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Obama
en la convención del sindicato norteamericano AFL-CIO en el año 2009,
reforzando el tradicional vínculo del Partido Demócrata con el
sindicalismo norteamericano.
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/4/43/Obama_at_AFL_CIO_2009.jpg
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Enrique Castells Turia
«Kondrat piensa en las
privaciones que soporta el país que está llevando a cabo el plan quinquenal, y
apretando los puños bajo la pobre manta de borra, apostrofa mentalmente, con
odio, a los obreros del Oeste que no apoyan a los comunistas. “¡Nos habéis
vendido por la buena soldada que os dan vuestros amos! ¡Nos habéis entregado,
falsos hermanos, a cambio de una vida holgada!... ¿Por qué no tenéis todavía el
Poder Soviético? ¿Por qué os retrasáis tanto? Si llevaseis una vida perra, ya
habríais hecho la revolución, pero por lo visto el gallo de la miseria no os ha
picado aún en el trasero. No hacéis más que rascaros el cogote y nunca os
acabáis de decidir; andáis cada uno por vuestro lado, renqueando y arrastrando
los pies… ¡Pero ya os picará este gallo! ¡Hasta haceros ronchas!... ¿Es que no
veis, a través de la frontera, las fatigas que estamos pasando para levantar
nuestra hacienda? ¿No veis las privaciones que sufrimos y que, medio descalzos,
medio desnudos, apretamos los dientes y arrimamos el hombro? ¡Vergüenza os dará
luego, falsos hermanos, llegar cuando ya esté la mesa puesta! Si hubiera manera
de hacer un poste tan alto, que lo pudierais ver todos, yo treparía hasta la
misma punta, ¡para gritaros desde allí lo que os merecéis!»
Mijaíl Sholojov, Campos
roturados.
Introducción
En las sencillas palabras del
campesino Kondrat –personaje de una de las obras cumbres de la literatura
soviética– resonaban no sólo una dura acusación contra parte de los obreros
occidentales, sino también, implícitamente, contra las corrientes de la
izquierda occidental que sostenían la política de insolidaridad o incluso de
enemistad contra el proyecto socialista que se construía en la Unión Soviética.
En realidad, esta actitud representaba la hegemonía del reformismo entre los
trabajadores, que se traducía en políticas que buscaban mejorar el sistema y la
democracia capitalista, mostrando una indiferencia o incluso hostilidad a los
proyectos socialistas y antiimperialistas. Hoy en día esta tradición todavía es
dominante, y las propuestas socialistas brillan por su ausencia o son
minoritarias.
Sumidos desde hace años en una de
las crisis económicas más graves del capitalismo, que ha desencadenado una
catástrofe social en Europa occidental, Estados Unidos y menos en Japón, el
socialismo –como idea y como proyecto de una sociedad basada en la propiedad
pública de los principales medios de producción, en la restricción de la
economía de mercado, en la superación del trabajo asalariado y del capital, en
el bienestar colectivo y en un régimen político basado en el poder popular de
los trabajadores–, es todavía una aspiración ignorada o rechazada por las izquierdas
mayoritarias y por amplios sectores populares, que no imaginan la posibilidad
de una sociedad alternativa y confían en regresar al capitalismo de los buenos
tiempos, realizando «otras políticas» dentro de las instituciones democráticas
del sistema.
Pero la democracia capitalista y
oligárquica –una democracia neutra, apolítica, simultáneamente de derechas y de
izquierdas– no da más de sí y en su putrefacción se está transformando en la
fase inferior del neofascismo, mientras que la crisis capitalista occidental es
de tal magnitud que ya no permite «otras políticas» que permitan recuperar los anteriores
niveles de corporativismo social
[1]. Se pueden crear de esta
manera falsas esperanzas entre los movimientos sociales y los trabajadores,
propiciando una desilusión de graves consecuencias.
