Ayoze entró taciturno, se equivocó de habitación varias veces,
hasta que una enfermera lo guió hasta la camilla. La niña estaba
consciente con un muñequito de Mickey abrazado, la madre con la cara
desencajada: “Parece que está mejor, fue el jarabe”, dijo. Los ojos de
la niña hablaban…
Por Mikel Arizaleta
Por Mikel Arizaleta
A la chiquilla no se le quitaba la tos
desde que vino el agente judicial con la notificación de desahucio, se
le había cronificado, una tos que no paraba en toda la noche, que la
hacía llorar, que la asfixiaba, teniendo Julia que tenerla en los
brazos, abrazarla suave, tranquilizarla en las madrugadas del dolor y la
desesperación.
Guacimara solo tenía cuatro años, apenas
había tenido contacto con su padre cuando lo ingresaron en prisión por
varias causas pendientes, Ayoze estaba en el centro penitenciario de
Juan Grande en Gran Canaria con una condena indefinida, pendiente de más
juicios por agresiones y peleas, trapicheos de drogas en el barrio de
Jinámar.
La tos no se quitaba, era imposible
pararla, la casa no se podía pagar, a la joven madre la habían parado de
aquel trabajo de cajera en el Hiperdino. En el Centro de Salud le
habían mandado ya dos veces en un mes antibióticos pero era imposible,
no sanaba y aquella noche que Ayoze estaba de permiso de fin de semana
salieron hacia el Materno Infantil, antes en el consultorio del barrio
un médico cubano le había mandado un nuevo jarabe que le hizo mal
efecto, no paraba de vomitar, de gemir y casi había perdido el
conocimiento en el taxi en plena autopista del sur de la isla.
Nada más llegar los enfermeros la
metieron en la sala, solo pudo entrar su madre, allí le hicieron un
lavado de estomago para después entubarla, dejarla en una camilla en un
espacio recóndito de aquel espacio repleto de enfermitos
A las tres horas llamaron al padre por
megafonía, el hombre estaba sentado con la cabeza entre las rodillas,
desesperado, sin saber que pasaba dentro, la información era nula, no le
daban datos en ventanilla, su aspecto carcelario generaba rechazo en
parte del personal sanitario que esa noche estaba de turno.
Ayoze entró taciturno, se equivocó de
habitación varias veces, hasta que una enfermera lo guió hasta la
camilla. La niña estaba consciente con un muñequito de Mickey abrazado,
la madre con la cara desencajada: “Parece que está mejor, fue el
jarabe”, dijo. Los ojos de la niña hablaban, sus labios resecos se
abrieron: “¿Papi te vas a quedar conmigo, no te vas a marchar?”.
El hombre llorando la abrazó: “¡Mi niña,
mi amor, mi tesoro!”, con las lagrimas cayéndole por aquel rostro
moreno y curtido en mil tristezas.
La chiquilla sonreía: “¿Jugamos un poco a los animales?” “Tú haces con tu mano el perrito, yo soy la ratita del cuento”.
La felicidad inundaba el corazón de
aquella pareja destruida, la vida se llenaba de esperanza, los tres se
quedaron tranquilos, jugando entre risas silenciosas, los ojos de Julia
brillaban más que nunca, el resto no importaba, estaban juntos, se
amaban como siempre, la lluvia caía fuera en San Cristóbal, cantaros de
agua corrían por el asfalto, barranqueras hacia el cercano mar, ganas de
desaparecer, de huir, no tener que entrar en la cárcel el lunes a
primera hora de la mañana, que el desahucio anunciado del martes no se
produjera, que la fantasía los enredara para siempre, los hiciera volar
entre nubes de algodón hacia la ansiada libertad.
Imagen: Desahucio de Rufina en Cáceres sin ingresos y con seis hijos, el menor de un mes.
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