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lunes, 12 de agosto de 2013

HISTORIAS MINIMAS: JUAN


 
Agarró la bolsa, dio las gracias y salió con la cabeza gacha, por si se cruzaba con algún conocido del barrio. Llevaba ya tres meses asistiendo al comedor social, después de comprender que su pensión no podía estirarse más. La verdad es que no fue traumático: en su larga vida había conocido la escasez, las cartillas de racionamiento y el pan negro, así que sabía de qué iba todo aquello. Era la misma caridad de siempre, que volvía a poner parches en las grandes roturas del sistema.
La rotura, en su caso, era el desempleo de sus dos hijos, que hasta hace poco le completaban a él su pensión con algún dinerillo. Ahora era justo al revés. El mayor ya llevaba más de un año en paro, y su nieto tendría que seguir echando horas como reponedor si quería continuar en la universidad. Juan veía a su hijo cada vez más hundido, no sólo por la de la falta de trabajo, sino por la impotencia de no poder proporcionarle a los suyos posibilidades de futuro. El otro, el chico, había perdido un buen empleo hace unos meses por un ERE de su empresa; es verdad que su mujer trabajaba, pero con dos hijos pequeños y una hipoteca no les daba para llegar a fin de mes.
Juan les decía a sus hijos que él tenía dinero ahorrado, que no se preocuparan, y así iba pegando bocados a su pensión tratando de tapar los agujeros de la familia. Sabía que sólo de esta forma consentirían las aportaciones mensuales del abuelo, que aceptaban incómodos pero agradecidos y por supuesto seguros de que sus pocas necesidades estaban resueltas. Así que Juan fue recortándose a sí mismo todo lo que pudo –el periódico, la cerveza con los amigos, hasta la luz cuando anochecía- y ya por último tiraba de la caridad ajena para poder comer. Eso sí, que no se enteraran sus hijos, porque entonces se acabó el engaño. No se sentía personalmente humillado por pedir comida, ni siquiera pensaba que aquello fuera un gran sacrificio: sólo estaba al lado de los suyos, como siempre había hecho. Pero una rabia sorda lo inundaba al subir las escaleras del comedor y ponerse en una cola donde había más jubilados como él. Calculaba entonces cómo se sostenía en pie y en relativa paz social un país con seis millones de parados. Y esta injusticia, y más que todo esta hipocresía social, lo ponía de muy mala leche.

Sin mirar a los lados, Juan se daba la vuelta y enfilaba rápido para su casa. Iba con la cabeza gacha, iba cargado de dignidad.

OTRA HUMANIDAD ES NECESARIA 

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