
Manuel Fernández-Cuesta, editor.- La estricta política de austeridad de la señora de Ulrich Merkel es una forma de protección a su industria y banca, y recuerda, quizá demasiado, la patriótica reacción ante la crisis de Weimar.
 “Marx es el máximo investigador de temas
 económicos y socialistas de nuestro tiempo. A lo largo de mi vida he 
entrado en contacto con numerosos estudiosos, pero no conozco a ninguno 
que sea tan erudito y profundo como él” 
M. A. Bakunin, 23 de enero de 1872
Hemos leído tanto a Marx que ya no sabemos interpretar 
sus textos. Hemos citado tanto a Marx, en cualquier situación, con 
cualquier excusa, que hemos olvidado de dónde provienen las citas y su 
utilidad práctica. Cubiertos de polvo, en los estantes superiores, 
olvidados, los libros de Marx, origen judío, bautizado luterano, ateo, 
nos recuerdan con sus arrugas y subrayados otras épocas, quizá más 
felices, otras vidas. Como un lejano pariente, aquel que recorrió 
ciudades de Europa de exilio en exilio, penuria económica, hasta morir, 
apátrida, en el Londres victoriano, hacedor de lo social, maestro de la 
sospecha, el analista que entendió lo real como el conjunto de 
circunstancias socio-materiales y relaciones sociales, nos mira, desde 
un pequeño retrato, y se interroga incrédulo, sobre nuestra actitud ante
 la primacía política, casi una dictadura contable, del hegemónico Reich
 neoliberal.
Marx no recuerda todo: tiene una confusa memoria del 
futuro. Murió en 1883, un 14 de marzo. A su entierro, en el cementerio 
de Highgate, asistió una docena, escasa, de personas. Alemania de 
Merkel: cuarto episodio de la saga. Y escrito en romanos da, si cabe, 
más miedo: IV Reich, el del ajuste, la explotación y el recorte. “Había 
algo más que yo echaba en falta en las usuales valoraciones de Marx. 
Siempre se ponía mucho énfasis en el Marx pensador, el teórico. Yo sabia
 que Marx fue un revolucionario extraordinariamente activo, primero como
 periodista rebelde en Alemania, después dentro de las asociaciones de 
trabajadores en París y en la Liga comunista de Bruselas.”, escribe 
Howard Zinn en el prólogo de  Marx en el Soho (Hiru, 2002).
“Le encontramos dormido suavemente en su sillón, pero 
para siempre”, dijo Engels en su entierro. Tenía 64 años. Había nacido 
en Tréveris (5 de mayo de 1818) y entendido, clarividencia científica, 
antes, incluso, de la “ruptura epistemológica” de la que habló, 
Bachelard al fondo, el bueno de -anda en el limbo- Louis Althusser, que 
la expansión de la burguesía -la casta neoliberal- iba a ser 
necesariamente global.
En el  Manifiesto del Partido Comunista
 (primera edición, Londres, febrero de 1848), dos jóvenes, Engels anotó 
después que la mayoría de las ideas eran de Marx, intuyeron la 
inevitable globalización: “la necesidad de una venta cada vez más 
expandida de sus productos lanza a la burguesía a través de todo el 
orbe. Ésta debe establecerse, instalarse y entablar vinculaciones por 
doquier. En virtud de su explotación del mercado mundial, la burguesía 
ha dado una conformación cosmopolita a la producción y al consumo.” El 
polvo acumulado, a medida que pasan las hojas, se eleva formando una 
cortina, una red, en el estadio actual de marasmo, de respuestas 
imprescindibles.
Leer a Marx no es leer a Aristóteles. Marx es acción, 
movimiento transformador, crítica del Estado y de sus aparatos de 
coerción, la teoría del valor y la plusvalía; Marx formulará también 
-Lenin será más concreto- el instante revolucionario, el  tempo
 revolucionario, partiendo de que el carácter de la sociedad está 
determinado por su modo de producción. La socialdemocracia de tul e 
ilusión enterró a Marx: cátedras y seminarios analizaron, hasta el 
morfema, sus peligrosos trabajos.
