Me he decidido a describir los graves
episodios de represión policial con que me ha obsequiado el post franquismo
desde mi adolescencia, sobre 1978, hasta la fecha. Como cualquier chico o chica
de barrio de Madrid de mi generación, me considero una persona reprimida a
conciencia en una gran variedad de facetas, prácticamente en todo el amplio
repertorio que los estados suelen utilizar para someter a las personas en cuerpo
y mente: la educación religiosa, la
represión sexual y sexista, la implacable represión económica… Sin
olvidar esta represión soterrada, la extrema violencia policial vivida en
primera persona me confirmó pronto la estrecha vinculación, hasta la
equivalencia, del estado con la represión.
Esta brutal represión policial, paradójicamente,
la estoy pagando yo mismo, al igual que la soterrada -educativa, sexual,
administrativa o económica. La estamos pagando todxs lxs trabajadorxs, que somos
duramente reprimidxs por el estado, pues los impuestos con los que se financia
la maquinaria de represión que nos oprime se nos descuentan inevitablemente de
nuestro salario; ni la peor de las camorras del universo podría imaginar un
negocio mejor. La violencia y la impunidad del régimen contra las personas en
España es de extrema gravedad, y se pone de manifiesto en momentos delicados de
su historia, en los que se alcanza sin oposición el nivel de terrorismo de
estado, tanto en su vertiente policial/militar (recordemos los GAL) como en el
administrativo (la imposición de tasas al acceso a la justicia), económico
(infinidad de ejemplos), sexista (des-regulación del aborto), asistencial
(privatización de la sanidad pública), educativo (imposición del catolicismo),
como en todas las facetas que nos aventuremos a evaluar. Y sólo es comparable,
con ligeras salvedades cosméticas, con la que se vino ejerciendo durante la
dictadura franquista, suponiendo una continuidad del régimen totalitario en la
que la existencia de elecciones periódicas sólo es una escusa.
Por todo ello he titulado esta entrada La
cata, tratando aportar un pequeño toque de humor en un tema tan tétrico y
sensible: dado lo absurdo que resulta pagar por un servicio que no usas, mejor
probarlo, como por desgracia tantas otras personas han hecho antes y seguirán
haciendo. La decisión de narrar estas experiencias surge desde la necesidad de
hacerlas públicas, como suele decirse, para quien pueda aprovechar en su camino,
el primero yo mismo. Trataré de narrar únicamente los episodios de represión que
me ha marcado profundamente, y haré un esfuerzo por ser todo lo realista que
pueda, y documentarlo con noticias al respecto, pues ha pasado mucho tiempo en
algunos casos.
~ / / / / ~
1. La Dirección General de Seguridad
Capturado en libertad
Plaza de Ciudad Lineal, vista desde donde se inició la
carga
El primero de estos episodios se remonta al
26 de abril de 1979, ya constatado el timo que supuso la
Constitución, cuando tenía catorce años y me restaban menos de dos meses para
tener quince, un momento en de mi vida el que a pesar de los innumerables
temores clásicos de mi educación católica me sentía realmente poderoso. Caí
detenido por los antidisturbios en una manifestación antinuclear que trancurría
por mi barrio, desde Ventas a Ciudad Lineal, cuando había finalizado la
manifestación pero antes de los verdaderos enfrentamientos. No era aquella la
primera vez que participaba en manifestaciones, aunque tampoco había estado en
muchas, sabía cómo moverme más o menos, e iba con mi gente, pero esta vez fui
bastante imprudente. La manifestación fue un delirio de diversión, pero llegados
a Ciudad Lineal fuimos atacados por algunos falangistas. Eramos tantos y tan
bien avenidos que sin embargo les hicimos correr calle abajo, hacia Albarracín,
donde creo que fueron acrorralados y algunos nazis se lo llevaron puesto, aunque
mi grupo llegamos algo tarde y ya habían huido. Cuando volvimos a la plaza,
algunxs compis estaban quemando rastrojos bajo la cruz de los caídos franquista que por aquel entonces aún
estaba en el centro. Estaba anocheciendo, y los furgones antidisturbios se
desplegaban en el final de Alcalá, en la intersección con Arturo Soria.
