Publicado en: 29 abril, 2015
Por Juan Antonio Aguilera Mochón
El 29 de abril de 2015 Estrella, mi madre, habría cumplido 100
años. Durante los 94 que vivió fue, como millones de españoles (y, en
particular, españolas), una víctima no sangrienta del clerofascismo, y
por ello no contabilizada en el recuento de sus tropelías. El daño que
sufrió fue ante todo mental, o, si se […]
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El 29 de abril de 2015 Estrella, mi madre, habría cumplido 100 años. Durante los 94 que vivió fue, como millones de españoles (y, en particular, españolas), una víctima no sangrienta
del clerofascismo, y por ello no contabilizada en el recuento de sus
tropelías. El daño que sufrió fue ante todo mental, o, si se prefiere, espiritual.
De jovencita, padeció en
zona fascista la guerra civil, y sufrió la miseria de la posguerra como
una más. Pero tuvo alguna suerte: no hizo falta que fuera ‘corregida’
por las Adoratrices (ahora premiadas por el rey) u otras monjas, y
tampoco fue esclavizada ni torturada por éstas como tantas chicas sin
otra salida, ni sufrió abusos curiles. Y, aunque su hermano Pepe tuvo
cierta relevancia en el Partido Comunista, ella no soportó por eso, que
yo sepa, ningún acoso grave.
Su infortunio fue que, previamente, no
le llegaran los extraordinarios esfuerzos educativos de la II República
para paliar el analfabetismo, la superstición y la represión que
anegaban España. Con su casi nula formación, nunca pudo no ya plantearse
sesudos problemas políticos, teológicos, históricos o científicos, sino
ni siquiera poner en cuestión la bazofia que le inculcaban. Así fue
fácilmente adoctrinada y amedrentada por el fascismo clerical que
impregnaba la vida cotidiana española, con los obispos y ―desde el fin
de la guerra― el dictador como principales cabezas visibles. (Aun así,
tanto ella como mi padre ―que escuchaba Radio Pirenaica― tenían a Franco
como un asesino). En realidad, de la agresión espiritual a las
mujeres se hacía cargo con eficacia y buena gana, ante todo, la Iglesia
católica. (En el caso de los hombres también era muy significativo el
feroz adoctrinamiento militar). Mi madre no era consciente de todo eso,
pero sí vio claro ―y mi padre la secundó― que era necesario que sus
hijos tuviéramos una buena formación, y por ello se desvivió (todas las
noches cosiendo para la calle hasta las tantas) para que, a
pesar de una economía familiar paupérrima, los tres estudiáramos “una
carrera”. Gracias a aquello puedo escribir esto.
Estrella pudo comprobar, durante la guerra y la posguerra, que había curas manifiestamente malos, cómplices de los crímenes nacionales.
Pero esas percepciones las interpretaba como anomalías y no afectaban a
su ingenua (que no genuina) fe, una fe que le transmitieron junto al
miedo que con tanta generosidad ha sabido administrar la Iglesia durante
siglos. Lo peor no fue que esa fe distorsionara su forma de ver el
mundo, un universo poblado de fantásticos seres de ultratumba, casi
todos con superpoderes. Lo peor es que estos mismos entes ficticios
(ángeles, santos, espíritus, Cristo, la Virgen, el diablo, Dios)
ayudaron a mantenerla rehén de una moral proterva, sobre todo para las
mujeres. Éstas, asediadas con el perverso modelo de una madre
absurdamente Virgen (podemos decir que la ‘casta’ por excelencia), fueron sometidas esencialmente a dos crueldades ligadas entre sí:
-La sumisión, en especial a los
hombres. Padres, hermanos y maridos, para empezar. Y para rematar, los
curas, esos pequeños inquisidores de pueblo o de barrio encargados de
―además de administrar el cepillo, ya me entienden― llevar el
oscurantismo, la obediencia ciega y la resignación a los últimos
rincones de los salones, las alcobas y las almas. (Las
excepciones, como los tardofranquistas curas rojos, no obstante su buena
voluntad, hicieron y hacen un impagable servicio de lavado de cara a la
Iglesia).