Ante los nuevos problemas
planteados para los que luchan por el cambio social, afloran a la superficie
las grandes líneas de ruptura que desde hace más de un siglo han dividido a las
organizaciones políticas críticas con el orden capitalista: ¿hay que luchar
contra la crisis o contra el capitalismo? ¿Hay que apoyar a los gobiernos
amenazados por el imperialismo, la
OTAN y el sionismo, hay que atacarlos o mantener un extraño
silencio? ¿La culpa de la crisis es de las «manzanas podridas» del capitalismo
–los banqueros y políticos corruptos–, o es la propia naturaleza del sistema
que hace inevitables tales crisis y las guerras imperialistas? Y, finalmente:
¿hay que mejorar el sistema o éste debe ser sustituido por el socialismo?
Es preciso aclarar que cuando
aquí se habla de reformismo no se hace en términos condenatorios, sino
simplemente descriptivos. El reformismo, además, no es monolítico, ya que
contiene en su seno corrientes revolucionarias que pueden desarrollarse y
aportar una contribución sustancial al proyecto antiimperialista y socialista
del siglo XXI. Por otra parte, a veces las apariencias más revolucionarias y
radicales ocultan prácticas que no difieren del reformismo o son claramente
reaccionarias, llegando a confluir con las actitudes más genocidas del
imperialismo en sus ataques a la soberanía nacional defendida por gobiernos patrióticos.
El reformismo implica el rechazo
a las concepciones científicas de Marx plasmadas en El Capital, y las de Lenin y sus estudios sobre el imperialismo y
la revolución. Para ello ha resucitado a Proudhon –que pretendía un socialismo
sin cambiar el sistema– y a Keynes, convertido en el santo patrón de esta
izquierda. En cambio, ha tratado toda la investigación de Marx acerca de la
crisis capitalista y su propuesta revolucionaria y anticolonialista como un
cadáver descompuesto que debe ser enterrado en una anónima fosa común.
En sucesivas fases de
desmantelamiento ideológico –primero de insolidaridad y abandono de la
experiencia de la Unión Soviética
mientras se hacían reverencias a las instituciones democráticas del sistema, después
a la adopción de un europeísmo obtuso que entrega los restos de nuestra
soberanía nacional al imperialismo, finalmente de rechazo a experiencias de
resistencia antiimperialista– estas izquierdas se empaparon de los valores del
occidentalismo: la validez universal de la democracia liberal, los derechos
humanos en versión imperialista, el eurocentrismo y la supremacía de la cultura
occidental. En sintonía con los medios de comunicación del sistema, las
resistencias antiimperialistas recientes –exceptuando el consenso sobre la
heroica lucha del pueblo palestino–, como Yugoslavia, Libia, Irak, Siria,
Afganistán, Costa de Marfil, el Este de Ucrania e incluso Venezuela y Cuba, frecuentemente
se analizaron por el filtro occidentalista, provocando muchas veces la
indiferencia, rechazo o incluso condena: como justificación se invocaba el sagrado
amuleto de la democracia –la democracia imperialista– y los derechos humanos
occidentales frente a la cómoda denominación de «dictaduras». Indudablemente, estas
actitudes insolidarias o cómplices han marginalizado una política antiimperialista
y socialista.
Un aspecto que ha solidificado el
reformismo ha sido el papel de los grandes sindicatos. Las luchas de clases en
occidente fueron muy importantes para conseguir derechos sociales y laborales,
y la actividad sindical fue decisiva en ello. Pero en su función prioritaria de
disputar la plusvalía a los capitalistas, muchos sindicatos se deslizaron hacia
una ideología puramente economicista y se independizaron de los partidos de
izquierdas revolucionarios, pretendiendo ser «apolíticos». De esta manera, la
mejora de las condiciones de los trabajadores ya no era una cuestión política,
era una tarea técnica que podía resolverse mejorando el sistema e incluso
apoyándolo activamente, como el AFL-CIO hizo con el imperialismo norteamericano.
Este artículo pretende inspirarse
en la concepción de Lenin sobre el reformismo, que en su opinión era el reflejo
de la influencia de la burguesía y del imperialismo sobre el movimiento obrero
y socialista. Para Lenin, además, era fundamental el análisis de la
aristocracia obrera -una capa más o menos extensa de trabajadores y dirigentes
obreros y socialistas de los países imperialistas, privilegiados y corrompidos
por el sistema, que asumen sus valores- para comprender la estabilidad del
imperialismo. Lenin la definía como «los
verdaderos agentes de la burguesía en el seno del movimiento obrero, los
lugartenientes obreros de la clase capitalista, los verdaderos portadores del
reformismo y del chovinismo»
[2].