Allí formaron y empezaron a cargar de inmediato,
disparando las pelotas de goma. Salimos corriendo dispersos García Noblejas
abajo, en dirección al barrio chico, y pude escuchar el silbido de una que me
pasó bastante cerca, haciendo con estruendo un gran abollón en la puerta de un
choche en el descampado que ahora es un centro comercial. Nada nuevo tampoco por
mi parte; hacía menos de un mes, en las cargas que hicieron en el primer concierto que daba en Madrid el maestro Frank Zappa,
una muchacha había caído gravemente herida de un bolazo muy cerca de donde
estaba*. Mientras huía sentí perfectamente como se me caía una de mis más
queridas insignias de la solapa, y calculé que apenas me llevaría un instante
recogerla; me volví apenas un paso y así fue, la ví en el suelo y la recogí, e
iba a salir corriendo de nuevo, pero esa leve imprudencia fue suficiente para
que me enganchasen. Antes de iniciar de nuevo la carrera uno me atenazó con una
violencia tremenda, con ayuda de otros que me golpeaban (me revolvía como un pez
fuera del agua), y me arrastró hacia uno de los furgones. Una vez en la zona
donde estaban aparcados, recibí una soberana paliza, que “me calmó”, hasta que
abrieron una puerta y me empujaron dentro de uno de los carros, donde me
esposaron con violencia a un soporte metálico bajo los asientos traseros, de
forma que tuve que situarme en el maletero, en cuclillas. Sin ver apenas por los
reflejos de algún foco ocasional exterior, me palpé la cara con la mano libre y
noté que sangraba por la boca y tenía un corte en una mejilla, pero sobre todo
tenía dolores en todo el cuerpo y la sensación de que la mano esposada sería
seccionada de un momento a otro. Me sentía fatal, sabía que debía luchar hasta
la extenuación antes de caer en sus manos, había fallado por imbécil y mi futuro
era incierto.
El trayecto hasta la Dirección General de
Seguridad, en la plaza de Sol, lo que ahora es el Gobierno Autonómico y donde
está la torre que da las 12 campanadas el fin de año, que era el siniestro antro
donde se torturaba a lxs detenidxs, dio la impresión de durar horas, fue una
verdadera batalla campal. Los orcos del furgón formaban parte de una caravana
que se enfrentó a los compis en varios puntos, donde se estaban colocado
barricadas. El furgón fué atacado por piedras e incluso algún cóctel molotov,
hasta el punto que pensé que si no me liquidaban ellos lo harían mis propios
compañeros por error, abrasado en el furgón, al no poder escapar de las esposas
que me ataban al asiento, pues allí me dejaban los violentos mientras salían a
disparar contra mis compañerxs. Los integrantes del furgón donde me llevaban no
realizaron más detenciones, y cuando les dejaron salir de la zona sitiada
aceleraron el ritmo y llegaron al fin a su guarida, no tengo ni idea de la hora,
donde me sacaron a golpes y me condujeron adentro, agarrado por los hombros, en
volandas, escaleras arriba, creo, aunque pudo ser escaleras abajo, no recuerdo
bien esos detalles.
(*) Este episodio
previo, aunque no tiene la relevancia del que me ocupa, merece ser relatado. Fui
al concierto yo solo, mis colegas no admiraban demasiado al Zappa y prefirieron
ir a ver a Rory Gallager unos días antes, yo no pude y lo siento, creo que fue
un concierto memorable. Según la crítica de J. M. Costa en El País del 16 de
marzo:
“El pabellón, una vez
más, se convirtió en un infierno. El concierto de la tarde comenzó con retraso
debido a una demora del vuelo Barcelona-Madrid, había entradas falsificadas de
todo tipo (desde unas artesanales y malas hasta otras pasadas por imprenta), y
de resultas de todo ello se formó un mogollón en la puerta de bastante
consideración. La gente se vio obligada a hacer una cola ridícula, que nadie
respetaba; la policía trató al público corno si fuera ganado y cuando algún
exaltado tiró una piedra a un jeep aparecieron por allí otros policías,
quienes comenzaron a lanzar botes de humo y pelotas de goma contra los que
estaban esperando pacíficamente para entrar. Como consecuencia de este ataque se
produjeron dos heridos (por lo menos), uno de ellos leve y otro que, alcanzado
por un bote o una pelota de goma, va a perder, con toda seguridad, un
ojo. De todo ello nadie quiere ser responsable, ni la
organización ni la misma policía, pero desde luego los hay. Tal vez sería bueno
que un juez se decidiera a tratar el tema.”
