3 septiembre, 2013
Hay que definir y acotar una palabra que se usa con demasiada facilidad y que corre el riesgo de perder su sentido.
Urge además clarificarlo para saber claramente de qué hablamos cuando
nos referimos a los desaparecidos a consecuencia del golpe militar del
18 de julio. De entrada y muy en general podríamos llamar
desaparecido a la persona, detenida ilegalmente por motivos políticos,
cuyo rastro se pierde en el proceso represivo.
La geografía de los desaparecidos, como
la de las fosas comunes, se superpone a la geografía del golpe militar
triunfante. Un proceso que se abre en julio con la ocupación de medio
país y se cierra en abril de 1939. Pero fue especialmente en los
territorios ocupados desde los primeros momentos donde los golpistas
aplicaron el plan de exterminio de sus enemigos políticos y de clase. En
noviembre de 1936, cuando el golpe se convierte en guerra, los países
fascistas se vuelcan con Franco y éste pasa a ser el jefe único y
absoluto de los sublevados, se producen una serie de cambios que se
impondrán paulatinamente y que pueden darse por establecidos en marzo de
1937. Me refiero a la estrategia del terror, al paso de los bandos de
guerra al de los consejos de guerra sumarísimos de urgencia,
procedimiento este que se prolongará hasta los primeros años cuarenta,
cuando con motivo del derrumbe nazi-fascista la dictadura considere
oportuno dar por concluida la matanza iniciada en julio de
1936.

Es pues en esos meses que van de julio
de 1936 a febrero de 1937 cuando se producen la mayor parte de los casos
de desaparición. Personas detenidas por grupos militares o
paramilitares cuyas familias intentan localizarlos y ayudarles. Dado el
número de locales habilitados como prisiones y la desproporcionada
cantidad de personas detenidas, la alimentación de éstas recayó sobre
los familiares, que debieron peregrinar de sitio en sitio hasta dar con
quien buscaban y acercarse todos los días para llevarle ropa y alimento.
Todo ello hasta que un día, y esto forma parte de la memoria familiar
de mucha gente, se le comunicaba que el preso “ya no necesitaba comer”.
Inmediatamente se iniciaba otro
peregrinaje por los lugares de muerte más habituales para tratar de
localizar el cadáver y tratar de darle sepultura digna. Algunas veces
esto se hizo con el visto bueno de la autoridad militar. Podrían citarse
dos casos conocidos: el de García de Leaniz en Sevilla o el de los
hermanos Pla en Badajoz, todos pertenecientes a conocidas familias
burguesas a las que por mediaciones varias se concedió este privilegio.
También sabemos de casos en los que en los años cuarenta y cincuenta se
abrieron algunas fosas para sacar los restos de algunas personas. En
este sentido resultaron claves las notas tomadas en el 36 por los
propios enterradores. Desconocemos la magnitud de estos casos. Sin
embargo la mayor parte de las víctimas quedaron para siempre en las
fosas abiertas para la ocasión.
En el suroeste la mayor parte de las
fosas, todas las de las grandes ciudades por ejemplo, se abrieron dentro
de los cementerios. Sin embargo en pueblos de zonas rurales hubo también fosas abiertas en descampados e incluso en fincas privadas.
Por documentos que se conservan en los archivos municipales sabemos que
los Ayuntamientos se encargaron de dar sepultura a los cadáveres
abandonados en sus términos. Los nombres de las víctimas no fueron
recogidos; si acaso se hizo constar en el registro el número de
“desconocidos” que eran inhumados. En ocasiones, debido a la confluencia
de varios pueblos, se optó por un punto intermedio donde el número de
muertos acumulados obligó a abrir una fosa. Actualmente buen número de
ellas se encuentran bajo construcciones de nichos levantadas
posteriormente. En otros casos (Huelva, Badajoz) se han conservado como
zonas de césped y se ha erigido una lápida conmemorativa. En
algunos lugares, caso de Sevilla, los restos de las dos fosas
principales, fueron trasladados al osario general en los años sesenta.
Por su parte las fosas abiertas fuera de los cementerios, bastante
controladas por los mapas de fosas recientemente elaborados, plantean
numerosos problemas, como prueba lo que viene ocurriendo en Extremadura,
donde muy pocos de los trabajos realizados han dado resultado.
