
En el siglo XIX, B. Constant proponía la
existencia de dos tipos de libertad. La primera de ellas, la “libertad
de los antiguos”, situada históricamente en las sociedades de la
Antigüedad Clásica, “consistía en la participación activa y continua en
el poder colectivo”1 por parte de la ciudadanía. “La parte
que cada cual tenía en la soberanía nacional, no era (…) un supuesto
abstracto. La voluntad de cada uno tenía una influencia real”2 era
aquello que caracterizaba —por lo menos formalmente— la vida política, a
través de la deliberación pública de los asuntos de interés general. El
segundo tipo de libertad, era aquella que correspondía —según el
criterio del autor, corroborado históricamente— a las sociedades
capitalistas, características a partir de la revolución francesa y cuyo
sistema político predominante ha sido el liberalismo, hasta el punto de
confundirse capitalismo y liberalismo como un único concepto. Esta
libertad, la “libertad de los modernos”, consistía —y ha consistido— en
un “sistema representativo [de] poder otorgado a un determinado número
de personas por la masa del pueblo, que quiere que sus intereses sean
defendidos y que sin embargo no tiene tiempo de defenderlos siempre por
sí mismas”3, por la cual, el papel principal de la ciudadanía
sería el disfrute de la “independencia privada y (…) la búsqueda de
nuestros intereses particulares”4. En otras palabras: la
preocupación principal de la ciudadanía —el conjunto de la población de
un Estado dado— debería y debe consistir en la satisfacción de sus
aspiraciones “privadas”, que no son otra cosa que su vida económica y,
de manera instrumental, de su vida “personal”.
En esta propuesta —o seguramente
constatación— temprana sobre lo que debía ser el sistema político
característico de las sociedades propias del capitalismo, podemos
encontrar dos realidades empíricamente demostrables, así como un
elemento totalmente ausente, imprescindible para cualquier análisis
serio —en términos resolutivos— sobre la sociedad capitalista. El
principal error de Constant —previsiblemente deliberado— es la analogía
que realiza entre el concepto de ciudadanía propio de las sociedades de
la antigüedad y las sociedades propias de la época contemporánea. La
analogía resulta imposible, porque elimina de su análisis cualquier
mención a la división de la sociedad en diferentes clases sociales.
Tomando la parte por el todo, olvida que la ciudadanía, tal y como
estaba constituida en la sociedad clásica, representaba en sí misma una
clase social —o, por lo menos, un estamento— diferenciada de las demás
existentes, tales como las mujeres, los no ciudadanos, los hombres
libres o los esclavos
5,
mientras que en las sociedades del capitalismo, por lo menos y de
manera generalizada con el transcurso de la historia, la ciudadanía es
un concepto bajo el que se integran la práctica totalidad de los
miembros que permanecen de manera más o menos estable bajo la tutela del
Estado. Por este motivo, la “libertad de los modernos” nunca podrá ser
una concepción válida para la resolución de los problemas de las
sociedades contemporáneas, puesto que obvia el elemento central que las
caracteriza. En cualquier caso, este ensayo sobre la “libertad”, nos
sirve para constatar que, como afirmaba el autor 1) A pesar de los
espectaculares avances científico-tecnológicos acaecidos en los siglos
XIX y XX, estos no han repercutido necesariamente en la reducción de la
jornada laboral de la mayoría de la población y el aumento del tiempo
libre de ésta, por lo que una de las premisas de la “libertad de los
modernos”, la ausencia de tiempo libre para la dedicación colectiva a
los asuntos públicos, sigue vigente, de lo que se deriva 2) La sociedad
capitalista, en su formación política más genuina, el liberalismo
político, sigue dividida entre una gran mayoría de ciudadanos sin tiempo
para participar en las deliberaciones políticas y, una “clase política”
que, en representación del conjunto de la ciudadanía, se dedica
profesionalmente y a tiempo completo a los asuntos públicos.
El sistema político que se deriva de
esta realidad, comúnmente llamado “sistema representativo” o “democracia
representativa”, se encuentra actualmente en franca bancarrota debido a
la escisión social existente por la diferenciación entre
“representantes y representados” que el capitalismo ha sido incapaz de
resolver y que está poniendo en tela de juicio —por lo menos en muchos
países de gran tradición democrática— la esencia misma y los pilares
básicos de la democracia liberal y sus parámetros de legitimación,
representación y consenso que, históricamente, habían funcionado con
cierto éxito.