La persona alcanzada,
una muchacha creo, lo fue bastante cerca de donde yo estaba, donde más
dispararon, y no llegué a verla pero si a los compis que la rodeaban y gritaban.
Logré entrar por fin y ver la mayor parte del concierto como pude, y a la salida
no tenía ni para el metro, como siempre, no me importaba, estaba entusiasmado y
necesitaba pensar en el fenómeno que había visto, así que eché a andar desde el
Pabellón hasta mi casa en Ascao, una tremenda caminata que no era la primera vez
que hacía, aunque lo clásico era volver desde Malasaña. Ya a la altura de Pueblo
Nuevo, trataron de atracarme unos chicos borrachos y estuvimos discutiendo.
Cuando estaba a punto de despedirme de ellos de buen rollo vino la policía y nos
llevó a todos a comisaría. Nos tuvieron más de cuatro horas detenidos, a mi no
me bajaron a calabozos, todo el tiempo sentado en la sala de espera o sufriendo
interrogatorios para idiotas. Cuando se hartaron de jugar con nosotros nos
soltaron, no nos pegaron, al menos a mi, esta vez.
Tortura, impunidad e impotencia
A la derecha la Dirección General de
Seguridad
Una vez dentro del edificio, a empujones, golpes
y mofas que ni siquiera entendía, me arrojaron en un círculo de maderos donde me
dieron la paliza más grande que jamás he recibido. Rodeándome implacables,
aquellos desgraciados impactaban sus puños o pies o rodillas o lo que fuese en
mi débil cuerpo, arrojándome de uno a otro sin piedad. Lo fueron haciendo con
todxs los detenídos conforme íbamos entrando, o mejor conforme nos iban
empujando dentro, sin importar si eramos chicos o chicas, pues entre carcajadas
e insultos decían no poderlo saber al tener todxs el pelo largo y la misma pinta
de guarros. Los moratones y dolores por todo el cuerpo tardaron varios meses en
remitir, y mi dentadura no ha vuelto jamás a ser la misma. Una vez fuera de
aquel círculo letal, me empujaron contra la pared, en medio de otros cuerpos
tembolorosos como el mío. Apenas podía mantenerme en pie. De reojo, tratábamos
de observarnos, con el mismo terror infinito a ser descubiertos. Todxs teníamos
restos de sangre seca por alguna parte, el pelo revuelto, la ropa descolocada,
los ojos encendidos, y churretajos de lágrimas secas y mocos por la cara. Por lo
que pude ver éramos bastante jóvenes, aunque yo parecía el menor, a menos de los
que pude ver a mi alrededor.
Los insultos, los golpes y los gritos se
escuchaban por todas partes, en aquellas paredes forradas de muchachos y
muchachas aterrados, pues los violentos iban recorriendo los pasillos en
cuadrilla, elegían una víctima aleatoriamente y se ensañaban con ella. Otros
circulaban en solitario, golpeándote la cabeza con violencia contra la pared si
no la tenías apoyada, con la mano, el puño o con unas baquetas que habían
“requisado” de las batukadas. Te sobaban “para ver si eras carne o pesca’o” o te
tiraban del pelo hacia atrás para luego empujarte de nuevo contra la pared,
mientras nos llamaban todo tipo de cosas. En mi trozo de pasillo le tocó “la
ronda” a una compañera algunos puestos a mi derecha, muy guapa y de unos
diecisiete, a la que me sonaba haber visto otras veces, debía ser del barrio, y
que no paraba de sollozar en tono algo elevado. Tras “comprobar que era una
chica”, sobando su culo y tetas, uno la apretó contra la pared restregando su
pene contra sus glúteos, mientras se jactaba de saber que era así como les
gustaba a las hippies, entre el regocijo de los otros, los gritos, los sollozos
y las súplicas y los estruendos de las cabezas contra la pared. La muchacha
había pasado a emitir un chillido agudo entrecortado, sin lugar a dudas debía
estar convencida de que iba a ser violada allí mismo por aquellas bestias.
