La que se denominó "revolución islandesa", era perfecta. Era el fruto de la indignación colectiva ante el saqueo bancario, pedía que se juzgara a los políticos culpables y plantaba cara a la banca extranjera acreedora.
Por si fuera poco, no apelaba a la violencia ni a la lucha de clases, no había banderas rojas ni negras, ni asaltos a los cuarteles del invierno islandés, no pedía la ruptura del sistema capitalista para dar paso a un proceso revolucionario que desembocara en el socialismo. Muy por el contrario, Gandhi era el personaje que inspiraba ese otro mundo posible; nada de Ché, Lenin o Bakunin, que esas ideologías ya se sabe que no traen nada bueno (perdón por la ironía).
Islandia, una revolución perfecta para la Europa rica, desarrollada, moderna, culta, pragmática, reformista, democrática y amante de la paz, que -como no podía ser de otro modo- tuvo la simpatía de la prensa toda.
Los más viejos del lugar no quisieron amargar el entusiasmo surgido, ni siquiera cuando los socialdemócratas y sus aliados verdes canalizaron el descontento y las movilizaciones y se hicieron con el gobierno. Podía más el hecho de ver a algunos miembros de la clase política islandesa en la picota, pasando un mal trago y camino del banquillo.
Apenas unos meses después, las elecciones han vuelto a traer a los conservadores+progresistas al gobierno, confirmando que una revolución es otra cosa, tiene que ver con la clase social que ostenta el poder y no con actos más o menos folklóricos que el sistema capitalista asume sin dificultad.
EDITORIAL
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