Debatir acerca de las
perspectivas del socialismo en el siglo XXI implica, pues, un repaso crítico de
las raíces de la ideología y la práctica reformista, y de su relación con el
imperialismo.
El colonialismo anula a la clase obrera occidental
Quizás hoy no tengamos conciencia
de la relación que existe entre la política imperialista contra los países
oprimidos, el reformismo y los derechos sociales y laborales. La causa
fundamental es que las operaciones neocoloniales no se presentan como guerras
de conquista, exterminio y saqueo, sino bajo la cobertura de los derechos
humanos y la democracia. Pero esta relación es indiscutible: como recuerda Edward
Said, los artistas e intelectuales de vanguardia, la clase obrera y las mujeres
en Europa y Estados Unidos mostraron «un febril entusiasmo» por las políticas de
conquista imperialista
[3]. Este entusiasmo también contaminó
a una parte sustancial de la izquierda, que descubrió las “virtudes” del
colonialismo: el año 1900, el entonces prestigioso “marxista” alemán Bernstein
afirmaba: «Sin la expansión colonial de nuestra economía, la miseria que
todavía tenemos en Europa y que nos esforzamos por extirpar sería mucho más
grave (…). Aun contrapesándola con los atropellos del colonialismo, la ventaja obtenida
con las colonias sigue pesando muchísimo»
[4].
El mayor nivel de vida que disfrutamos los centros imperialistas respecto
África, Asia y América Latina desde hace casi dos siglos se debe ante todo a lo
que Marx denominó la “acumulación primitiva del capital”. Ésta se generó por el
robo de las tierras de los campesinos y, sobre todo, por el colonialismo: «el botín conquistado
fuera de Europa mediante el saqueo, la esclavización y la matanza, refluía a la
metrópoli para convertirse aquí en capital»
[5]. Los
ríos de riqueza, alimentos, millones de esclavos, fuentes de energía y
minerales baratos que los países imperialistas han succionado como parásitos
desde hace cinco siglos, han posibilitado multiplicar la tecnología y la
productividad del trabajo, han elevado nuestro nivel de vida y han consolidado
un sentimiento de superioridad “blanca” respecto a otros pueblos del planeta. Así
nació el nacionalismo imperialista que impregnó al reformismo socialdemócrata, hegemónico
desde hace más de un siglo entre la clase obrera de occidente –descontando breves
experiencias históricas–, y que ha arrinconado los proyectos de cambio social.
Sus raíces son profundas: según Marx,
Irlanda y la India,
por entonces colonias británicas, eran la causa de que los obreros ingleses
renunciaran a una política independiente de clase y se sometieran a las
oligarquías británicas. Engels explicaba en 1858 que el proletariado británico,
el más desarrollado del mundo entonces, se había convertido en un «proletariado
burgués» a causa del colonialismo, y en 1882, respondía crudamente en una
carta: «
Me pregunta usted qué piensan los obreros ingleses de la política
colonial. Pues lo mismo que de la política en general; lo mismo que piensan los
burgueses. Aquí no hay partido obrero, no hay más que el partido
conservador y el partido liberal-radical, y los obreros se benefician
tranquilamente con ellos del monopolio colonial de Inglaterra»
[6].
El año 1907 Lenin realizaba un
análisis inquietante de la clase obrera de Europa: «el proletariado europeo ha alcanzado en parte una situación en la que no
es su trabajo quien sostiene al conjunto de la sociedad, sino el de los pueblos
de las colonias, que están prácticamente esclavizados... En determinados países
estas circunstancias crean las bases materiales y económicas para emponzoñar al
proletariado de uno u otro país con el chovinismo colonial; naturalmente, esto
puede ser sólo un fenómeno temporal, pero hay que reconocer no obstante el mal
y comprender sus causas»
[7].