Paralizado por el terror, me preguntaba en qué etapa de la vejación de esa
compañera el sistema nervioso de algunx de lxs detenidxs, el mío el primero, iba
decir basta y hacer algo de una vez, si no estaba yo completamente perdido ya
para la causa, anegado en el panzismo, tan joven. Afortunadamente, el violento
paró, golpeó su cabeza contra la pared, la de otros tantos de paso, entre
reproches e insultos, y se marcharon a por la siguiente víctima. Una vez que la
ronda se hubo alejado, escuché algunos susurros animando a la compañera y
jurando contra esos cerdos; mi curiosidad pudo más que el miedo por un instante
y separé la cabeza para tratar de observarla, con la fortuna de que crucé mi
mirada con ella unos instantes, mientras se recomponía en lo posible. Recordaré
toda la vida esa mirada: no había reproche o súplica alguna, tampoco vergüenza,
sólo parecía querer decirme “cuídate, porque van a matarnos o algo peor, y no
podré ayudarte, tendré bastante con lo mío”. No se lo que hubiera dado por un
abrazo, aquella noche, en los mismos pasillos del holocausto.
Tras lo que parecían horas de pie en los pasillos
sufriendo este trato, me hicieron pasar a empujones a una sala. Al entrar uno me
empujó adrede por la espalda, golpeando mi ya dolorido rostro el quicio de la
puerta, con más risas e insultos. Me sentaron en una silla frente a un violento
que parecía ostentar algún cargo, con las manos en una máquina de escribir
manual situada en la mesa que estaba entre nosotros, mientras otro me sujetaba
fuertemente. El de la máquina de escribir fue tomando mis datos, requiriendo con
violencia que dejase de sollozar como una niña mientras se los daba. A pesar del
tono, la situación algo más distendida, en comparación con el infierno del
pasillo, y la evidencia de mi extensa minoría de edad en el instante en el que
mencioné mi fecha de nacimiento, me empoderó lo suficiente para pedirle que
reconsiderase si a mi edad debía seguir siendo tratando así, o algo semejante,
quizá un comentario un tanto egoísta, como he dicho no era mucho más joven que
el resto, y aunque lo hubiera sido. Noté cómo una de las manos que me sujetaban
por los hombros me soltaba un instante para poder descargar contra mi cogote un
golpazo de arriba a abajo que me dejó sordo del oído derecho durante unas horas
y con problemas hasta la fecha, mientras el que me había estado preguntando se
levantaba gritándome que cómo osaba contestarle, que los cachorros rojos éramos
lo peor y había que matarnos a todos, y cosas aún peores que yo no tenía más
remedio que creerme y me confirmaban mis peores temores acerca de mi destino.
Mientras me sacaban de allí a golpes, el tipo aquel a quien había suplicado
entre sollozos aún pedía que me dieran “doble ración de hostias, por maricón”.
En aquel momento, y hasta la fecha, se me quitaron radicalmente las ganas de
solicitar jamás piedad a esta gente.
