preparado el «cambio de guardia» con nuevos líderes
listos a prestar servicio reemplazando a los ya devaluados. El Departamento de Estado había formado jóvenes «revolucionarios» como reemplazo del poder establecido.
Así que cuando Washington comprobó que sus aliados se quedaban sin
alternativas ante la calle, les ordenó dejar el lugar a la oposición ya
prefabricada. No fue la calle sino Estados Unidos quien expulsó del
poder a Ben Alí y al general Hosni Mubarak. Y fue también Estados Unidos
quien los reemplazó por la Hermandad Musulmana. Esto último parece
menos evidente en la medida en que se organizaron elecciones, tanto en
Túnez como en Egipto. Pero la realización de elecciones no siempre es
prueba de sinceridad y democracia. Un estudio minucioso demuestra que
todo estaba arreglado.
No cabe duda de que
Washington había previsto los acontecimientos y que incluso los guió,
aunque algo parecido haya podido suceder en otros países, como en
Senegal o Costa de Marfil.
Y precisamente se
producen entonces disturbios en Costa de Marfil, en ocasión de la
elección presidencial. Pero esos hechos nada tienen que ver en la
imaginación colectiva con la llamada «primavera árabe» y se terminan con
una intervención militar francesa bajo mandato de la ONU.
Ya instalada la
inestabilidad en Túnez y Egipto, Francia y Reino Unido dieron inicio al
movimiento de desestabilización contra Libia y Siria, conforme a lo
previsto en el Tratado de Lancaster House. Aunque realmente se
produjeron en esos últimos países algunas micro-manifestaciones en
demanda de democracia, lo cierto es que los medios de prensa
occidentales se encargaron de exagerar su envergadura mientras que
fuerzas especiales occidentales se ocupaban de organizar disturbios con
el respaldo de cabecillas takfiristas.
Recurriendo a constantes
manipulaciones, la operación de Costa de Marfil fue excluida de la
«primavera árabe» (no hay árabes en ese país, donde un tercio de la
población es musulmana) mientras que Libia y Siria sí eran incluidas en
ella (cuando en realidad se trata de operaciones de carácter colonial).
Ese verdadero acto de prestidigitación se concretó de manera
relativamente fácil en la medida en que también se registraban
manifestaciones en Yemen y Bahréin, donde las condiciones estructurales
son muy diferentes. Al principio, los comentaristas occidentales les
encajaron la etiqueta de «primavera árabe», pero después se arreglaron
para excluirlas de ella porque las situaciones son muy poco comparables.
En definitiva, lo que
caracteriza a la «primavera árabe» (Túnez, Egipto, Libia y Siria) no es
la inestabilidad ni la cultura sino la solución preconcebida por las
potencias occidentales: el acceso de la Hermandad Musulmana al poder.
Esta organización
secreta, supuestamente antiimperialista, siempre ha estado bajo el
control político de Londres. Estaba representada en el equipo de Hillary
Clinton a través de la señora Huma Abedin, la esposa del dimitente
congresista sionista Anthony Weiner. La madre Huma Abedin –Saleha
Abedin– dirige la rama femenina mundial de la Hermandad Musulmana. Por
su parte, Qatar ha garantizado el financiamiento de las operaciones,
¡más de 15 000 millones de dólares al año!, y la cobertura mediática de
la cofradía, de la que se ha hecho cargo el canal Al-Jazzera desde fines
de 2005. Para terminar, Turquía ha puesto el know how político
proporcionando una serie de consejeros en comunicación.
La Hermandad
Musulmana es en el islam lo mismo que los trotskistas en Occidente: un
grupo de golpistas que trabajan para intereses extranjeros en nombre de
un ideal que siempre se pospone. Después de haberse embarcado en
innumerables tentativas golpistas en la mayoría de los países árabes a
lo largo de todo el siglo XX, la Hermandad Musulmana fue la primera
sorprendida ante su propia «victoria» de 2011. El problema es que, fuera
de las instrucciones de los anglosajones, la cofradía no disponía en
realidad de ningún programa de gobierno. Y se aferró a las consignas
islamistas: «La solución es el Corán», «No necesitamos constitución,
tenemos la charia» y otras por el estilo.
En Egipto, al igual
que en Túnez y Libia, el gobierno de la Hermandad Musulmana abrió la
economía nacional al capitalismo liberal. Confirmó además su complicidad
con Israel a costa de los palestinos. Y trató de imponer, en nombre del Corán, un orden moral que nunca ha existido en ese libro.
Las privatizaciones de la economía egipcia al mejor estilo de la señora Thatcher debían
alcanzar su punto culminante con la venta del Canal de Suez, joya del
país y esencial fuente de sus ingresos, que sería vendido a Qatar.
Ante la resistencia de la sociedad egipcia, Doha financió un movimiento
separatista en la región del Canal, siguiendo el modelo ya establecido
por Estados Unidos en Centroamérica cuando fomentó en Colombia el
movimiento separatista que dio lugar a la independencia de Panamá.
Pero la sociedad no
soportó ese tratamiento sin anestesia. Como escribí hace 3 semanas en
esta misma columna, los egipcios abrieron los ojos al ver la sublevación
de los turcos contra el Hermano Erdogan. Y la sociedad egipcia se
rebeló, lanzando incluso un ultimátum al presidente Mursi. Después de
verificar telefónicamente, con el secretario estadounidense de Defensa
Chuck Hagel, que Estados Unidos no tenía intenciones de tratar de salvar al agente Mursi, el general al-Sisi anunció su destitución.
Este último punto merece
una explicación: En lo que fue su penúltimo discurso a la nación,
Mohamed Mursi se presentó como un «sabio». El hombre es ingeniero
espacial, hizo carrera en Estados Unidos, obtuvo la nacionalidad
estadounidense, trabajó en la NASA y dispone de una acreditación
estadounidense de acceso a información clasificada. Sin embargo, si bien
el Pentágono abandonó a Mursi, el que sí lo respaldó –hasta el momento
de su arresto– fue el Departamento de Estado, a través de la embajadora
estadounidense en El Cairo, de los voceros Patrick Ventrell y Jan Psaki,
e incluso del propio secretario de Estado John Kerry. Esta incoherencia
ilustra la confusión que reina en Washington: por un lado, el sentido
común implica que no es posible intervenir, mientras que por el otro
lado sus vínculos con la Hermandad Musulmana son tan estrechos que dejan
a Washington sin solución de repuesto.
La caída de Mursi marca
el fin del predominio de la Hermandad Musulmana en el mundo árabe, sobre
todo teniendo en cuenta que el ejército anunció su destitución
rodeándose de las fuerzas vivas de la sociedad, incluyendo a los
«sabios» de la universidad al-Azhar.
El fracaso de Mursi es
un duro golpe para Occidente y sus aliados, Qatar y Turquía. Ahora
podemos preguntarnos con toda lógica si no marca el fin de la «primavera
árabe» y deja entrever además la posibilidad de nuevos virajes en
Túnez, en Libia y, por supuesto, en Siria.
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