No fue por casualidad que los
socialdemócratas occidentales y “marxistas” apoyaran las guerras coloniales de
rapiña y genocidio, y la matanza imperialista de la I guerra mundial. Rompiendo con
esa línea, Lenin fundó la doctrina bolchevique para promover las revoluciones
anticoloniales y comunistas, y varios de sus escritos más polémicos se
centraron en triturar el reformismo y la aristocracia obrera, calificando a sus
dirigentes como «social-imperialistas» cómplices del colonialismo. Pero el
proyecto leninista sólo en ciertas ocasiones representó un desafío para la
hegemonía reformista. Tras la muerte de Lenin, los dirigentes soviéticos tenían
cada vez menos esperanzas de desafiarla a corto plazo. Stalin, en 1934, lo
atribuía a dos razones:
«
La razón
principal hay que buscarla en el proceso histórico, en los lazos que existen
entre las masas europeas y la democracia burguesa. La segunda razón está ligada
a la situación particular de Europa. Los países europeos no tienen suficientes
materias primas, carbón, etc., y dependen de sus colonias. Sin las colonias, no
pueden existir. Los trabajadores lo saben y tienen miedo de perder las
colonias. Y desde este punto de vista, son propensos a inclinarse del lado de
su burguesía. Intrínsecamente, ellos no se adhieren a nuestra política
antiimperialista. Incluso tienen miedo. Y es por esta razón precisamente por la
cual es necesario proceder a un trabajo de explicación y realizar una
aproximación justa. No lo tenemos fácil para acercar a nuestra causa a millones
de trabajadores en Europa»[8].
Imperialismo, aristocracia obrera y guerra perpetua
Desde 1945, en los países occidentales
-excepto en Francia, en Italia y Portugal, y relativamente en España y Grecia–,
la alternativa comunista nunca tuvo una adhesión importante de masas, mientras
que la socialdemocracia y el sindicalismo apolítico y anticomunista –con el
apoyo de la CIA– fueron dominantes. En los Estados Unidos, el sindicato AFL-CIO
–cuya burocracia colaboró con la CIA para depurar a los comunistas– era
obediente al Partido Demócrata. En este país el consenso se articuló mediante un
keynesianismo militar basado en el complejo militar-industrial-comunicacional
–especialmente la carrera de armamentos, la alta tecnología y la industria
audiovisual– que sostenía la política de guerra perpetua como necesidad vital
para el imperialismo. Gracias a los colosales beneficios de la industria
militar se expandió notablemente el corporativismo social y el «modo de vida
americano». En los años 60 el revolucionario dominicano Juan Bosch definió esta
realidad como
pentagonismo, a partir de la sumisión absoluta del sistema
político al complejo militar-industrial-audiovisual y a la complicidad de la
comunidad científica pero sobre todo del movimiento obrero: en 1965 el AFL-CIO había
apoyado la invasión yanqui de la República Dominicana, el derrocamiento del propio
presidente Juan Bosch y el asesinato de miles de dominicanos por los marines.
En 1967, durante la convención de la AFL-CIO una amplia mayoría de 1200
delegados aclamaron la política del presidente Johnson de incrementar los
bombardeos contra Vietnam del Norte
[9].
Desde la década de 1960 surgieron
teorías polémicas que buscaban actualizar la relación entre aristocracia obrera
e imperialismo. Algunos autores –originarios de países oprimidos–, siguiendo
las declaraciones de Engels sobre el «proletariado burgués» y tratando de
aplicar matemáticamente las fórmulas de Marx sobre la producción de plusvalía, pretendían
demostrar que la mayoría de la clase obrera del occidente imperialista y de
Japón había dejado de producirla, e incluso afirmaban
[10] que estaba recibiendo
parte de la producida por los trabajadores de los países oprimidos. Esto se debería
al deseo de la oligarquía de mantener la paz social en las metrópolis, y de
esta manera la clase obrera se habría convertido en aliada circunstancial de la
opresión imperialista
Para Juan Bosch, la inmensa
mayoría de obreros norteamericanos estaban «drogados por la propaganda
pentagonista» y por la televisión, sólo buscaban aumentar su bienestar y no les
importaban en absoluto los niños vietnamitas quemados con napalm.
