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lunes, 23 de diciembre de 2013

UN MÉXICO DE POSGUERRA


por Javier Hernández Alpízar

 
Domingo, 23 de Diciembre de 2013
 
o los Estados Unidos no necesitaron mandar marines: tenían aquí a una clase política colonizada ideológica y culturalmente que les ha entregado el país, desde los gobiernos perredistas- amloístas que privatizaron y extranjerizaron las playas y que han hecho la contrainsurgencia...

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De izquierda a derecha: Camacho Solís (el cerebro detrás de la política del GDF desde los tiempos de AMLO), Salinas (innombrable), Zedillo (carnicero de Acteal), Colosio (el muerto que todos santifican pero operó los fraudes electorales cuando fue presidente del PRI) Lástima que a la foto le sobrepusieron un texto tan malo…
 
“La guerra es terrible. La guerra es la muerte, la guerra es el odio, la guerra es el miedo, la guerra es el llanto, la guerra es el ruido.
“La guerra hace tanto ruido que los que la hacen se quedan completamente sordos. Tanto que ni siquiera oyen el llanto de los niños.”
(Tai- Marc Le Thanh, Cyrano, Adaptación de Cyrano de Bergerac)

Hace poco aparecieron en YouTube algunas imágenes sobre la invasión de marines de los Estados Unidos a Panamá de 1989, una agresión militar con tecnología de punta contra población civil indefensa, una carnicería, un crimen de lesa humanidad con el que Washington se curó del síndrome de Vietnam e inauguró una era de nuevas intervenciones militares directas (la postguerra fría) en la cual se ha empantanado solamente por la resistencia iraquí.

La postguerra fría nos cambió el mundo. Llegó a su fin la contención (por el contrapeso del bloque socialista) que para la intervención militar directa tuvo el ejército de los Estados Unidos. La masacre de población civil indefensa en Panamá fue una manera criminal de desoxidar su maquinaria de muerte, de nuevo los halcones estadunidenses saldrían a asesinar por todo el globo.

En 1988 llegó a México el embajador John Dimitri Negroponte, experto en intervención política, militar y espionaje: pero a México no le declararían la guerra, aquí usarían una forma distinta de engullir, fagocitar y colonizar: el libre comercio. En 1988 se dirimió en la élite mexicana el dilema: continuar con el nacionalismo priista que definitivamente no parecía la opción para el capital transnacional en la posguerra fría o dejar a los nuevos tecnócratas apoderarse del país, desmantelar la caricatura de estado de bienestar y desregular, privatizar, desestatizar, desnacionalizar, extranjerizar, globalizar, destruir lo local y dejar listo el país para el saqueo internacional, pero principalmente orquestado por Washington.

Estos recientes años, casi en secreto no deliberado, sino porque los medios no se han enterado, el Capítulo México del Tribunal Permanente de los Pueblos está documentando la devastación del país, resultado de esa política neocolonial o imperial, o simplemente del capitalismo salvaje, que puede entenderse si se sabe que México es el país que más tratados de libre comercio ha firmado en el mundo. La única respuesta a la altura de la agresión, cuando entró en vigor el primero y más importante de ellos (el TLCAN o NAFTA) fue el alzamiento zapatista de enero de 1994. Esas fechas: 1988, con el fraude electoral y el entronizamiento del salinismo, 1989 con la invasión militar a Panamá y el inicio de una nueva era de los halcones de la guerra en Washington y 1994 con el inicio del TLCAN y el nuevo avasallamiento del país por el capital financiero internacional y el inicio de la resistencia zapatista la cual abrió un nuevo ciclo de resistencias territoriales que hoy existe principalmente en el sur y sureste en zonas indígenas y campesinas, son el punto de partida de un nuevo escenario nacional y mundial.

Pero mientras la política de verdad, la que cambió el destino de México y de muchos otros países se realizó mediante la guerra o la continuación de la guerra por otros medios que es hoy el “libre comercio”, como cortina de humo nos vendieron el discurso civilista, ciudadano, las urnas como principio, fin y único recurso político: dijeron que las urnas son la única alternativa a la violencia, la única forma legítima de hacer política, la única civil; pero las urnas a México trajeron la violencia del PAN en el poder, la ilegitimidad de los poderes de facto y los fraudes electorales, políticos, financieros y morales que han destruido el país, vaciaron de todo sentido la palabra “democracia” y terminaron volviendo un absurdo y una quimera a la geometría política: el PRD encabezado casi exclusivamente por ex priistas y constante aliado electoral del PAN es el síntoma de ese nonsense en que se diluyó la política institucional.

Pero la política que destrabó en México la resistencia a las reformas estructurales neoliberales que faltaban fue totalmente militar: el sexenio panista de Calderón y lo que va del presente, mediante ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, criminalización de la protesta social, persecución sistemática y descabezamiento de organizaciones de derechos humanos, de defensa del territorio y de comunicadores y periodistas, además de terror contra la población civil, migración y desplazamiento forzado… Tuvimos nuestro Panamá pero durante más de seis años y con violencia de grupos armados mexicanos (armados con tecnología traída de Estados Unidos) bajo una política de “guerra al narcotráfico” diseñada en Washington.