Recordemos que durante esos meses del
bando de guerra se celebraron en general muy pocos consejos de guerra.
Casi siempre a militares y marcados por el carácter ejemplarizante en el
caso de civiles. Pero en esto, como en otras cosas, los golpistas
actuaron con bastante autonomía, de forma que si en el sur se impusieron
los terroríficos bandos en Galicia se adelantó de manera selectiva la
maquinaria represiva de los consejos de guerra. De cara a lo que
tratamos la diferencia es importante: los bandos no dejaban huella de la
víctima salvo en los archivos de los organismos represores, mientras
que los consejos de guerra que concluían en pena de muerte acababan con
un certificado médico de defunción y con la comunicación al Registro
Civil para su inscripción. Sin embargo, por más que se supiera
que había acabado en una fosa común, en la mayor parte de estos casos no
quedaba constancia oficial del lugar de la inhumación, motivo por el
cual también entran dentro de la categoría de desaparecidos.
Una excepción sería la ciudad de Huelva, cuyos consejos de guerra
indican incluso el lugar exacto donde fueron enterrados los condenados a
muerte. Otra excepción sería Córdoba, donde también se indica el lugar
de enterramiento (por ejemplo hay personas de las que se dan las
coordenadas y la profundidad a la que han sido enterradas en la fosa
común: siete metros).
Esto marca una serie de diferencias muy
importantes entre las zonas ocupadas entre julio de 1936 y febrero de
1937, y las que lo fueron posteriormente, donde se fue un poco más
cuidadoso con las formalidades. Sería el caso de los territorios
ocupados tras la puesta en marcha de la Fiscalía del Ejército de
Ocupación, presidida por el jurídico militar Felipe Acedo Colunga y que
inició sus actividades en la ciudad de Málaga en febrero del 37. De su
contundencia dan muestra estas cifras: 2.168 víctimas de febrero a
diciembre de 1937 (febrero: 627, marzo: 877, abril: 365…), todas ellas
inscritas en el Registro Civil de Málaga; mientras tanto, en los pueblos
ocupados se seguía con los bandos de guerra. Sin embargo, en Málaga,
pese a la inscripción registral, no quedó rastro individualizado del
lugar donde cada persona fue inhumada.
Por el decreto 67 de 10 de noviembre de
1936 y aunque no se mencionara a las víctimas de la represión se abrió
una puerta a la inscripción de las personas desaparecidas en los meses
anteriores. Dicho proceso se extenderá a los largo de varias décadas:
primero en los cuarenta y cincuenta, luego descenderá en los sesenta y
setenta y emergerá de nuevo durante la transición y en los años ochenta y
noventa a consecuencia de la Ley de Pensiones de Guerra de 1979. De
todo esto podemos hacernos una idea por el caso de Huelva, una provincia
muy afectada por la represión: entre 1936 y 1990 fueron inscritas en
los libros de defunciones de la provincia 3.040 personas, de las que
sólo 520 serían inscripciones realizadas en plazo legal; el resto fueron
diferidas: 1.989 entre 1936 y 1975 y 531 desde 1979 a 1990. Pero lo que
hay que tener en cuenta es que estos 3.040 casos representan menos del
50 % de las personas asesinadas en la provincia. Tenemos constancia de
que fueron más de seis mil pero sólo podemos dar la identidad de algo
menos de la mitad de los que aún quedan por inscribir.
¿Podemos considerar desaparecidos a
estos más de cuatro mil onubenses asesinados entre 1936 y 1945? No. En
el caso de Huelva, como se ha dicho, habría que exceptuar a los que lo
fueron por sentencia de consejo de guerra. Por el contrario sí habrá que
tener en cuenta a los asesinados tras consejo de guerra en las
restantes ciudades que hemos estudiado (Badajoz, Sevilla, Málaga). Hubo
también familias que, pese al consejo de guerra, la sentencia y la
inscripción, nunca supieron qué fue de los suyos. Nadie se lo comunicó.
