Posiblemente me falle la memoria, pero no consigo recordar comentarios en la
prensa alternativa, sobre los hechos
repugnantes, indignantes, escandalosos… que vienen a continuación. Quizás el
problema esté en que la fuente sea
El País, y la costumbre de leerlo,
quienes lo leemos, en el menor tiempo posible y tomando todas las distancias de
credibilidad. Quizás por eso nos llegue a pasar desapercibida la rara
información de calidad que excepcionalmente se cuela en ese periódico sobre los
territorios oscuros del poder, vedados al conocimiento de la gente común,
protegidos por los consensos de los “secretos oficiales” o, lo que es peor, por
la “banalidad de mal”, la costumbre social de convivir con él, de habituarse a
mirar a otra parte cuando lo que se ve complica la vida, te enfrenta a problemas
que es más cómodo ignorar.
Lo que se cuenta en esta crónica de Miguel González, publicada el 12 de mayo,
y que remite a un
vídeo difundido por el mismo periódico el 17 de marzo, es cómo
en las unidades de élite de “nuestras” Fuerzas Armadas se forma a los soldados
en la brutalidad, la deshumanización, hasta el punto de enseñarles a torturar a
sus propios compañeros… Así se les enseña lo que deben hacer cuando tengan
enfrente al “otro”, al enemigo, ahora en Irak, mañana donde digan los mandos. A
nadie se le oculta que en esa representación de la “guerra con tortura real” a
cualquier compañero al que haya tocado estar en el “otro bando”, se está
enseñando no solamente a vejar al “terrorista islámico”, sino al vecino de al
lado.
Hoy es el día de las Fuerzas Armadas. “Nuestras” dice el cartel oficial. No
es el lenguaje de la derecha, sino el del consenso establecido. Bono fue
ministro de Defensa con Zapatero, como podría haberlo sido de este gobierno.
Carme Chacón habría reaccionado ante los hechos que se cuentan en esta crónica
como lo hizo Morenés, tratándolo como una “lamentable” excepción, cuando saben
que se trata de una norma. Políticas de Estado pues, es decir, políticas que
hacen suyas todos los partidos y todos los hombres, y mujeres, “de Estado”.
Hoy es un buen día para manifestar el asco, la indignación hacia la verdadera
misión del Ejército español en el exterior, y cómo se prepara para cumplirla. Y
qué amenaza latente significa para la disidencia interior, la rebeldía popular…
si la Patria lo demanda y cuando ellos decidan que lo demande.
Es un buen día para recordar y reflexionar también sobre cómo se ha
desactivado lo que en los primeros e ingenuos tiempos del movimiento
antiglobalización se consideraba infalible “estrategia de Drácula”, según la
cual bastaría con que la luz de la buena información iluminara las zonas ocultas
del poder para que éste se debilitara.
La información que viene a continuación se publicó en la edición dominical
del periódico de mayor tirada. Sobre ella misma, y sus efectos futuros, nadie
podrá decir: “yo no lo sabía”.
Ahora que tanto hablamos de “programas mínimos” para la unidad de la
izquierda, quizás convenga hablar también de la “moral mínima” que es necesario
compartir. El antimilitarismo y la denuncia de los hechos concretos que lo
fundamentan, forma parte de ella.