Esta realidad ha supuesto en los países
capitalistas con modelos de “democracia representativa” más o menos
profundos, una perpetuación de la dominación por parte de la burguesía
sobre las demás clases sociales, especialmente sobre la clase obrera,
puesto que su posición inicial en los procesos de legitimación política
—fundamentalmente en el plano electoral— siempre ha sido y será
incomparablemente más ventajosa, entre otras circunstancias, por su
potencial económico —derivado de la extracción de plusvalía al
trabajador—, su “independencia personal” y su falta de necesidad de
trabajar, es decir, de su tiempo libre. No hay que ser un observador
especialmente agudo para comprobar, por ejemplo en el caso de España
6,
cómo innumerables empresarios “dan el salto” del mundo de la empresa
privada a la política —y viceversa—, precisamente gracias a esa
“independencia” a la que hacíamos referencia y a su falta de necesidad
de acudir a un puesto de trabajo para percibir un salario como medio
fundamental de subsistencia. Por el contrario, los miembros de las
clases subalternas de cualquier sistema capitalista, particularmente los
asalariados, encuentran —los que están predispuestos a ello— tremendas
dificultades para participar en la vida política, puesto que deben la
totalidad de su existencia al trabajo, que es el único elemento que les
provee de lo necesario para sufragar sus necesidades materiales y
espirituales. Igualmente, las condiciones laborales bajo las que se
encuentra, son las que marcan su existencia social más allá de los
límites de la empresa, con evidentes limitaciones como son, por ejemplo,
los horarios, generalmente preestablecidos y con estrechos márgenes de
modificación y adaptación. Seguramente, nadie pueda imaginar a una
recepcionista de un hotel, un camarero de un restaurante o un peón de
una fábrica de automóviles, acudiendo al jefe o al director de recursos
humanos de la empresa, solicitándole flexibilidad horaria o exención de
horas —que en cualquiera de los casos, dejaría de cobrar, suponiendo
igualmente un problema— para poder participar en una reunión del partido
político de turno o en una asamblea de la asociación de vecinos de su
barrio, por poner cualquier ejemplo.
Históricamente, y conforme el sistema
capitalista iba desarrollándose y la clase obrera tomando consciencia de
sus propios intereses, los trabajadores han buscado fórmulas para
mejorar su participación y representación dentro de los marcos
representativos del Estado. De esta necesidad de hacer sentir su propia
voz, de manera independiente de la burguesía, surgieron algunas de las
primeras reivindicaciones obreras básicas como la reducción de la
jornada laboral o la remuneración económica por el ejercicio de cargos
de representación institucional —conquista que vuelve a encontrarse en
el punto de mira, cuando no directamente eliminada, como en el caso de
Castilla-La Mancha—, como mejoras en la posición de los trabajadores
para participar de la toma de decisiones y la vida política en general,
“recortando” así distancias con unas clases pudientes abismalmente más
aventajadas para dedicarse en exclusividad o, por lo menos, con muchas
mayores facilidades, a la vida social y política
Sin tener aquí en consideración el
carácter del trabajo en el régimen de producción capitalista, donde el
trabajador, según P. Lafargue, está “entregado en cuerpo y alma al vicio
del trabajo, contribuyendo con esto a precipitar la sociedad entera en
esas crisis industriales de sobreproducción que trastornan el organismo
social”
7,
nosotros queremos centrarnos en cuál ha sido la situación de la clase
obrera en relación con la “libertad de los antiguos” y la “libertad de
los modernos”, en las experiencias de construcción socialista realizadas
durante el siglo XX, particularmente en la Unión Soviética, que fue la
base y referencia de los demás regímenes del “socialismo real” de Europa
del Este
8.
No es el objeto de este trabajo analizar cuáles fueron las conquistas
materiales de la clase obrera en los países socialistas, aunque no cabe
duda que éstas no fueron pocas. En este sentido, los países socialistas
consiguieron el pleno empleo, mientras las sociedades capitalistas —con
la excepción de los países del capitalismo “central” durante la “edad de
oro” del tercer cuarto del siglo XX— generaban sin remedio grandes
masas de trabajadores que engrosaban el “ejército de reserva”, que ya
había caracterizado K. Marx en el siglo XIX. También es innegable que
los ciudadanos de la URSS y los países del “socialismo real”
conquistaron amplios derechos económicos y sociales, tales como una
educación y una sanidad universales y gratuitas, estabilidad laboral y
salarial, amplio acceso a la cultura, etc., particularmente destacables
si tenemos en cuenta la realidad anterior de esos países, caracterizados
generalmente por un gran atraso con respecto a los países del
capitalismo “occidental” y con unas masas sumidas en la más absoluta
miseria. Sería arriesgado y polémico intentar enumerar cuáles han sido o
deberían ser los objetivos concretos de la clase obrera en su lucha por
el socialismo, pero podemos afirmar sin temor a equivocarnos que, entre
ellos, está la construcción de una sociedad sin clases o, por lo menos,
de una sociedad en que todos sus miembros estén en igual capacidad y
cuenten con las mismas oportunidades en la vida social y, por lo tanto,
también en la vida política. De ahí las archiconocidas consignas “de
cada cual, según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades”
9 o
“ni en dioses, reyes y tribunos, está el supremo salvador”,
particularmente interesante en relación con la cuestión de la
“representación” en el marco de la construcción socialista.