En todo caso, ¿qué representa el número de asesinados por sentencia
respecto al del total de desaparecidos? En el suroeste muy poco. En el
caso de Huelva, con más de seis mil, no pasan de 400; en el de Badajoz,
con más de siete mil asesinados censados hasta ahora (falta media
provincia), sobrepasa ligeramente los mil casos, y en el de
Sevilla-provincia de once mil quinientas víctimas sólo pasaron por los
tribunales militares 631. Es decir, la desproporción es absoluta.
Exhumaciones de represaliados en fosas comunes del antiguo cementerio de San Rafael en Málaga. // LAURA LEÓN
Incluso cabría hacer una matización más:
hubo personas que pasaron por consejo de guerra y que fueron inscritas
en los registros civiles a las que podemos considerar desaparecidos. No
ya porque no exista constancia oficial del lugar donde yacen los restos,
sino simplemente porque ni una cosa ni otra se comunicó a la familia,
que quedó tan a oscuras como si se tratarse de un desaparecido por bando
de guerra. Esto ocurrió con frecuencia cuando comenzó a actuar la
Fiscalía del Ejército de Ocupación a partir de febrero de 1937. En
Málaga, por ejemplo, fueron asesinadas muchas personas de provincias
limítrofes cuyas familias nunca supieron qué fue de ellas. Y en este
mismo sentido hubo numerosos casos de familias a las que nunca se
comunicó la inscripción del familiar en el registro civil, tanto en un
caso como el citado de Málaga como en otros donde la inscripción se hizo
por orden superior sin decir nada a los familiares. A la larga estas
irregularidades produjeron casos de dobles y triples inscripciones. No
obstante, la mayor parte de los que llegaron a los libros de defunciones
lo fueron por necesidades de sus familias.
Por otra parte hay que tener también en
cuenta que incluso cuando se decidió canalizar la represión por los
consejos de guerra sumarísimos de urgencia no se dejó de recurrir cuando
convino al anterior procedimiento de los bandos de guerra, que todo lo
permitían. Es decir, que siguió habiendo casos de desaparecidos siempre y
que en ciertos momentos especiales, casi todos asociados al grave
problema de quienes tuvieron que huir de la represión y a la prolongada
resistencia armada contra la dictadura, o sea, desde los años de la
guerra hasta finales de los cuarenta (1947-1949), se siguieron
produciendo irregularidades de todo tipo, como por ejemplo casos de
personas asesinadas en lugares aislados que eran enterradas allí mismo
sin dejar huella alguna.
Todas estas consideraciones muestran las
dificulta-des de la investigación y lo complicado que puede resultar
establecer cuáles de las personas incluidas en los listados no entran
dentro de la categoría de desaparecidos.
Hay más problemas. Las columnas de Franco fueron eliminando en su marcha hacia Madrid a los milicianos republicanos que apresaban.
Basta mirar el Diario de operaciones de Varela o los escritos de
algunos capellanes castrenses (especialmente el padre Huidobro, que
llegó a denunciar estos hechos). Por supuesto no se molestaron en
inscribirlos en registro alguno. Esto desborda ampliamente el concepto
de “víctimas en acción de guerra”, concepto que desborda nuestro
objetivo y que queda fuera de nuestro campo de análisis. Otro ejemplo de
esta ambigüedad serían los casos de personas fallecidas en defensa de
sus localidades o fruto de los bombardeos previos a la ocupación. Los
registros no sólo no informan de esta circunstancia sino que, con el
claro objetivo de ocultar la represión, para rellenar la causa de muerte
recurrieron en cientos de casos a la formula “Choque con la fuerza
pública”, a sabiendas de que se trataba de personas a las que se aplicó
el bando de guerra. Es éste un terreno en el que, faltándonos como nos
faltan los informes militares realizados tras la toma de pueblos y
ciudades, informes a los que se aludía en los propios documentos
militares y que detallaban bajas propias y ajenas, número de detenidos,
etc., todos son conjeturas.
Dicho esto, podemos decir que, en
relación con el golpe militar del 18 de julio de 1936, un desaparecido
es la persona que, inscrita o no en el registro de defunciones, habiendo
pasado o no por consejo de guerra, fue detenida ilegalmente, recluida
en lugar conocido o no y asesinada, careciéndose de constancia oficial
sobre el lugar donde yacen sus restos.
Artículo publicado por el historiador Francisco Espinosa para Todos Los Nombres.