* Sobre un tema similar publicamos el artículo de Olga Rodríguez
"Por qué las torturas por parte del
Ejército español en Irak no fueron investigadas"
Miguel Romero es editor de VIENTO
SUR
1/6/2013
Reportaje
“Yo hice de carcelero en Irak”
Miguel González
El 17 de marzo EL PAÍS difundió un vídeo en el que militares españoles
pateaban a dos detenidos en la base de Diwaniya. El testimonio del soldado
Charlie (nombre ficticio de un joven destinado en Irak entre agosto y diciembre
de 2003) no aclara quiénes cometieron la brutal agresión, pero describe el clima
que la alentó: una mezcla de tensión, escasa preparación, falso espíritu de
camaradería y sensación de impunidad. Aquellas imágenes causaron que, por vez
primera en España, un juzgado militar abriera diligencias por un delito de
maltrato a prisioneros
Ingresé en el Ejército a finales de 2001, aún bajo el impacto terrible del
11-S. Tenía 20 años recién cumplidos y creía, sin atisbo de duda, que los
musulmanes eran nuestros enemigos, y Occidente, el bastión de la civilización y
la cultura. Cuando me preguntaron a qué unidad quería alistarme pedí ir a una
que me garantizara estar en primera línea de combate en caso de conflicto. Acabé
en un regimiento encuadrado en la Fuerza de Acción Rápida (FAR). Se consideraba
una unidad de élite y, consecuentemente, el nivel de exigencia psicofísico era
muy alto, y la disciplina, férrea.
La vida en el cuartel
Al cabo de algunos meses estaba plenamente integrado. Lo único que ocupaba mi
mente era el Ejército, y las conversaciones con mis compañeros giraban siempre
en torno a la vida militar. No todos se adaptaron tan bien. Un chaval cayó en
desgracia desde el primer día. Era muy indisciplinado, y siempre que incumplía
una orden nos castigaban a todos a hacer flexiones. A todos menos a él. Mientras
sudábamos rozando el suelo con la barbilla, él se quedaba sentado frente a
nosotros. Nos decían que lo mirásemos y que le diésemos las gracias. Así lo
hicimos. Fue objeto de varias agresiones y yo mismo participé en alguna de
ellas. En aquel momento me pareció justo. Para nosotros era la vergüenza del
escuadrón.
Yo, en cambio, era un buen soldado. Obediente, en buena forma física,
resistente al estrés. Aunque cometía fallos. A veces me equivocaba conduciendo
el blindado por el campo. Y cada vez que me confundía, el sargento me obligaba a
parar y me daba patadas en la cabeza, que asomaba bajo el casco por la escotilla
del vehículo. Todo el mundo se nos quedaba mirando. La humillación pública me
dolía más que los golpes. Por eso le pedí que, en vez de patearme, me diese
puñetazos en las costillas. Lo que no dudaba entonces es que merecía un castigo
físico.
Para bajar del blindado había que poner un pie en el lateral. Pero ninguno lo
hacíamos. Saltábamos directamente al suelo. Desde más de un metro de altura.
Hasta cinco veces al día. Me dolían tanto las rodillas que apenas podía caminar.
Pero no pedí la baja, no quería que mis compañeros me considerasen un flojo. Fui
al hospital y me infiltraron. Eso me quitó el dolor, pero no la lesión, que se
hizo crónica.
Ensayo con supuestos prisioneros
Unos cuatro meses antes de partir hacia Irak realizamos un ejercicio nocturno
en un bosque próximo a la base. El escuadrón se dividió en dos grupos: de un
lado, los desgraciados —es decir, aquellos que por un motivo u otro no caían en
gracia a los mandos—, y de otro, los demás. Su misión era no ser capturados, y
la nuestra, capturarles.
Cogimos a cuatro prisioneros. Mi sargento me ordenó que eligiera a dos para
proceder a su interrogatorio. No sabíamos lo que pasaría a continuación, porque
no se nos había dado información alguna, así que toda nuestra instrucción
consistió en esa práctica. Descarté a dos de los capturados; uno, por ser mujer,
y otro, porque era mi mejor amigo. Ambos permanecieron sentados y con los ojos
vendados durante el ejercicio, que se desarrolló en tres fases.
»Primera fase. Nos ordenaron pegar a los dos elegidos. No fue una orden
dirigida a nadie en concreto, ni nos dijeron de qué manera hacerlo, pero en esas
situaciones te sientes impune y sale el monstruo que todos llevamos dentro. O
así es, al menos, como yo me lo he justificado todos estos años. Los demás
empezaron a darles patadas y puñetazos. Yo no había pegado a nadie en mi vida,
así que al principio me quedé quieto. Pero mi sargento me empujó para que
participara. Me acerqué y le di una patada a uno. Una vez que empecé, ya no me
pude parar. Eran mis compañeros de promoción.
