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08.02.2013
Ha
sido suficiente que transcurra el primer año de gobierno del PP
regresado al poder y empleado a fondo en las políticas que le son
propias (que no son aquellas a las que se comprometió en la última
campaña electoral) para que por enésima vez en la historia de España nos
estemos dando de bruces con una oligarquía activa, expansiva,
acaparadora y delicuescente, constituyente decisivo del Estado actual y
en abierta contradicción con lo que define la Constitución.
La oligarquía es una casta solidaria que busca enriquecerse
apoderándose del poder político usufructuándolo en beneficio propio. El
poder político se apoya en el poder económico y éste en aquél, y en
definitiva ambos se realimentan reforzando los vínculos cruzados y
comunes, incrementando las interrelaciones y la identificación entre
ellos. El mecanismo que se ha ido desarrollando en los últimos tiempos,
el de las “puertas giratorias” –es decir, políticos que van a los
negocios y hombres de negocios que entran en la política– ha desvelado
hasta qué punto las empresas reciben a políticos directamente implicados
en decisiones (como en la sanidad) que durante su mandato las han
beneficiado.
Esto mismo se percibe en el trabajo
legislativo, con leyes y disposiciones “a medida”, en clara desviación
de la legalidad en beneficio –generalmente, económico– de socios,
clientes y benefactores. Como sucede con la Ley de Costas, con respecto
de la cual ya se han señalado ciertos beneficiarios directos que aúnan
nombres muy de primera fila en esa oligarquía tan activa: como Del
Hierro (esposo de Cospedal) y Villar Mir (donante en los papeles de
Bárcenas), empresarios interesados en una ley favorable; y al mismo
Arias Cañete, ministro del ramo, él mismo empresario y compadre en
algunos negocios inmobiliarios con Del Hierro, además, claro, de adalid
de ese “poner en producción la costa”.
O las reformas de Ruiz Gallardón en el ámbito judicial, que a más de
prever las borrascas que habrán de cernirse sobre el PP por los abusos
contra la población y la extensiva corrupción en su ámbito, persigue
penalizar y restringir el acceso ordinario a la justicia, controlar
(¡más!) al poder judicial y adelgazar esa administración como servicio
público. O la no menos militante actuación del ministro Montoro,
cumpliendo con las sospechas despertadas sobre el uso perverso de su
sabiduría (asesoraba a empresas para que pagaran lo menos posible a
Hacienda) para beneficiar directamente a golfos y pillos relacionados
con ese clan: ahí tenemos su amnistía fiscal y el
caso de Bárcenas, con sus diez millones de euros regularizados.
Una oligarquía siempre aparece descrita y compuesta de la misma
forma: una comunidad íntima de intereses entre el clan que gobierna y
líderes económicos, una maraña de relaciones entre cargos políticos y
poderes empresariales, sin que se trate en ningún momento de disimular
el arribismo más irritante, que incluye a la parentela sanguínea. Actúa
la familia, en el sentido más político y menos literario del término…
con esa defensa cerrada sistemática de todos y cada uno de sus miembros
cuando resultan cuestionados. Los ejemplos puestos en evidencia en los
últimos tiempos son muy numerosos, aunque siga llamando la atención esa
prosapia decimonónica de caciques y dinastas con chulería, tipo Fabra y
Baltar.
El
caso Carromero, indicativo de la protección de su
familia política tras ser condenado en Cuba y recibido poco menos que
como un luchador contra la dictadura castrista, es de libro. Y siempre
mantienen su importancia sonoros apellidos procedentes del franquismo,
adoptados de forma natural por el PP: Calvo-Sotelo, Fernández Cuesta,
Arias Salgado, Lora Tamayo… A lo que hay que añadir las oligarquías
localistas –tipo CiU– que exhiben un nacionalismo oportunista y
victimista cuando sus históricas y más profundas pretensiones han sido
enriquecerse y medrar.
Faltaba –y llegó, oportuna para encrespar más los ánimos del español
medio– la presencia, rediviva, de las miserias de la monarquía, de modo
especial en el abominable asunto Urdangarín, que la afecta directa y
cercanamente; caso que tan deportivamente ha enganchado con la
corrupción ordinaria y al uso, asumiendo en este caso los rasgos más
descarados, los presentes en Baleares y la Comunidad Valenciana. Esto se
convierte en una invitación a que los españoles tengamos que mostrarnos
menos y menos complacientes con una monarquía reinstalada mediante una
jugada histórica, tras ser tan limpiamente liquidada en 1931, y aceptada
por aquel famoso consenso por aquello de que contribuiría a acabar con
el “histórico enfrentamiento entre los españoles” (pero sin
consultarlos).
Y aunque los nombres propios abominados son legión en este momento de
indignación creciente que el país vive, seguramente nadie reúne con
tanta perfección los rasgos de esta oligarquía que nos empobrece y
humilla como María Dolores Cospedal, número dos del PP, presidenta de
Castilla-La Mancha y senadora, que se hace merecedora de una concienzuda
monografía personal, quizás de una tesis doctoral en Políticas,
Psicología, Sociología, Antropología… o una mezcla de todo ello: ¡tan
rica es su personalidad, tan notable es la obra política que va dejando!
No es posible resumirla en dos trazos, pero si hubiera que resaltar
algo en su personalidad –y coincidiendo con aquel “Si la pinchan no
sangra” del genial Juan José Millás– habría que aludir a la frialdad con
que desafía permanentemente a la verdad: su inmensa capacidad para la
hipocresía. Con sonrisa leve, forzada y de reglamento, tan propia del
ejercicio político de varias lideresas del PP, afronta imperturbable lo
que le echen, negando la realidad e insultando nuestra inteligencia; ha
llamado especialmente la atención que fuera risa abierta lo que su
rostro expresaba al verse abucheada por los vecinos de Motilla del
Palancar, que le afeaban el cierre de las urgencias en el medio rural de
la región de la que se enseñorea; puede que esto marque el inicio de su
declive.
Estas risas y sonrisas acompañan a la terrible cura de austeridad a
que viene sometiendo a esa región, donde se emplea a fondo en reducir y
esquilmar todo lo público; y donde ha protagonizado ese fulminante
regreso al siglo XIX al arrebatar el sueldo a los parlamentarios
autonómicos: a partir de ahora harán política, bien los que tengan su
fortuna personal, bien los que quieran hacerla con la política. Todo
ello, con el objetivo de recortar, lo que no le impide ser
tri-remunerada y hasta
sobreada
(según los papeles de Bárcenas), ni solidarizarse con un esposo
especialmente activo en sus iniciativas empresariales, que incluyen
algunas de tipo inmobiliario en el centro de Madrid cuyos afectados
seguro que califican con muy duras palabras. (Incluso, reflejando
aspiraciones ridículas, pero oligárquicas, Cospedal se empeña en
“nobilizar” su apellido añadiéndole un
de arrogante y fatuo.) Observando sus comparecencias evoco a Stendhal cuando describe en
Rojo y negro
(cap. IX), en el entorno de 1830 y en un clima latente revolucionario,
ciertas expresiones, humillantes y precisamente de mujer, señalando que
“son las que han hecho los Robespierre”; pero al menos ya sabemos que,
aunque de acero, esta mujer es oxidable y corruptible.
Por Pedro Costa Morata, ingeniero, sociólogo y periodista. Premio Nacional de Medio Ambiente (1998).