Juan Bosch, en su famoso ensayo El
Pentagonismo, ironizaba sobre la mentalidad del
obrero medio norteamericano de esta manera:
«el niño quemado en Vietnam debía ser hijo de un comunista y probablemente
llegaría a ser un comunista si hubiera vivido, y todo comunista debe ser
aniquilado a tiempo, porque si no llegará el día en que él, obrero
norteamericano, no podrá comprar un automóvil de último modelo debido a que los
comunistas se proponen quitarles a los norteamericanos sus propiedades y sus
comodidades»
[11].
En apoyo de sus tesis citaba los resultados de encuestas que mostraban que más
del 70% de norteamericanos apoyaron la invasión de la República Dominicana en
1965 y el incremento de los bombardeos a Vietnam en 1967.
Quizás estas palabras sean vistas hoy como teorías
extremistas –justificables por proceder de países víctimas de la barbarie imperialista–
pero tienen una parte de verdad. Con la creación del Estado del bienestar en
occidente desde la década de 1950, para mantener sus beneficios las oligarquías
imperialistas redoblaron la superexplotación de los países oprimidos, instigaron
guerras genocidas y promovieron dictaduras brutales para imponer sus intereses.
Mientras que en los países imperialistas aumentaban los puestos de trabajo bien
remunerados, de alto nivel tecnológico y productividad, en los países oprimidos
se recibían las industrias contaminantes, de baja tecnología, escasa
productividad y mucha fuerza de trabajo, que implican bajos salarios, explotación
infantil, interminables jornadas laborales y nulos derechos de seguridad e
higiene. Mientras que el imperialismo fabricaba biotecnología, ordenadores y
teléfonos móviles, los países oprimidos debían contentarse con turismo,
maquilas e industrias de bajo valor añadido que fabricaban textiles o productos
semielaborados. La baja productividad, misérrimos salarios y vidas infernales
en los países oprimidos fue, en gran medida, la condición de la elevada
productividad, altos salarios y derechos sociales en los países opresores.
La izquierda occidentalista frente a la izquierda antiimperialista
El occidentalismo ha sido el soporte ideológico de la colonización, la
esclavitud, el exterminio de indígenas, el saqueo de los recursos naturales, la
segregación racial, las guerras mundiales y los fascismos –etapa superior de
muchas democracias burguesas–, el imperialismo moderno y sus recientes guerras
«humanitarias».
El occidentalismo en la izquierda
se consolidó a través de la lucha sostenida contra el proyecto soviético: entre
1918 y 1945 los partidos socialdemócratas o el movimiento anarquista fueron sus
expresiones iniciales, cuando teorizaron que la URSS era una dictadura más que
no beneficiaba a los trabajadores, mientras que el trotskismo afirmaba que una
casta burocrática soviética iba a restaurar el capitalismo en ese país. Desde 1945 se situaron
los términos de la confrontación entre el llamado «totalitarismo soviético» y
las supuestas democracias, a las que se valoraba mejor porque, al fin y al
cabo, permitían “libertades” políticas. Los neoconservadores norteamericanos a
la sombra de Reagan y Bush, ex trotskistas muchos de ellos, no hicieron más que
llevar a sus últimas consecuencias las conclusiones implícitas en el análisis
que hizo Trotski de la URSS
como «Estado obrero y burocrático degenerado».
A finales de los 60 y principios
de los 70 se consolidó la izquierda occidentalista moderna: mientras los
socialdemócratas, eurocomunistas, maoístas y algunos leninistas se
desvinculaban de la Unión Soviética
y de los gobiernos y organizaciones políticas afines –o incluso los
consideraban enemigos–, en el Sur la mayoría de dirigentes antiimperialistas, obreros,
populares y guerrilleros seguían identificados en alguna medida con la política
interna y/o externa de la URSS.