»Segunda fase. Tras pegarles nos ordenaron bajarles los pantalones y la ropa
interior. Un compañero mío pasó el cañón de su fusil por el ano de uno de ellos,
haciendo ademán de introducirlo mientras se burlaba. Un mando le reprendió:
“¿Qué haces? ¿Te gustaría que te hicieran eso a ti?” Pero luego se marchó y mi
sargento les obligó a colocarse de rodillas uno detrás de otro, de modo que los
genitales de uno quedaran en contacto con el trasero del otro. Hizo que se
movieran como si estuvieran copulando. “Haced el trenecito”, les ordenaba entre
risas. Uno de ellos sollozaba.
»Tercera fase. El interrogatorio lo dirigió otro sargento. Consistía en
hacerles preguntas de todo tipo. Desde cómo se llamaban sus padres hasta quiénes
eran sus mandos. Iba alternando las preguntas (algunas, carentes de cualquier
interés militar; otras, relevantes), pero cada cuatro repetía una que ya había
formulado antes. Su objetivo era comprobar la sinceridad del prisionero y su
grado de resistencia. El sargento hablaba pausadamente y solo les daba pequeños
golpes cuando contestaban de manera distinta de como lo habían hecho la vez
anterior. Pero yo no tenía su paciencia, estaba cansado y nervioso, y les
insultaba y pegaba hasta que un compañero me dijo que eso no era efectivo y me
apartó. No estoy seguro de lo que pasó luego. Sé que a los cinco minutos estaban
dispuestos a contestar a cualquier cosa que se les preguntara, aunque en teoría
solo debían darnos su nombre, número de identificación militar, graduación y
fecha de nacimiento. Puedo pensar que el objetivo de este ejercicio era
prepararnos por si caíamos prisioneros en Irak. Pero si era así, nadie nos lo
dijo. Y ni yo ni la mayoría de mis compañeros hicimos nunca el papel de presos.
Solo el de carceleros.
‘Rules of engagement’
Conocidas en castellano como Reglas de Enfrentamiento o, simplemente, Roes.
Nos las explicó mi sargento en tres minutos cuando ya estábamos en Kuwait,
haciendo la aclimatación previa al ingreso en territorio hostil. Me acuerdo de
que nos dijo que nosotros, a diferencia de los americanos, solo podíamos
disparar si nos disparaban primero; y que los vehículos y edificios con la media
luna roja eran inviolables, aunque incluso ese principio era relativo, porque
los insurgentes podían usarlos con fines bélicos. Eso fue todo.
La misión en Irak
Entré en Irak a mediados de agosto de 2003. La guerra había empezado el 20 de
marzo y la situación no era excesivamente hostil. Pero en los cuatro meses y
medio que pasé en la zona de operaciones, la seguridad se fue deteriorando. A la
Brigada Plus Ultra le correspondía el control de las ciudades de Diwaniya y
Nayaf y sus provincias. El contingente estaba formado por 1.300 militares
(españoles y centroamericanos), de los que 400 pertenecíamos a unidades
operativas, y 900, a unidades logísticas, sanitarias, Estado Mayor,
comunicaciones, etcétera. Todo el trabajo de campo recaía sobre unos pocos. Eso
suponía jornadas de 14 horas ininterrumpidas, de lunes a domingo, y no era raro
que en mitad de la noche nos despertaran para alguna operación o que al regreso
de una patrulla nos tocara una guardia. Nuestras misiones consistían en
patrullas de presencia (exhibición de fuerza para que los iraquíes supieran
quién mandaba, en palabras de un oficial); escolta de cualquier vehículo que
saliera del cuartel; check-points en las carreteras; vigilancia de puntos
sensibles (como un puente próximo a la base), y protección de convoyes de
combustible. La mitad de mi estancia en Irak la pasé escoltando estas
larguísimas columnas de camiones-cisterna con gasolina para los americanos.