Después de esa sangría, el civilismo en México está agotado. Y el poder tiene una forma ya protocolaria de tratar a la población que protesta: el operativo policiaco militar. Los encapsulamientos que practica la policía antimotines del GDF perredista son la tecnología de punta de esa forma de control de la población. Demonizar las protestas que no se realizan con permiso y casi con patente del GDF, por ejemplo con la condena de los voceros ideológicos de Morena a los “encapuchados”, es el complemento civil (los comisarios del pensamiento) del control militar de la disidencia.

Son desoídas las manifestaciones, por masivas que sean: todavía el 12 de enero de 1994 manifestaciones civiles masivas obligaron al EZLN a plantearse un alto al fuego que luego sería seguido por el gobierno federal, como siempre el gobierno federal fingió el alto al fuego y ha seguido la contrainsurgencia paramilitar en Chiapas y luego en otros lugares del país. Sin embargo, desde la masiva Marcha del Color de la Tierra de 2001, desoída por los tres poderes y por los tres principales partidos PAN, PRI y PRD, hasta la fecha (exceptuando pocos momentos como el movimiento de Atenco en 2001 que echó abajo el decreto expropiatorio de Fox) normalmente las movilizaciones masivas, incluso las más combativas como el movimiento de la APPO en Oaxaca, son intervenidas con operativos policiaco militares. No le han dejado al México de abajo respiro. No le han concedido ganar nada. E incluso lo que ha ganado, el poder lo ha revertido mediante venganzas cruentas (Atenco 2006, y la guerra de baja intensidad contra el zapatismo y la Sexta DSL y todos los “radicales”) para continuar la intervención por diferentes medios, entre ellos las “reformas estructurales” exigidas por Washington y los tratados de libre comercio.

El arrinconamiento a la movilización ha llegado al extremo de que hoy una manifestación es un éxito en sí misma: es un triunfo el solo hecho de que los mexicanos salgan a desafiar la represión, exponiendo el físico, soportando un humillante trato de criminales, como los encapsulamientos que han utilizado, antes Ebrard (no denunciados suficientemente porque “no había que hacerle el juego a la derecha”) y hoy Mancera. Es una especie de acción performativa en el mal sentido de la palabra, una acción simbólica sin consecuencias políticas. (Hay que reconocer que algunos perfomances pueden tener consecuencias ideológicas y políticas interesantes.)

Ya desde las protestas internacionales previas a la invasión norteamericana en Afganistán y luego Irak, Naomi Klein decía que era tiempo de dejar atrás las manifestaciones simbólicas, había hacer algo que en verdad afectara los intereses de las empresas transnacionales. En esa época se ensayaron sin éxito los boicots a algunas marcas y logos.

En México, ninguna movilización civilista ha planteado llegar hasta esos extremos. Siempre se han quedado en una desobediencia civil ligera, aun así la población civil lo ha pagado con muertos, desaparecidos, presos, gente desahuciada por lesiones y un sexenio de terror para desmovilizarla. (La Otra Campaña en 2005 – 2006 lanzó la propuesta de un alzamiento civil y pacífico que derrocara al supremo gobierno, pero fue criticada por su “izquierdismo infantil aventurero”, prevaleció la ilusión electoral que ha llevado hasta los gobiernos de Mancera, Arturo Núñez y los liderazgos morales de Bartlett y demás. No había que “hacerle el juego a la derecha” criticando al PRD, para que el PRD pudiera seguir importando personeros de la derecha como candidatos.)

En otras palabras: a México los Estados Unidos no necesitaron mandar marines: tenían aquí a una clase política colonizada ideológica y culturalmente que les ha entregado el país, desde los gobiernos perredistas- amloístas que privatizaron y extranjerizaron las playas de Baja California Sur y que han hecho la contrainsurgencia contra los zapatistas en Chiapas hasta el actual Pacto por México en el que PAN, PRI y PRD legitimaron la última etapa de las reformas estructurales, mientras el gobierno del GDF- PRD reprime sistemáticamente, dejando en coma a Kuykendall y deteniendo arbitrariamente a decenas de jóvenes manifestantes, agrediendo a decenas de defensores de derechos humanos, periodistas y comunicadores.

Las manifestaciones cumplen su papel simbólico en la historia: pero si la masiva marcha indígena de 2001 fue desoída incluso por la izquierda partidista sin consecuencias para el PRD (que siguió siendo “la opción” electoral) y las manifestaciones antifraude de 1988, 2006, 2012 fueron desoídas y no significaron un freno de mayor importancia al ascenso de los políticos entreguistas al servicio de Washington y las transnacionales, las manifestaciones de hoy no pueden cumplir un papel mayor que el de salvar el honor de un pueblo avasallado que puede decir que no se merece el gobierno que tiene, pero no puede sacudírselo.

Lo que dijo Naomi Klein respecto al planeta es cierto hoy para México: las protestas simbólicas ya no bastan, no sirven. ¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿Quién da el paso adelante en una política de desobediencia civil legítima, pero que no se reduzca a exponer a los de abajo a la represión mientras los políticos de izquierda no dejan de vivir del presupuesto? No sé quiénes lo harán, pero estoy seguro de que los líderes del agotado ciclo civilista, republicano y electorero no lo harán: porque en el fondo comparten los valores de quienes detentan el poder. Las diferencias son de matices y de personeros, no de fondo.

¿Necesita el México de abajo de esa clase de líderes para organizarse o puede dejar de delegar su poder y representarse a sí mismo? La existencia de esta nación como tal depende de las respuestas a ese tipo de preguntas. Quienes creen que se ha agotado la no-violencia desestiman las posibilidades políticas. Falta, además de autonomía, imaginación política.

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