En consecuencia, no tiene sentido hablar
de la “libertad de los modernos” en el marco de una sociedad
socialista, ya que su premisa básica es la escisión de la sociedad en
dos cuerpos distintos. Por un lado, el cuerpo de los “representantes”,
que ya no requieren del trabajo manual para su subsistencia, mientras
que los “representados” necesitan todavía de su trabajo para mantenerse
con vida y satisfacer sus necesidades, lo que constituye una quiebra de
la pretendida igualdad —que no igualitarismo— que constituye la
característica central del socialismo. Por lo tanto, la conclusión
lógica, sería que la “libertad de los antiguos” debería ser el tipo de
“libertad” característica del socialismo. Muchas voces se han alzado por
la consecución de este tipo de “libertad” en los países capitalistas,
particularmente del capitalismo “occidental”, desde la irrupción de los
“nuevos movimientos sociales” a partir de los años sesenta. Estas voces,
abogan por convertir la “democracia representativa” en “democracia
participativa”, es decir, una sociedad donde la diferenciación entre
“representantes y representados” quedaría abolida o paliada por la
participación activa y en igualdad de condiciones en los asuntos
públicos de los diferentes miembros de la sociedad. Pero la “democracia
participativa” tiene un problema en el capitalismo: la existencia de las
clases sociales y, por lo tanto, la desigualdad en términos de tiempo
libre de los diferentes miembros del cuerpo social. La instauración de
un modelo de “democracia participativa” bajo condiciones de producción y
distribución capitalistas, no sería más que un nuevo artificio de
legitimidad política, en el que los trabajadores seguirían dedicando la
mayor parte de su tiempo vital al trabajo asalariado, mientras las
clases parasitarias y más acomodadas, coparían nuevamente los espacios
de deliberación y decisión política.
Por lo tanto, y partiendo de la premisa
que la “libertad de los modernos” es incompatible con el socialismo como
lo es al capitalismo la “libertad de los antiguos”, ¿podemos afirmar
que las experiencias socialistas del siglo XX se regían por la “libertad
de los antiguos”? La respuesta, evidentemente, es que no. La Unión
Soviética —a la que tomaremos a partir de ahora como única referencia—,
desarrolló un extenso entramado institucional, tanto para el Estado como
para el partido —que a menudo se confundían entre sí—, caracterizado
por un modelo “representativo” que, incluso en ocasiones, apelaba a
valores clásicos de la democracia liberal, como la elección de
representantes a través del sufragio universal y secreto o el
establecimiento de cámaras de diputados —tanto congreso como senado— a
nivel nacional con arreglo a criterios territoriales. El socialismo
proclamó el poder de la clase obrera —con la consecuente eliminación de
la burguesía como clase social, que efectivamente se realizó, puesto que
en la Unión Soviética, por lo menos durante la mayor parte de su
existencia, ésta no existía— pero.
El propósito del socialismo, no consiste
solamente en proclamar el poder del pueblo trabajador, sino en dar al
pueblo trabajador la posibilidad real y práctica de ejercer ese poder.
Si un trabajador debe pasar ocho horas frente a las máquinas y puede
participar en la gestión del Estado sólo terminada su jornada laboral,
cuando ya las puertas de los Soviets y de Comités Ejecutivos, Comités de
Partido distritales y municipales están cerradas, entonces el poder
popular es solo un término proclamado.
Ahí nos queda sólo esperar que el
aparato de funcionarios públicos contratados (por alguna razón) no
actúe en su propio beneficio, sino en interés de la clase trabajadora y
de la sociedad en general.