Tras devolverme
a la fila contra la pared, en un lugar diferente, donde seguí expuesto a los
constantes golpes de los violentos merodeadores de los pasillos, nos fue
llegando el turno de pasar por el médico. No recuerdo bien cómo nos lo dijeron,
pero en el momento que supe que vería a un médico me aferré a la idea de que
merecía la pena realizar un último intento de escapar, esta vez mucho más
digno. A fin de cuentas se trataría de alguien ajeno a esa represión,
independiente, precisamente al cargo de evitarla, la única posibilidad de salir
de ahí y sobrevivir a lo que me esperaba. Mi estado era de completa ebullición
por fuera, al borde de la fiebre, pero podía notar como aquella experiencia me
estaba madurando a marchas forzadas, de hondonadas por segundo, por dentro, mis
sentimientos se estaban endureciendo y a pesar de la situación desesperada me
sentía más sólido y seguro que nunca. En el momento que me senté frente al
médico le solté un discurso: debía salir de allí inmediatamente, las lesiones
internas de mi organismo casi infantil debían ser graves por el inmenso dolor,
la brutalidad policial se había cebado en mi y en otros y jamás sobreviviríamos
a lo que fuera nos tuvieran reservado esa noche, debía liberarme de inmediato
por razones humanitarias junto con la mayoría de los detenidos que además no
habíamos hecho nada de nada y no nos merecíamos lo que nos estaban dando en
aquel matadero. Algo así, más o menos, y sí, volví a ser bastante injusto,
nadie, haya hecho lo que haya hecho, se merece ser torturado de la forma en la
que se nos estaba torturando. Cuando escuché sus risitas me di cuenta que no
había tenido la osadía de levantar mis ojos del suelo en todo el tiempo, le
observé cuando empezaba a hablar. Tenía aspecto de estar realmente asqueado con
todo aquello, y por un momento pensé que mi discurso tendría el efecto que
esperaba. Pero lo que me dijo fue demoledor, me dijo que me cuidase de hacer
semejantes acusaciones si no quería pasarlo todavía peor de lo que lo estaba
pasando, que ese era el menú de ese sitio para radicales violentos y si no me
gustaba haberme quedado en casa, que no fuera tan maricón, etcétera, y que no
tenía más que hacer que constatar mi buen estado físico y ausencia de lesión
alguna en un documento que no podría ni siquiera imaginar no firmar por mi
parte, y que me puso delante.
Me sentí desamparado y completamente impotente.
Los paladines de la transición, pensé, no van a llegar a tiempo para ayudarme,
de hecho, no van a intentarlo. Firmé y esta vez no sollocé, me estaba quedando
seco por dentro. Cuando salí, el orco que me llevaba casi en volandas de una a
otra parte me apretó de espaldas contra la pared y me propinó un fuerte puñetazo
en el estómago. Mientras me contorsionaba me dijo que todos nosotros nos
poníamos muy chulitos, pero luego éramos unos maricones, que lo mismo me hacían
un hombre ahí dentro y todo, y que tenía suerte de que él fuera una buena
persona y no fuese contar las mariconadas que iba diciendo, que me anduviese con
ojo porque como abriese la boca era cadáver seguro. Me volvió a enganchar y me
devolvió a la fila contra la pared, a seguir la tortura.
La noche más larga
Enrique Ruano, asesinado en la DGS
Mis convicciones estaban tomando forma a pasos
agigantados. Hasta entonces me había mantenido en la ambivalencia del inexperto
ante el proceso constituyente de la transición; para el entorno rupturista
libertario en el que me movía aquello era un enorme timo y nada bueno podía caer
de arriba, pero yo no tenía suficiente base política para argumentar este
rechazo por mi cuenta, y esta inexperiencia, y mi propia comodidad, me impedían
rechazar la transición en el fondo. Me costaba creer que fuera un fraude;
ejercer nuestras libertades, votar… ¿no era eso lo que se esperaba? Esa noche se
estaban confirmando en mi propia carne todas las sospechas que me negaba a
afrontar, seducido como tantxs por el glamour del parlamentarismo. Aquello era
un gran timo, y los timados íbamos a seguir siendo asesinados uno tras otro en
aquel sitio, aquello no es que no trajese nada bueno, es que traía lo peor,
traía el engaño además de la violencia, y con ello el fin de nuestras esperanzas
en ser libres.