En el Sur, además, no era raro encontrar intelectuales que, pese a tener
radicales diferencias ideológicas con la URSS, defendían aquellas
políticas que
precisamente más ampollas levantaban en la izquierda occidentalista. Por
ejemplo, el intelectual trotskista sudafricano Hosea Jaffe en los años
70, tras
el obligado ritual antiestalinista, calificó a la izquierda
antisoviética
occidental de proimperialista y refutaba las acusaciones de que la Unión
Soviética poseía colonias con estas palabras: «la URSS no tiene
colonias en
sentido leninista ni en cualquier otro sentido: «Si “invadió” Polonia en
1941 o
Hungría en 1956 o Checoslovaquia en 1968, no fue como potencia
colonialista,
sino como reacción defensiva ante el imperialismo»
[12].
Si el eurocomunismo nació por el
rechazo a la operación soviética en Checoslovaquia, para Jaffe, en cambio, ésta
era legítima porque se trataba de expulsar al «régimen liberal y pro-israelita
de Dubcek», y fue «una excursión de domingo» en comparación con la brutal
ocupación francesa de Somalia y Martinica, las masacres del imperialismo alemán
en el Sur de África y Tanganika, etc., sucesos que no despertaban ningún
interés entre la izquierda occidentalista
[13]. Para Jaffe, además, el
mayor nivel de vida de los países capitalistas respecto a los socialistas se
debía al saqueo imperialista:
«La Alemania Oriental,
a pesar de tener un gobierno de trabajadores y la socialización, no pudo
conseguir el nivel de vida de la Alemania Occidental porque esta última obtiene
superbeneficios de las inversiones semicoloniales, mientras la primera no. La Alemania del Oeste tiene
un nivel de vida superior a la
Alemania del Este exactamente porque toda su población goza
de los superbeneficios obtenidos de la superexplotación de América Latina, de
Asia y de África.
El ciudadano de Berlín Este que
intenta pasar a la “libertad”, no se imagina que la vida en un estado
imperialista es la muerte viviente en África, Asia o Sudamérica, la muerte que
hace posible aquella vida “Occidental”. Si quisiese de verdad huir hacia el
verdadero “Oeste”, debería ir a hacerse esclavo en una factoría o en una mina
Sudafricana, o en una plantación de Kenia o Malasia»
[14].
Así, mientras una izquierda sostenía
que las contradicciones mundiales se polarizaban entre la democracia occidental
y la dictadura soviética, otra izquierda sostenía que la confrontación se producía
entre el antiimperialismo –la Unión Soviética, sus aliados y los pueblos
oprimidos– y el imperialismo –los Estados Unidos, Europa y Japón básicamente–.
Desaparecida la Unión Soviética, la izquierda occidentalista impuso fácilmente
su versión, y las contradicciones actuales las vuelve a simplificar en la lucha
entre la democracia y las dictaduras.
Hoy la distinción occidentalismo/antiimperialismo
sigue vigente. El raquítico éxito que ha tenido entre los trabajadores
occidentales una política antiimperialista y de oposición activa a las guerras
genocidas perpetradas por Estados Unidos, Francia, Israel y la OTAN entre otros –Irak en
2003 fue la excepción-, así como el escaso interés de muchas organizaciones
políticas y sindicales de occidente no sólo en una política activa de
solidaridad antiimperialista sino en oponerse a las guerras neocoloniales, sólo
puede explicarse por la hegemonía del occidentalismo. Algunos dirigentes de
organizaciones políticas y sindicales –repitiendo el entusiasmo del AFL-CIO por
los bombardeos de napalm en Vietnam– fueron más allá, apoyando algunas guerras
genocidas de la OTAN,
y organizaciones de extrema izquierda como trotskistas y falsos leninistas han pretendido
ver revoluciones por doquier –esgrimiendo además argumentos occidentalistas
como la democracia y los derechos humanos–, cuyo objetivo real era impedir una
eventual solidaridad hacia las resistencias patrióticas anticoloniales, como
las dirigidas en Libia por el Coronel Gadafi y hoy en Siria por el Dr. al Assad.