10
Este fragmento, escrito por un autor
nada sospechoso de heterodoxia en el campo del marxismo, sitúa
brillantemente el principal problema que encontró la construcción
socialista en el marco de su estructuración política. En la Unión
Soviética, la jornada laboral nunca se vio reducida más allá de las ocho
horas diarias, por lo que la compatibilización de la vida laboral con
la participación directa en los asuntos públicos, nunca fue más posible
para un trabajador soviético de lo que lo fue —por lo menos hablando de
participación en abstracto, sin considerar la incidencia ideológica de
su clase sobre las decisiones institucionales, claramente diferente
entre los sistemas socialistas y capitalistas— para un trabajador alemán
o estadounidense. La argumentación habitual contra esta crítica, sería
sacar a colación —y seguramente con parte de razón— la necesidad del
poder soviético de desarrollar rápidamente la totalidad de las fuerzas
productivas del país para defenderse del cerco capitalista, para después
competir e incluso intentar superar el potencial económico del mundo
capitalista, en algo que acabaría llamándose la “emulación socialista”.
El problema de esta dinámica consistente en “desatar las fuerzas
productivas” en un intento de competir en cuanto a resultados económicos
con el capitalismo, es que no tomaba en consideración la distinta
naturaleza de los dos sistemas sociales, sin entender que un sistema
comprometido en la satisfacción de las necesidades de todos sus miembros
por igual, nunca podrá competir en pie de igualdad con un sistema que
explota sus propias capacidades de desarrollo a costa de la miseria de
su propia población, el expolio, la rapiña internacional y la guerra.
Si tomamos como válido todo lo expuesto
anteriormente, nos inclinaremos a aceptar que uno de los principales
problemas de la construcción socialista en el siglo XX, fue precisamente
su incapacidad de superar la dicotomía entre “representantes y
representados”, generando además una “clase” de burócratas que, con el
paso del tiempo, ya ni siquiera debían sentirse como “representantes” de
la clase obrera —como no se sienten representantes de nadie muchos
funcionarios en el sistema capitalista—, sino simplemente como
funcionarios del Estado en el que les había tocado nacer, que
casualmente era socialista.
Si queremos que las próximas
experiencias socialistas culminen en un éxito definitivo, “tenemos que
plantear y solucionar la cuestión de la participación de los
trabajadores en el proceso de su poder (…) no desde el punto de vista
idealista, sino materialista. No basta con convocar a los trabajadores a
participar en la gestión del Estado, sino que, primeramente, es
necesario asegurar que tengan tiempo para ello”
11.
Por lo tanto, es necesario que los trabajadores reivindiquen
definitivamente el viejo sueño de “el derecho a la pereza”, la reducción
constante de su jornada laboral, como elemento central que les
permitirá gozar de tiempo libre para ser partícipes de su propio poder
en el socialismo, no solamente de manera formal, sino real, participando
aquellos que así lo quieran en todos los procesos de toma de
decisiones, de manera democrática.
Notas:
1 Constant, Benjamin,
Escritos políticos. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1989, pp. 267-268.
5 “Los
ciudadanos [en Atenas] eran verdaderos nobles, que no debían ocuparse
más que de la defensa y de la administración de la comunidad, como los
guerreros salvajes de los cuales descendían. Debiendo tener todo su
tiempo libre para velar con su fuerza intelectual y corporal por los
intereses de la República, encargaban todo trabajo a los esclavos”.
Heródoto cit. por Lafargue, Paul,
El derecho a la pereza [en línea]. 1848. [Consulta: 31 de marzo 2014].
6 El
caso del actual gobierno español es especialmente significativo, cuando
la mayoría de sus ministros son destacados empresarios en diferentes
sectores económicos del país.
7 Lafargue, Paul,
El derecho a la pereza [en línea]. 1848, pp. 11-12 [Consulta: 31 de marzo 2014].
8 Por
países de “socialismo real”, nos referimos a todos aquellos Estados que
instauraron el socialismo con anterioridad a 1949, a excepción de la
URSS y Mongolia. Entre ellos encontramos a Polonia, la República
Democrática Alemana, Checoslovaquia, Rumania, Bulgaria, Hungría, Albania
y, en menor medida, ya que rompió con el resto del mundo comunista en
1948, a Yugoslavia.
9 Marx, Karl,
Crítica al Programa de Gotha. Pekín: Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1979.
10 Popov, Mikhail V.,
Cambio del carácter de la producción en el proceso de construcción y desarrollo del socialismo. En:
Revista Comunista Internacional. Partido Comunista de los Pueblos de España, 2011, nº 2, pp. 103-104.
11 Popov, Mikhail V.,
Cambio, op. cit., p. 104.