Creo que fue directamente desde allí cuando me
condujeron, escaleras abajo, a los calabozos, donde me pusieron junto con otros
tantos compis, chicos y chicas, hasta hacer unos cuarenta, situados en tres
filas de espaldas a un mostrador que había logrado ver al entrar, en el que se
situaban cerca de una docena de maderos de pie. Apenas se escuchaban ya
sollozos, e incluso algunos compañeros de más edad se atrevían ya a susurrar
entre si amenazas y juramentos por el trato recibido. Uno a uno se nos hizo
pasar por el indignante cacheo, donde tras desnudarnos debíamos colocarnos en
cuclillas y hacer varios saltos, por si llevábamos algo dentro del culo, al
parecer. Primero fueron las chicas, con gran regocijo de esos cerdos y los
comentarios más nauseabundos que uno pudiera jamás llegar a imaginar sobre los
atributos sexuales de las compañeras. Las humillaciones eran constantes por lo
que se podía oír, y en algún caso hubo golpes cuando algún compañero se
revolvió, aunque conmigo sólo fueron burlas acerca de si se habría estrenado o
no el aparato del niñato. Me chocó que cuando me tocó apenas había ya dos o tres
orcos pasando revista, el strip tease gratuito parece que ya había
terminado.
Cansado y tremendamente dolorido, apenas recuerdo
mucho más de aquella noche. Me hicieron entregar todo cuanto llevaba, que poco
era, incluyendo la preciada insignia cuya recuperación me había traído aquí, en
una ventanilla, y me condujeron a los calabozos junto con otros compañeros,
entre más burlas y escarnios. Me tocó una celda compartida, donde seríamos unos
cuatro. Los calabozos de la DGS estaban alicatados de gresite, y como camas
tenían unos salientes de obra también alicatados, sobre los que colocaban un
colchón de gomaespuma forrado de plástico mugriento y pegajoso, una sábana
realmente repulsiva al tacto y una manta de aún peor tacto al roce, fina y
andrajosa, cuartelera. En mi celda, todos los compañeros eran de bastante mayor
edad y algunos se conocían entre sí y se lamentaban de haber sido cazados. En el
momento que me conocieron se juramentaron para protegerme en lo que pudieran. Me
dieron el mejor sitio, donde no molestaba la luz del pasillo, pero aún tardé en
dormirme. Estaba muy nervioso, lógicamente, y los alaridos lejanos, los ruidos
de puertas que se abrían de golpe y de golpes se sucedían. Mis compañeros de
celda hablaban en voz baja, para evitar represalias, sobre los conocidos que
creían haber visto detenidos, o sobre las barbaridades que habían presenciado
como yo mismo. Arrullado por su conversación me calmé y me dormí al fin.
A la mañana nos despertó, al menos a mi, los
ruidos que nos avisaban del desayuno. Pasaban con un carro y nos lo daban en la
mano, entre las rejas. Se trataba de un café con leche de puchero más frío que
templado y unas cinco galletas tan rancias que si las mojabas se disolvían
completamente. La débil luz artificial se había incrementado bastante por la de
los tragaluces de los pasillos externos, que todo el que ha estado en la DGS
recuerda perfectamente -si te fijabas en ellos con detenimiento podían verse los
pies de quienes pasaban por el exterior, o lo parecía- observé mejor a mis
compañeros, me parecieron gente fenomenal, muy interesante. Hablaban de lo que
teníamos por delante, lo más cercano al parecer era enfrentarse a los
interrogatorios, que podían ser terribles si no contábamos con un abogado, y
hasta ahora nada semejante se había planteado. Casi de inmediato al desayuno
empezaron a escucharse grandes ruidos cuando se empezaba a movilizar a las
celdas hacia las duchas. Los gritos y quejidos, insultos e imprecaciones, y los
golpes, fueron en aumento hasta que nos tocó salir, nos condujeron a un grupo
más grande. Desde allí nos dirigieron hacia los vestuarios, una sala helada
rodeada de perchas de pared y con asientos de tablas. Nos desnudamos entre
gritos y golpes, y a cada uno se nos dió una pastilla de jabón gastada y
repugnante. Nos metieron en una sala con alcachofas de ducha a los lados,
mientras por el centro circulaban los orcos insultándonos y mofándose de
nuestros atributos, y pronto empezó a salir de ellas agua helada. Supongo que es
mucho mejor que el Cyclon B. El agua se templó algo, o esa impresión empezó a
darme cuando llevaba un rato debajo, y pude quitarme los churretones de la cara
y del cuerpo. No había toallas para todos, conseguí una y me sequé la cabeza
pero rápido me la quitaron de las manos. Me costó volver a encontrar mi ropa
entre la de los demás, y ante el apremio al que nos sometían tuve que ponérmela
aún mojado, siempre he odiado hacerlo en el caso de los calcetines en especial.