El clima era infernal. Hasta 50 grados en los meses de verano. Eran
frecuentes los golpes de calor, y a mí se me cocían, literalmente, los pies,
pero no podía abandonar mi puesto hasta que vomitara o me desmayase. La herida
que me hice en la rodilla a las dos semanas de llegar solo se curó a mi regreso
a España.
Dormíamos en hamacas de lona que te destrozaban la espalda y el cuello, en
barracones insalubres (convivimos con dos escorpiones hasta que pudieron
fumigar) y relativamente hacinados (decenas de soldados juntos), sin ninguna
intimidad. El servicio de catering,contratado con una empresa, dejaba mucho que
desear y era frecuente comer lo que las familias enviaban en paquetes desde
España. En cualquier caso, la mayoría de los días estábamos de misión fuera de
la base y nos alimentábamos con raciones de combate.
Con los iraquíes
Al principio nos acogieron muy bien. La gente nos saludaba como a
libertadores. A mí me parecía lo normal, porque, a fin de cuentas, les habíamos
librado de Sadam Hussein y les traíamos la democracia y la prosperidad. El
problema es que eso no era cierto. No sabría explicar cómo se produjo el cambio.
Solo sé que estábamos sometidos a temperaturas extremas, sufriendo
incomodidades, trabajando a destajo, durmiendo lo justo y escuchando disparos a
todas horas. Lo peor es que cualquier persona podía ser un insurgente dispuesto
a inmolarse, y cualquier objeto, una trampa. Los efectos de esta tensión
permanente eran visibles: perdí casi diez kilos y desarrollé tics nerviosos.
Llegó un momento en el que empezamos a sentir un odio visceral hacia los
iraquíes, comentábamos entre nosotros que mataríamos a todos los que pudiéramos
si nos dieran la oportunidad. Y estoy seguro de que ellos pensaban lo mismo de
nosotros.
Los puestos de control
Son puestos de control en las carreteras en los que se registra al azar a los
vehículos para comprobar si llevan armas. Desde el mando americano se nos
recriminó por no cumplir el cupo de detenciones, así que estas misiones se
hicieron más frecuentes. Por supuesto, todos los que tenían armas se llevaban
algún golpe, pero hubo un caso especial. Detuvimos a un turismo con dos hombres
de unos 30 años. Les hicimos abrir el maletero y encontramos un saco repleto de
dólares y billetes iraquíes (unos 200.000 dólares, según me dijeron). Mi
sargento decidió que eran insurgentes. Recogimos el dinero y detuvimos a los dos
hombres a punta de fusil. Les vendamos los ojos, les atamos las manos y los
metimos en el blindado. El coche que conducían quedó abandonado a su suerte. El
trayecto hasta la base duró cuatro horas. El sargento ordenó que se les pegara y
así se hizo. Aunque no había ninguna razón para ello, no suponían ninguna
amenaza para nosotros. Al llegar a la base me mandaron que los condujera al
calabozo. Como no podían ver, agarré a uno por el hombro y le retorcí el brazo
para que se hiciera daño si intentaba zafarse. Pasaron dos días en la base
España, donde fueron interrogados por un comandante de la Guardia Civil y
agentes del CNI. Luego quedaron libres. Eran unos simples empresarios.
El conductor
Durante tres meses me tocó conducir el blindado. Aprendimos de los marines
americanos, que obligaban a los vehículos civiles que se encontraban en su
camino a apartarse hasta que pasara el convoy. Los iraquíes rara vez se
apartaban. La misión de mi sargento era ordenarles con gestos que se echaran a
un lado, y, en caso negativo, yo debía ponerme en paralelo, arrimarme y simular
que iba a producirse una colisión, hasta que se asustaban y paraban en el arcén.
Al principio, lo hacía con mucho cuidado. Al final, invadía su carril sin
importarme lo que pudiera pasar. No hubo ninguna colisión, pero un camión estuvo
a punto de volcar.