Y una vez derribado el «dictador» Gadafi, automáticamente un silencio sepulcral
invadió a las organizaciones de izquierdas tan preocupadas por los derechos
humanos y la democracia, a pesar de los crímenes bestiales de los
“revolucionarios” libios, del exterminio de los negros y de la “sharia” contra
las mujeres que se implantó en Libia gracias a la llegada de la democracia imperialista.
Asesinado Gadafi y a buen recaudo la riqueza petrolera de Libia, la izquierda
occidentalista respiró aliviada y dirigió sus dardos contra el «tirano» de
Siria.
Perspectivas del socialismo en el Estado español: antiimperialismo y
III República
La contradicción fundamental de
nuestra época –iniciada en 1991 con la desaparición de la Unión Soviética y el crecimiento del poder unipolar
del imperialismo dirigido por Estados Unidos– es la que opone al imperialismo y
los pueblos oprimidos: de esas contradicciones han surgido tanto importantes
movimientos obreros, sociales e indígenas, como gobiernos progresistas y
revolucionarios. Éstos han afectado intereses fundamentales del imperialismo,
han recuperado la soberanía nacional, han nacionalizado sectores económicos
importantes y también han fomentado la conciencia de sectores populares,
obreros e indígenas, promoviendo su ascenso a esferas del poder usufructuadas
hasta entonces por la oligarquía. Su concreción más importante son los países
del bloque del ALBA –especialmente Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador y
Nicaragua– y también los procesos de integración económica y política como MERCOSUR,
UNASUR o CELAC al margen del imperialismo.
Esta contradicción ha
posibilitado, además, la reorientación de importantes países –como los llamados
BRICS: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica– que cuestionan el poder unilateral del imperialismo dirigido
por Estados Unidos, se oponen a las guerras imperialistas de la OTAN, y, en el
caso de China, mantienen un contenido socialista y antiimperialista importante,
impulsando una política solidaria en África que ha permitido mantener la
independencia de muchos países. La recuperación de la soberanía nacional, el
control de sus recursos naturales y energéticos, y la oposición cada vez más
intensa de países como China o Rusia a tolerar las aventuras imperialistas
genocidas, reducen el margen de maniobra del imperialismo para resolver la
crisis general del capitalismo iniciada el año 2008 y reiniciar la recomposición
del corporativismo de clases.
Se está cerrando así tanto el
ciclo colonial iniciado en 1492 –del cual se nutrió un capitalismo naciente con
la acumulación primitiva de capital, el exterminio de indígenas y la sangre de
millones de esclavos– como las tuberías por donde fluía el petróleo y las
materias primas baratas y abundantes que desde hace décadas llegaban a los
países occidentales para ayudar a mantener un mayor nivel de vida a sus
poblaciones y la cohesión social. Las contradicciones de clases en el centro del
imperialismo se agudizan y se abren sólidas posibilidades para construir
proyectos socialistas, así que la solidaridad antiimperialista activa es clave
para un proyecto de transformación socialista en occidente, y las vacilaciones
o complicidades con el imperialismo frenan el avance al socialismo. No hay
término medio: o se está con los pueblos oprimidos y con los que luchan
heroicamente por romper las cadenas imperialistas y establecer un nuevo orden
mundial más justo, o se está con el imperialismo genocida.
En España, la ideología dominante
de la izquierda –las corrientes reformistas, keynesianas, socialdemócratas y
europeístas que se articulan sobre el consenso constitucional de 1978– se ha
adaptado al auge de las movilizaciones sociales y obreras, perpetuando la idea
de que dentro del sistema hay soluciones a la crisis capitalista: con una fe
supersticiosa en las instituciones democráticas del sistema, su planteamiento
gira alrededor de la defensa de «otras políticas» –alternativas a las
neoliberales– contra la austeridad y los recortes, redistributivas y de más
gasto público acompañadas de reformas democráticas que posibiliten recuperar la
tasa de empleo y las prestaciones sociales.