Pero me sentía bastante mejor, la ducha fría, aún habiendo transcurrido de
manera tan humillante, estaba empezando a sentarme bien.
Que han hecho ustedes con miloren
Este era mi aspecto aproximadamente un año
antes
Sobre todo, me animaba saber que volvería con los
compañeros de celda, mi tabla de salvación en aquella situación desesperada, la
más terrible a la que jamás me había enfrentado hasta entonces. Sabía sin
embargo que nos separarían más tarde o más temprano, como el día anterior, y que
incluso en grupo no podríamos hacer nada contra la barbarie de nuestros
captores. En la conversación que tuvimos al volver, uno de los compañeros me
comentó que no creía que me subiesen a los Juzgados. Me tuvo que explicar lo que
era eso primero. Dio por seguro que pronto, cuando mi familia me reclamase, me
soltarían, dado que no me habían cogido “con las manos en la masa” y era
demasiado joven, no creía que fueran a arriesgarse conmigo a dar una mala imagen
ante la prensa, con muchachos de un aspecto tan inocente como el mío les
costaría mucho más vender la versión de la provocación de los alborotadores
violentos. Decía que no sería así para algunos de ellos, como él mismo, y otros.
No sabía si alegrarme o entristecerme, comenzaba a sentir una admiración sincera
por aquellos compañeros, y una vez que la situación parecía haberse consolidado
en una violencia “soportable” mis deseos de salir de allí empezaban a decaer por
una creciente sensación de solidaridad con ellos. Pensaba lo que podría
aprender, lo que ya estaba aprendiendo en su compañía, no tenía oportunidades
así a menudo. Sin embargo, el compañero tenía razón y no tardaron en llamarme
por mi nombre. Me quedé mudo, y fue otro muchacho quien dijo que estaba allí
entre ellos. Vinieron a mi celda y salí, confirmé que era yo, me devolvieron mis
cosas y me subieron arriba sin apenas mediar palabra.
Una vez arriba, un orco me puso contra la pared,
cerca de una puerta abierta con bastante luz. Sentí un escalofrío por todo mi
cuerpo recordando la noche anterior, seguramente no muy lejos de donde estaba
ahora. Pero ya se acabó, si no la cagaba saldría libre, me habían devuelto mis
cosas. En el momento en el que me giraban contra la pared, vi que desde el fondo
del pasillo un madero enclencle, con el bigote fascista caravana de hormigas, me
hacía señas autoritarias con la mano para que fuese hacia allí. Me pareció el
colmo, sujeto como estaba, e hice un gesto de impotencia. Pronto sentí a mi
espalda su voz, chillona, al borde del ataque de nervios “Date la vuelta y
mírame”. Cuando obedecí con verdadero terror el fulano me propinó un tremendo
puntapié en la espinilla, quizá la única zona que me quedase sin dolor. Fue un
verdadero puntapié malvado, con todas las malditas ganas que ese hijo de la gran
puta amargado podía llevar dentro, de los que pueden lesionar a un crack
futbolístico. Me saltaron las lágrimas y me contorsioné ligeramente, pero me
aguanté y no me doblé, intuía que hacerlo podría ser peor. Me dijo que cuando él
le ordenaba a alguien que fuese tenía que hacerlo porque no sabía quién era él y
cosas así. Yo estaba algo más despejado, y estaba dispuesto hasta a hablar, pro
cuando fui a abrir la boca me empujó con violencia de nuevo frente a la pared
insultándome. En esto el orco que me había conducido hasta allí volvió a hacerse
cargo de mi y me introdujo por la puerta abierta que había visto antes, cuya luz
venía de sus grandes ventanas, seguramente a la plaza de Sol, debía hacer un
buen día en la calle y estaba a punto de poder volver a disfrutarlo.
