Lo
peor no son los recortes en Sanidad, en los servicios públicos en
general; la pérdida del autocar para los niños que acuden a la escuela
desde la apartada aldea porque en ésta no disponen de ella. Lo peor no
es perder la paga de Navidad y la de julio. Lo peor no es que te tengan
que extraer una prótesis que vale 250 euros, porque no pudiste
costeártela. Lo peor no es que tu novia, tu hija o tu madre no puedan
abortar, porque las leyes del País lo prohíben o porque no disponen de
medios para hacerlo en Londres.
Lo peor es cuando los pueblos se acostumbran a las cadenas, cuando
aceptamos como irremediable el barrio embarrado y sin luz, sin teléfono,
sin médico; los hombres bebiendo el vino de la derrota y hablando de
fútbol en los oscuros adentros de las tabernas, mientras llega desde los
emparrados patios el metálico ruido de los tejos del “juego de la rana”
mezclado con el peculiar rodar de las fichas del dominó sobre las
mesas, en los días de la capitulación.
Lo digo por experiencia: lo peor es cuando los pueblos se
acostumbran al velo en misa, al “burka” del silencio y de la
invisibilidad en las calles y en la vida diaria. Lo peor es cuando
aceptamos sin rechistar de nuevo el “sí, mi amo”, la tortura, la hostia y
la humillación del policía, la cola con la cartilla de racionamiento en
las tiendas de ultramarinos y para adquirir el pan de los vencidos, el
tabaco y la leche, mientras desfila la tropa por el paseo de la
Castellana.
Lo peor de aquella posguerra de hace setentaicuatro años no fueron
los insufribles “nodos”, las siniestras cárceles, el “sindicato
vertical”, los numerosos fusilamientos, el exilio y la pérdida de las
libertades, con lo que todo esto tiene de terrible. Lo peor viene cuando
las gentes se acostumbran a las calles y las universidades ocupadas por
la Policía -sea ésta del color que sea-, a los días grises de futbolín y
mendicidad y la mujer ejerciendo de fregona en las casas de los
vencedores o vendiendo su cuerpo por unos miserables billetes, todo ese
entramado de mentiras oficiales tras la que se oculta el desaparecido.
Lo peor es el crucifijo de nuevo en la escuela, en el lugar donde
hasta ayer estuviera el retrato del Presidente de la República. Lo peor
es acostumbrarse a los pueblos sin agua, sin aceras, sin bibliotecas; a
los días de polvo y magreo en las verbenas, a los cines de barrio con
olor a derrota, a cansancio, a sudor, a miseria. Lo peor es habituarse a
esos seis millones de parados, a ese 67% de paro juvenil, al mendigo en
la puerta del súper y el anciano buceando en los contenedores de éste; a
la cotidianidad del suicidio y de la mujer asesinada por su pareja,
debido al evidente fracaso de nuestra sociedad.
Lo peor es cuando repetimos cual papagayos que “todos los políticos
son iguales”, “todos los jueces son iguales”, y aceptamos la brutal
subida de las tasas universitarias que dejará de nuevo al hijo del
obrero sin estudios superiores, en tanto los que detentan el poder
económico, el Monarca, los privilegiados y los auténticos favorecidos de
este sistema incrementan sus fortunas, precisamente aquellos que se
dicen “nuestros representantes”.
Lo peor es cuando ya no nos reconocemos ni a nosotros mismos en la
rebeldía de las luchas de ayer y aceptamos un país sin sindicatos ni
organizaciones obreras, una ciudad sin manifestaciones; cuando aceptamos
sin un gesto de ira o de protesta la corrupción, el salivazo en el
rostro, los parquímetros, el infame programa en la televisión pública y
el ninguneo de lo que en realidad ocurre en las calles; el cierre de
hospitales, la privatización de la banca pública, el agua y la empresa
estatal; la detención del joven “okupa”, la expulsión del inmigrante, el
desahucio que lleva al suicidio al anciano, el chiste de dudoso gusto
sobre el marica o la lesbiana, el comentario: “las manifestaciones
deberían celebrarse en la Casa de Campo, para no entorpecer la normal
vida de la Ciudad”, “ las huelgas hay que regularlas”, “hay que penar o
prohibir los escraches y el reparto de panfletos en las calles”.
Lo peor es cuando te vienes a enterar de que tu vecino, tu amigo de
toda la vida, aquel con el que de niño cambiabas tebeos y cromos y con
el que más tarde fuiste al monte y a las “manis”, se metió en la Guardia
Civil. Lo peor es cuando un pueblo, aterrorizado e inmovilizado por la
represión, cual presa atrapada en la red, llega a la conclusión de que
cualquier movimiento de resistencia es inútil. Lo peor no es que te
llamen radical y violento, si no que un pueblo sin memoria mire con
nostalgia hacia un pasado de tumbas sin nombre, de complejos entramados
de comisarías y campos de concentración, de campos de fútbol hirviendo
de fervor deportivo y patriótico, mientras el poeta amado muere en el
exilio, herido de ausencia, y en la estación fronteriza es detenido el
activista del Partido Comunista que regresa para organizar la
resistencia en el “interior”.
Lo peor no es el niño desescolarizado, el obrero despedido, los 14
euros por ver Los fusilamientos del 3 de mayo en el Prado o el Guernica
de Picasso; ese lienzo por el que se supone que tú deberías sacrificar
tu vida en caso de tener que defender la Patria de una posible invasión
enemiga, si no ese pueblo que, cual “caballo que ve pudrir sus crines”,
no se alza contra el fascismo emergente. Lo peor es cuando aceptamos el
“apartheid” –en cualquiera de sus formas-, el racismo y la homofobia,
los campamentos de refugiados –aquí, en Palestina o en el Sáhara-, el
hecho del niño que acude a la escuela sin desayunar, por que ya ni para
leche hay en casa; la mujer discriminada en el trabajo, INTERNET
intervenido, la bandera republicana prohibida en el estadio porque
“incita a la violencia”, el mausoleo donde el cruel dictador entierra a
los que se alzaron contra la legalidad republicana, juntos y revueltos,
bajo la misma cruz “redentora” que los que defendieron la Constitución y
los principios de 1931; cuando escuchamos impasibles ese: “hay que
restablecer la pena de muerte”, o: “aquí, lo que esta haciendo falta es
otro Franco”.
Lo peor es cuando un pueblo se resigna a que sean sus mismos
vencedores los que le cuenten su propia historia, en lugar de
reescribirla.
Lo más terrible es un pueblo sin poetas, un pueblo sin periódicos, o intervenidos estos por el Gobierno o los grupos de presión.
Lo peor no es la fachada embadurnada con un “graffiti”, si no un
país que va a la deriva y sin una sola pintada antifascista contra los
desmanes de su Gobierno. Lo peor es cuando un pueblo hace de la tortura y
muerte de un animal una fiesta, mientras suena la música y el público
pide la oreja para el matarife.
Lo peor es cuando un mundo ahí fuera se está hundiendo literalmente, mientras tú aplaudes a la “roja”.
Lo peor no es que se cierren todos los cines y todos los teatros,
todas las librerías de tu ciudad; que nuestros actores se vayan todos al
paro o a recoger fruta a Lérida, que se tale el último árbol del último
bulevar, aquel donde de niño jugabas a las canicas; si no que tú mismo
decidas que ya no tienes tiempo para leer este mismo comentario que fue
escrito expresamente para ti.
Angel Esparza Sanz
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