-La represión de su sexualidad. Una
represión abrumadora ejercida por muchos de esos mismos curas y hombres
(mientras que los unos podían con demasiada frecuencia abusar, y los
otros desfogar, a su antojo), pero, tal vez de forma más
siniestra, por las propias mujeres. Víctimas a su vez, todos ellos, de
una educación mórbida. Cualquier amago de liberación de esta represión
traía consigo de inmediato lo que se tenía como la peor de las
sentencias para una mujer: la consideración de puta, o su mera sospecha. Para ejecutar la sentencia bastaba la mirada,
empezando por la de la madre, las parientes, las vecinas y las amigas.
Pero la mirada más inmisericorde era la interior, el peor ojo vigilante
estaba dentro, y no permitía disfrutar del propio cuerpo. La mirada era
un Gran Hermano omnipresente que no requería ninguna cámara, ninguna
tecnología. Y, cuando no era suficiente, ahí estaba la lengua, la insinuación, la maledicencia. ¡Ay si estabas en boca de la gente!
Estos daños causados por el
pensamiento y la moral católicas ―bien remachados por sus implacables
acciones coercitivas― han ido remitiendo con el avance del conocimiento,
del pensamiento y de la ética laica, con la consecuente pérdida de
poder eclesial y liberación de las conciencias. Pero, con asombro de que
no cause asombro, compruebo que el secuestro religioso de las mentes
infantiles continúa; y no sólo no se considera ilícito, sino que se
contempla y auspicia como parte de la normalidad democrática, y se perpetra desde la escuela. Cuando hoy veo a un niño en clase de religión, o haciendo la primera comunión (y la primera confesión, esa insidiosa violación de la conciencia), se me viene a la cabeza el asedio mental que sufrí yo mismo. Y, cuando veo niñas
vestidas de mininovias (¿no se dan cuenta sus allegados de lo que tiene
de aberrante?), me acuerdo de mi madre ―aunque no pudo tener un vestido
así― y de tantas mujeres víctimas del catolicismo desde la infancia. El
adoctrinamiento católico infantil continúa, aunque, eso sí,
afortunadamente moderado gracias a la secularización social (promovida,
reconozcámoslo, por santos varones como Rouco, Cañizares, etc.). Pero
siempre ligado a la irracionalidad imprescindible para sostener unas
creencias debilitantes, tan atemorizadoras como estúpidas (el
pecado original, el Salvador, Dios creador, providente, vigilante y
amorosamente temible, el Juicio final, la vida eterna, el infierno,
etc.). Que no son creencias inocentes, pues mantienen a las personas en
la ignorancia, la dependencia, la alienación… y la manipulabilidad.
Algunos opinan que la Iglesia debería
pedir perdón por tantas canalladas pasadas y actuales, pero no veo qué
importa eso; es más, el perdón católico suele servir para saldar deudas
en falso. Lo que hace falta es que se tenga presente la historia
criminal de la Iglesia (actualizada con su política anticondones frente
al sida), y que se consideren también sus millones de víctimas
incruentas (como Estrella), para que se perciba mejor el alcance y el
peligro de sus atropellos actuales. Entre estos, la usurpación de bienes
públicos y su política contra derechos humanos básicos ―en particular
los sexuales, los de las mujeres y los de la infancia―. En pro de la
razón, la justicia y la libertad: para que dejen de darse a la Iglesia
privilegios con que proseguir sus felonías contra las tres. A la vez que
se respetan y defienden, por descontado, todos los derechos de los muy
diversos creyentes e increyentes, desde una escrupulosa neutralidad
estatal.
Por todo lo dicho, que el Estado ponga a
los escolares en manos de adoctrinadores religiosos me parece una
depravación. Y aquí me refiero no sólo a los catequistas católicos, pues
también están en el BOE los currículos evangélico e islámico, con sus
ofrecimientos como guías morales de fuentes (Biblia, Corán…), tradiciones y modelos que violentan los derechos humanos, y con sus dislates anticientíficos.
Y cualquier día llegarán los de judíos, budistas, etc. La solución para
acabar de una vez con el nacionalcatolicismo no es que se extiendan las
prerrogativas eclesiásticas a otros de la misma cuerda, sino terminar
con todos esos privilegios y proteger a los niños de posibles abusos
mentales alentando un pensamiento crítico y humanista que promueva una
vida emancipada y digna. Con ello combatiremos los fundamentalismos en
su raíz y, sobre todo, reduciremos al mínimo las víctimas espirituales de las religiones, para que no se apague con nuestra complicidad ninguna Estrella más.
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