Dentro de esa sala estaba mi madre. No me había
visto, estaba de pie discutiendo con aquellas gentes, algunos sentados tras sus
mesas, otros de pie. Llevaban sin duda un buen rato hablando, suficiente para
limar asperezas, y parecían no estar ya muy en desacuerdo, se estaban aliando a
todas luces en mi contra. Aún cuando mi madre pudo verme, a unos metros de ella,
siguieron en su conversación, recabando algunos datos, sin apenas contar con mi
presencia. Pude escuchar buena parte del argumento y era el que sospechaba:
parecían estar intentando convencer a mi madre de lo perverso que era yo, la
infinidad de delitos que había cometido la noche anterior, disparando contra
ellos todo tipo de artefactos, quemando coches, etcétera. No hacía mucha falta
convencer de mi rebeldía a mi madre, que aunque decía desconocer del todo esa
faceta de alborotador, y que fuera capaz de tanto por ella, contraatacaba con
mis problemas de disciplina, mis conflictos con los curas, y el clásico: yo es
que ya no se qué hacer con él. Le faltaban apenas diez minutos más de
conversación para darles las gracias por poner en vereda a su hijo descarriado,
cuando escuché algo semejante a “bueno, pues se lo puede usted llevar”. En esto
veo que por fin se va acercando a mi, enfurecida, pienso que incluso con ganas
de darme una torta, aunque sólo sea para dar algo más de veracidad a todas las
tonterías que acaba de decir, lo que me faltaba. Sin embargo, voy notando como
su expresión empieza a cambiar a medida que va observando mi rostro. Así hasta
que llega a mi lado y, sin abrazos o muestras de cariño, me aparta algo el pelo
de la cara, se da la vuelta y en un chillido agudo les dice “¿Pero tenían que
pegarle tanto? ¿Qué es lo que han hecho ustedes con miloren?” Nos sacaron de
allí casi a empujones, y en efecto, hacía un día realmente bonito. Una vez en la
calle, le conté a mi madre la verdad de lo que me había sucedido, omitiendo
únicamente los porros que me fumé durante la manifestación. La mujer no paró de
llorar, pero la verdad es que se comportó bastante bien, y a pesar de la
desesperación que debía sentir, viendo lo lejos que se le estaba yendo
“suloren”, apenas me hizo reproches, esa se la debo, no me apetecía nada
escuchar más de esa mierda, con lo del nombre, que siempre está con miloren por
aquí y miloren por allá, eternamente insatisfecha con el rendimiento de
suloren.
Consecuencias
Esta experiencia, además de confirmar mis
convicciones y madurarme, como ya he dicho, me hizo espabilar de tal manera que
he sabido poner de mi parte lo suficiente para no volver a ser detenido en la
infinidad de concentraciones políticas a las que he asistido desde entonces, que
deben haber sido varios miles, tocaré madera. También fue la principal razón
para afiliarme a Amnistía Internacional con mi primer sueldo digno. Mis
problemas a partir de entonces con la policía han concurrido por otras vías, en
modalidades de violencia distintas, pero igual o más lesivas para mi persona,
sobre todo relacionadas con el consumo de drogas. Parece que al describir estas
consecuencias estuviese, no obstante, ensalzando su incidencia positiva, como si
hubiese sido algo necesario para mi formación, y cayendo en el clásico error de
anular lo negativo, lo que no te mata, te hace más fuerte. Bueno, no quisiera
bajo ningún concepto dar esta impresión. La madurez, algo que también considero
muy importante, y defino como la capacidad de conocer en cualquier momento de tu
vida tanto tus posibilidades como tus limitaciones, siendo entonces capaz de
tomar por ti mismo las decisiones que te afectan -aunque estas decisiones
parezcan una locura- y de sentirte absolutamente responsable de ellas, puede
adquirirse de muchas maneras, la mejor sin duda si disfrutamos desde niñxs de
nuestra libertad para equivocarnos, si amamos la libertad, como decían los
Asfalto

soy el de la izquierda, con 17 años.
OTRA HUMANIDAD ES NECESARIA