Claudio Spartak
Ante la situación cada vez más
desesperante que vive la clase trabajadora con la actual crisis del
capitalismo no faltan los voceros paniaguados de la patronal y la banca
que tratan de descargar sobre los hombros de las y los trabajadores la
culpa por el infierno que están obligados a sufrir. Según estos
sinvergüenzas quienes sufren un desahucio deberían haberlo pensado mejor
antes de firmar un contrato hipotecario. O quienes se encuentran en
paro deberían haber sido más “competitivos” y trabajar más por menos, en
lugar de preferir “vivir sin trabajar” cobrando el subsidio de
desempleo. “Lo que a cada uno le pase es culpa suya”, nos dicen. Nada
mueve al individuo, según ellos, que no sea su voluntad racional y
consciente. “Tú firmas un contrato porque quieres, nadie te obliga”, nos
repiten. Se nos presenta el sistema capitalista como el paraíso del
individuo, en el que cada cual es dueño de su destino y únicamente
depende de sí mismo para subsistir y prosperar. Es la competencia, el
todos contra todos. ¡Que cada cual se busque las castañas como pueda!
Pero ocurre que en esta aparente guerra
de todos contra todos, mientras la inmensa mayoría no tiene más que
piedras, unos pocos tienen tanques y artillería. La supuesta guerra de
todos contra todos resulta ser una guerra de clase contra clase. Los
trabajadores están desprovistos de todo cuanto necesitan para vivir,
mientras que una minoría de empresarios y banqueros monopoliza las
fábricas, las empresas, el dinero para financiarlas, etc… Únicamente si
los primeros se someten a las condiciones que imponen segundos, éstos
les darán a aquéllos el sustento mínimo que necesitan. No existe
“elección libre y voluntaria” alguna, a no ser que escoger entre el
hambre y la esclavitud sea una tal elección. Pero con la firma de un
contrato de trabajo se enmascara esta relación de dominación del
empresario sobre el trabajador. La relación parece una mera transacción
libre, un simple intercambio de artículos equivalentes. Esta
aparentemente inofensiva operación de compra-venta lo que esconde es un
auténtico chantaje que tiene como resultado la explotación de una clase
por otra. En apariencia las y los trabajadores parecen libres de escoger
si quieren o no trabajar bajo las condiciones que les imponga tal o
cual empresario. Pero la amenaza de no tener nada para subsistir, para
vestirse o para comer obliga a trabajadores y trabajadoras a aceptar las
condiciones de explotación que los empresarios les imponen. ¿En qué
queda, pues, la libertad individual? En algo tan simple como escoger
entre la explotación o la inanición. Y es obvio que nadie en su sano
juicio optaría por la segunda opción.
Y lo mismo podríamos decir sobre las
hipotecas y sus víctimas. ¿Acaso no se incitó a millones de personas a
contraer préstamos hipotecarios durante los años de la famosa burbuja?
Aunque muchos lo hayan olvidado, todavía resuenan aquellas voces que
tildaban de “tontos” a quienes no contraían una hipoteca y se quedaban
sin su vivienda en propiedad. Con tipos de interés efectivos nulos o
casi nulos, ¿qué había que perder? ¡Estaba tirado! Pero la relativa
bonanza económica se terminó y la crisis de sobreproducción capitalista,
contenida durante cierto tiempo, resurgió con aun más fuerza que
antaño. Millones de empleos se han destruido. Los salarios de quienes
conservan su trabajo han sido recortados. Las hipotecas se han vuelto
impagables y el mito de los “tontos” que no las contraían se ha caído.
Ahora los “tontos” son quienes contrajeron un préstamo hipotecario “por
encima de sus posibilidades”. Ahora resulta que nadie les incitó a ello,
que nadie se aprovechó de su situación para venderles la ilusión de que
endeudándose podían llegar a ser propietarios, aun cuando apenas
llegaran a fin de mes. Se dice que eran personas adultas que
“libremente” se comprometieron a pagar lo que debían. Pero nada se dice
de cómo la clase de los banqueros y empresarios promovieron el crédito
basura para contener la sobreproducción que ellos mismos han creado
compitiendo entre sí por arrebatarse mercados y arruinarse unos a otros.
Nada se dice de cómo este crédito se fomentó para que los trabajadores
consumieran en masa mientras se les pagaban cada vez menores salarios.
Los empresarios y banqueros han empujado masivamente a trabajadores y
trabajadoras al abismo. Pero ahora estos mismos empresarios y banqueros
pretenden, ya sea directamente o mediante sus voceros paniaguados,
decirle a los trabajadores que son ellos quiénes tienen la culpa de su
precaria situación.
Empresarios y banqueros proclaman
solemnemente la libertad de trabajadoras y trabajadores como individuos.
Pero esta libertad individual solo se puede ejercer dentro de las
coordenadas marcadas por esos mismos empresarios y banqueros que
monopolizan los medios de producción y de cambio. Esa libertad
individual tan solemnemente proclamada se reduce, como decíamos antes, a
escoger entre la explotación y la inanición. Es la libertad de elegir
entre agarrarse a un clavo ardiendo o dejarse caer. Pero los clavos
arden cada vez más. El paro crece sin cesar. Los desahucios continúan.
Continúa el recorte de derechos sociales y laborales. Continúa la
destrucción de todas las conquistas obreras y populares. Continúa el
desmontaje de la sanidad y la educación públicas. Continúa la
degradación de las condiciones de vida de la clase trabajadora. Continúa
el crimen social. Un crimen cuya responsabilidad se trata de eludir
apelando a la libertad individual.
Frente a hundirse en el hambre y la
desesperación solo queda una alternativa: organizarse y luchar.
Precisamente, al organizarse y luchar, la clase trabajadora hace que
cese la competencia entre sus integrantes. Bloquea esa competencia de la
que banqueros y empresarios se aprovechan para presionar a la baja los
salarios y las condiciones de trabajo. De ahí la histeria de la banca,
la patronal y sus voceros paniaguados contra los piquetes y los
“escraches”, a los que acusan de violar la sacrosanta libertad
individual. Para ellos es mejor que la clase trabajadora se resigne y
sus integrantes se limiten a competir entre sí por no quedarse sin
trabajo y sin hogar, aunque ello suponga rebajarse a la categoría de
bestias de carga, ante la amenaza del hambre y la indigencia. Pero la
clase que no tiene más que su fuerza de trabajo para sobrevivir (o más
bien malvivir) no puede conformarse con esa falsa libertad individual
que no es más que una mordaza para someterla a la explotación. Solo
organizándose y luchando contra este régimen de esclavitud apenas
disimulada pueden las y los trabajadores aspirar a ejercer
verdaderamente su libertad.
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