El explorador
Es el soldado que se sitúa en la parte posterior del blindado, vigilando con
el arma montada para evitar que un potencial agresor te sorprenda por la
retaguardia. Pasé a este puesto después de que mis condiciones psicofísicas no
fueran las idóneas para seguir conduciendo. Las instrucciones eran claras: nadie
podía acercarse a menos de 100 metros. Pero yo no era Dios y no podía obligar a
los iraquíes a hacerme caso, por lo que me llevé innumerables broncas. Al final,
decidí cumplir la orden a rajatabla. Se acercó un turismo a 50 metros. Le hice
señales para que se alejara. Me ignoró. Así que monté el fusil y le apunté. El
coche frenó y dio un volantazo. El vehículo que venía detrás chocó contra él. El
primero se fue a la cuneta y volcó. Mi sargento me preguntó qué había pasado. Le
dije que me había desobedecido, y ahí acabó la conversación. Seguimos nuestro
camino.
Cerco a la mezquita
Se nos alertó de la presencia de insurgentes en una localidad situada a una
hora de la base. Enviaron a mi pelotón, con dos blindados. Los localizamos y los
perseguimos hasta que, según nos pareció ver, se metieron en una mezquita. Se
nos ordenó prepararnos para entrar y capturarlos. A las dos horas llegó la
contraorden: vuelta a la base. Afortunadamente, alguien se dio cuenta de que si
atacábamos la mezquita no saldríamos vivos del pueblo.
Guardia nocturna
Entre los cometidos de la unidad que hacía la guardia nocturna estaban la
vigilancia y la alimentación de los prisioneros. Mi cabo primero me dijo que le
acompañara para darles la cena. Él llevaba la llave con la que abrió dos celdas;
había un hombre de mediana edad en cada una. Me pareció que uno de ellos tenía
la piel oscura, aunque resultaba difícil apreciarlo, porque la única iluminación
era una bombilla mortecina. Estaba semidesnudo, tumbado sobre una manta (en el
cuarto no había absolutamente nada, ni una cama) y muerto de miedo. Balbuceaba
palabras que no pude entender, pero que sonaban como súplicas. La orden de mi
superior fue que entrara delante y le apuntase con el fusil a la cabeza mientras
él dejaba la bandeja en el suelo. Obedecí, pero en ese momento algo se quebró en
mi interior. Me pregunté qué hacía yo allí, encañonando a un pobre infeliz, cómo
había llegado a esa situación. Durante una semana sentí como si nada de aquello
fuese real, como si estuviera bajo los efectos de un narcótico. Una noche que me
tocó guardia estuve a punto de volarme los sesos. Solo las palabras de ánimo de
dos compañeros me salvaron. Al amanecer llegaron nuevos prisioneros que rogaban
por un trago de agua. Un soldado hizo ademán de ofrecerles una botella y la
derramó luego en el suelo entre risotadas. Otro se hizo fotos burlonas con
ellos. La naturaleza humana.
Recuerdo que nuestro capitán nos felicitó porque éramos la única unidad de
toda la Brigada Plus Ultra en la que ningún soldado había pedido ver al
psicólogo de la base
A finales de diciembre de 2003 volví a casa. Seis meses después empecé a
sufrir insomnio, ansiedad, me volví obsesivo, absolutamente insociable e
indisciplinado. Al final, el Ejército me dijo que ya no era útil para seguir en
filas. Durante dos años recibí tratamiento psiquiátrico seis horas al día, de
lunes a viernes, en un hospital. Aunque he mejorado considerablemente desde
entonces, nunca he vuelto a ser el mismo.
Defensa desoyó las denuncias
M.G.
Pocos años después de volver de Irak, el soldado Charlie tuvo que dejar el
Ejército. El Tribunal Médico Militar dictaminó que sufría “trastorno depresivo
mayor siendo [dicha patología], de remota reversibilidad y constitutiva de una
incapacidad total para el desempeño de las funciones propias del servicio”.