Marx, venerable patriarca, escribió -no sin ironía- 
Anselmo Lorenzo. Canónico, fosilizado, su obra es una estampita 
multicolor en el santuario de la Academia: un cadáver exquisito. Pero el
  Manifiesto salta a los ojos, atraviesa corazón y 
cerebro, explica el mundo y concibe otro. A Marx, agudo periodista, le 
hubiera gustado verlo circular, fotocopiado o en soporte digital, por la
 emotiva pluralidad del 15M. He citado el  MPC tomando una reliquia bibliográfica. La incompleta  OME,
 volumen 9, Crítica, 1978, edición dirigida, también en el limbo, por 
Manuel Sacristán. Marx conoce el arranque del imperialismo e intuye la 
mundialización del capital. De la crisis/estafa financiera, y de la 
repartición desigual de sus costes, humillación al esclavizado Sur 
incluida, ya se encarga Alemania y sus sometidos gobiernos locales.
Es posible que Angela Dorothea Kasner, señora de Ulrich 
Merkel, física por Leipzig (entonces RDA), Premio Carlomagno, estudiase 
cuántica y partículas elementales viendo imágenes, retratos y bustos de 
Marx. Barba blanca, bigote levemente oscuro: le llamaban el Moro. La 
dama del rigor, igual que hizo la de hierro en GB, devuelve a Alemania 
al lugar que su  Volksgeist cree que debe estar. Su
 estricta política de austeridad, una forma de protección a su industria
 y banca, recuerda, quizá demasiado, la patriótica reacción ante la 
crisis de Weimar.
Marx lo explica mejor: “Hegel dice en alguna parte que 
todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen,
 como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como 
tragedia y la otra como farsa.” ( El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte,
 Editorial Progreso, Moscú, 1978). El IV Reich es la farsa neoliberal de
 un modelo en descomposición. El encendido romanticismo alemán, frente a
 la racional ilustración francesa, está presente en el destino y la 
identidad nacional del (otro) pueblo elegido. Algo de esto describe, con
 acierto,  Modernidad y holocausto (1989; en 
español, Sequitur, 1997), el sociólogo Zymunt Bauman, antes de 
convertirse en el analista fetiche de las clases medias: Señor de lo 
Líquido.
“Acaso no haya otro país, salvo Turquía, tan poco 
conocido y erróneamente juzgado por Europa como España”, sintetizó en un
 artículo publicado en el New York Daily Tribune, el 21 de agosto de 
1854. Una vez más, sus expresiones parecen escritas ayer, dirigidas 
contra el desprecio, racismo de clase, del Norte. Alejemos la idea del 
pensador en la torre de marfil; evitemos el anquilosamiento místico del 
clásico. Seamos irreverentes con Marx, atrevidos, y consideremos, igual 
que hacían sus contemporáneos, amigos o enemigos,  Conversaciones con Marx y Engels
 de H.M. Enzensberger (Anagrama, 1974), los trabajos, panfletos y cuerpo
 doctrinal como herramientas de generación de conciencia y agitación: 
instrumentos.
Marx es un pensador de la acción, para la acción, un 
aldabonazo en la estructura social y patrimonial de la segunda mitad del
 siglo XIX. Su lectura, hoy, contra el furor de las formas extremas de 
monetarismo, contra la idea de que no existe -fin de la Historia 
hegeliana- alternativa al capitalismo, desvela (y ridiculiza) el mito 
del pensamiento dominante. Con una leve adecuación terminológica al 
presente, el Moro resurge como el indignado consciente, un militante de 
la transformación que, además de rodear el Congreso, agitar las 
burocracias de los partidos de izquierda y apuntarse a todas las 
plataformas posibles, asume la complejidad: nunca la derrota. Como dice 
el personaje Marx en la obra citada de Zinn: “¿No os habéis preguntado 
nunca por qué es necesario declararme muerto una y otra vez?”
Publicado en: http://www.eldiario.es/zonacritica/Marx-IV
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