Pero la gravedad de la crisis y
la situación del Estado español –oscilando entre un papel subimperialista y un
papel periférico dentro de la Unión Europea–, en una situación de dependencia y
sumisión, condenado por la división imperialista del trabajo a ser la patria de
la economía de servicios, especulativa y terciarizada, con el trabajo
precarizado y de bajo coste, convierten en irrealizables las propuestas
reformistas. La oligarquía española, por otra parte, tiene muchas similitudes
con la de Latinoamérica: es una oligarquía antipatriota, fascistoide y
ultraliberal, cuyo poder emana de su función sucursalista ante el imperialismo yanqui-alemán.
En España, los momentos de ruptura
y avance político y social modernos están ligados al movimiento republicano. La
III República puede ser el catalizador de una nueva ruptura, tanto con la
transición de 1978 como con la oligarquía pro-imperialista. Esta República, si
no quiere ser un fraude para los trabajadores, deberá tener un contenido popular,
quizás en la línea que hoy siguen las repúblicas latinoamericanas donde
gobiernan fuerzas patrióticas y revolucionarias. La estrategia pasa por
recuperar la soberanía nacional, rompiendo con la Unión Europea y el euro, otorgando
amplios poderes a los trabajadores y reconociendo el derecho de
autodeterminación.
Pero esto serán palabras vacías
si no se produce un retorno de la izquierda desde las sacrosantas instituciones
hacia los barrios, empresas, polígonos industriales, etc., recuperando la vida
colectiva y social, y los valores de solidaridad, fraternidad y amistad con los
pueblos. El desafío no es incrementar la recaudación de votos, sino plantear
alternativas viables para todos los aspectos de la vida de los trabajadores –vivienda,
sanidad, alimentación, cultura, deporte, etc.–, que el capitalismo organiza a
través del mercado y las corporaciones.
Por otra parte, el futuro Estado
republicano no puede permanecer aislado entre los grandes bloques económicos de
nuestra época: es preciso formular un proyecto de integración económica y
política que permita sobrevivir y desarrollar nuestro proyecto de socialismo en
España. Para nuestro país la perspectiva que se abre tras liberarnos del
imperialismo euro-yanqui es la integración democrática y solidaria con los
bloques latinoamericanos –ALBA, CELAC MERCOSUR– con quienes compartimos una
cultura e historia común, y con los que tenemos una economía complementaria que
puede permitir desarrollarnos y aportar al esfuerzo común de independencia
latinoamericana y española. Finalmente, la relación con los países del BRICS
será estratégicamente importante para mantener nuestro proyecto de República popular
orientada al socialismo y nuestra futura independencia.
[2] Lenin:
El imperialismo, fase superior del
capitalismo. Ediciones en Lenguas Extranjeras, Pekín 1975, pp. 163 y 10.
[3] Edward Said: Culture and imperialism. Vintage Books ed., New York, 1993, p. 222.
[4] Bernstein, citado por Domenico Losurdo: La lucha de clases. Una
historia filosófica y política. El Viejo Topo, España, 2013, p. 166.
[5] C. Marx: La llamada acumulación originaria. Tomo I de El Capital. Recopilado
en: C. Marx y F. Engels, Acerca del
colonialismo. Editorial Progreso,
Moscú, s/f, pp. 116-122.
[6] Marx y Engels: Acerca del colonialismo. Editorial Progreso, Moscú, s/f, p. 148.
[7] Lenin: Sobre el
Congreso de Stuttgart de la
Internacional Socialista (1907). Citado por: Eric Hobsbawm: Revolucionarios. Editorial Crítica,
Barcelona, 2000, pp.183-184.
[8] Dimitrov: Journal 1933-1949. 07.04.1934. Ed. Belin,
2005, pp. 111-112.
[9] Periódico New York Times,
cit. por Juan Bosch: El Pentagonismo,
sustituto del imperialismo. Ediciones Miguel Ángel Porrúa, México, 2009,
p.25.
[10] Por ejemplo, Hosea Jaffe: El
imperialismo hoy. ¿Producen plusvalía los trabajadores de los países
imperialistas? Colección “Lee y
discute”. Editorial Zero, Bilbao, 1976.
[11] Juan Bosch, íbid., pp. 74 y 75.
[12] Hosea Jaffe, obra cit., p. 22.