Según los médicos castrenses, la enfermedad no la había contraido durante su
etapa militar, ni guardaba “relación causa-efecto con el servicio”. Si se
hubiera reconocido que sus problemas tenían su origen en Irak, habría tenido
derecho a pensión.
Charlie aportó un informe del psiquiatra que le trataba seis horas diarias,
quien le diagnosticó “trastorno de ansiedad no especificado, en probable
relación con su permanencia como soldado en Irak”.
En su escrito de alegaciones contra el dictamen médico, al que ha tenido
acceso EL PAÍS, Charlie describió algunos de los episodios incluidos en su
relato; desde el “trato a prisioneros”, sin omitir los golpes y las vejaciones a
sus compañeros, hasta las agresiones físicas y verbales de su jefe. “Durante mi
estancia en Irak”, añadió, “hicimos prisioneros inocentes a los que golpeé por
orden de mis superiores, dispararon a mi pelotón y a mí, se torturaba a los
prisioneros ofreciéndoles agua, que posteriormente no se les daba, pese a las
súplicas, y se hacían fotos riéndose de los mismos en esta situación. Apunté mi
arma en varias ocasiones con intención de disparar a civiles iraquíes,
provocando al menos un accidente de tráfico debido a las órdenes contradictorias
de mis mandos”.
Pese a la gravedad de los hechos denunciados y a que Charlie aportaba los
nombres de sus protagonistas, nadie hizo nada por investigarlos. La Asesoría
Jurídica General de Defensa emitió un informe en el que se limitaba a señalar
que “se ha cumplimentado el trámite de audiencia al interesado, sin que las
alegaciones formuladas desvirtúen la fuerza de convicción de la citada acta de
la Junta Médica Pericial”. Ni una palabra sobre torturas o vejaciones.
Un peligroso “juego de rol”
M.G.
El ejercicio “trato a prisioneros” que describe Charlie en su relato forma
parte del programa de instrucción de las unidades de élite del Ejército y está
regulado por el manual MI7-010 del Mando de Adiestramiento y Doctrina. Su
objetivo es “conseguir que el personal militar conozca y adopte la conducta
correcta en caso de caer prisionero”; lo que debe hacerse excluyendo cualquier
forma de vejación o malos tratos. El problema es que, en este juego de roles,
quienes teóricamente pertenecen a un Ejército respetuoso con la legalidad
internacional son los soldados que simulan ser prisioneros, mientras que los
supuestos captores adoptan el papel de insurgentes o terroristas. La cobertura
perfecta para quienes quieran dejarse llevar por un exceso de realismo.
No es la primera vez que este ejercicio de adiestramiento da lugar a abusos.
En noviembre de 2010, la Sala de lo Militar del Supremo ratificó las condenas de
cuatro a diez meses de prisión impuestas a un soldado y dos cabos por un delito
de “extralimitación en el ejercicio del mando”.
La sentencia sorprende por sus paralelismos con el relato de Charlie: “Los
procesados, cuyos rostros ocultaban, procedían a reducir a los prisioneros,
sujetándoles las manos a la espalda, y a taparles con cinta aislante y trapos
para quitarles toda visibilidad. [...] Ante la negativa del soldado a responder
a las preguntas, los procesados le propinaron patadas y puñetazos por todo el
cuerpo, uno de los cuales le impactó en la boca y le hizo sangrar. Le bajaron
los pantalones y le presionaron en el ano con el cañón de un fusil HK, lo que
motivó que el soldado diese un grito de dolor audible en toda la nave, que llamó
la atención del sargento, quien se presentó inmediatamente y sorprendió a dos de
los procesados encima del soldado y dándole golpes, al tiempo que un tercero le
golpeaba con una silla, momento en que el sargento ordenó finalizar el
ejercicio”. Cuatro soldados fueron golpeados. Uno estuvo 32 días de baja.
OTRA HUMANIDAD ES NECESARIA