8 de diciembre de 2014
En 1957 María Teresa y Rafael Alberti realizaron un viaje a China para tomar contacto con
los cambios sociales surgidos de la revolución comunista. Fruto de este viaje nacio un libro, Sonríe China (1958), al que pertenece el fragmento que abre la entrada, y que es el testimonio de los cambios políticos, sociales y culturales de la República Popular.
Además de ofrecemos una descripción del presente revolucionario, y esperanzador para los pueblos del mundo, de la China Popular, María Teresa León, nos evoca una y otra vez el pasado del país, para referirse a lo profundo de un cambio en tan escaso margen de tiempo tras el triunfo de la Revolución y de Mao.
Desde el exilio, y desde la frustración de la derrota de la República Española, y con ella de las esperanzas del pueblo español, la mirada de María Teresa León se extiende, sobre un pueblo que supo vencer a su enemigos externos e internos y escapar de siglos y siglos de opresión en su propio ritual, entre emperadores y hombres adornados con gusanos de seda.
Sonríe China, es un libro de viaje aunque con poemas e ilustraciones de Rafael Alberti intercaladas. En la obra destaca, sin embargo, la prosa de una voz femenina, llena de ideales esperanzadores que hacen suponer que el libro está escrito, casi en su totalidad, por María Teresa León.
Entre todos los aspectos sociales a los que pasa revista María Teresa León en su visita a la China de Mao, ninguno le sorprende tan positivamente como el de la evolución de la mujer, quien ha empezado a superar el desprecio y la infravaloración a que estaba sometida en el sistema de valores de la sociedad china de las dinastías imperiales. María Teresa León admiraba como había cambiado la situación de la mujer china tras la llegada al poder de Mao, ya que este hecho tuvo gran trascendencia para la suerte de todas ellas, y anhela este cambio en las sociedades sometidas al capitalismo, donde la mujer sigue siendo, en la mayoria de los casos, un objeto al servicio del hombre, doblemente explotada por su condición femenina y su posición de clase.
No obstante, conviene recordar aquí las palabras de Mao: “Con el fin de construir una gran sociedad socialista, es de suma importancia movilizar a las grandes masas de mujeres para que se incorporen a las actividades productivas. En la producción, hombres y mujeres deben recibir igual salario por igual trabajo. Sólo en el proceso de la transformación socialista de la sociedad en su conjunto se podrá alcanzar una auténtica igualdad entre ambos sexos”. Y así parece que fue, al menos hasta la restauracion del capitalismo en China, proceso ya evidente desde principios de los años 80.
En el siguiente fragmento, podemos ver como Maria Teresa León describe el enorme cambio, el gran salto hacia el futuro, que dieron las mujeres chinas de la mano de la Revolución maoista, y lo hace a la vez que lo anhela en su propia patria, España, sometida a la última dictadura abiertamente fascista superviviente tras la Segunda Guerra Mundial:
"¡Mujeres de Pekín! ¡Qué admirables y
discretas son! Me las encuentro en todas partes, lo llenan todo llevando
hijos de cualquier tamaño, niños envueltos en telas multicolores,
encapuchados, amorosamente protegidos del frío. Llevan, si son mayores,
un largo gabán hasta los pies que ha de servirles sin duda mucho tiempo
mientras crezcan y servirá a sus hermanillos, que indudablemente han de
venir. La gorra de pieles de orejas de liebre acaricia con su pelo las
mejillas de porcelana, encuadrando su sonrisa de niños, felices de que
los miremos. Si les sonríes –¡y vaya si les sonrío! –, se te acercan
como conejitos buenos, tocando con sus manos las tuyas –¡ay, tan
grandes!– que deben parecerles inmensas, ya que han heredado las manos
pequeñitas de los dibujos hechos en seda china. Yo, antes, como mujer
del sur, creía que los niños más bonitos del mundo eran los del norte;
ahora, como mujer que ha viajado, compruebo que no hay niños más
hermosos que los del este del planeta que habitamos. Sin recelo ni
acoso, estos niños que no piden limosnas como los de Toledo, ni son
golfillos despejados como los de París o Nápoles, nos hablan con su
lenguaje de canario que gorjea, confiados, sin duda, en mi pelo blanco,
que les gusta tocar para convencerse de que no es cosa de juego. Las
madres también se acercan, alcanzando a nuestra consideración algún
niñito de marfil, que yo he visto antes en los abanicos que guardaba mi
madre. Estoy segura que me hablaban de madre a madre, contándome esas
cosas comunes que tenemos las mujeres del mundo: si es dura la tarea de
criar hijos, si son fastidiosos para comer o si se escapan para lanzar
al viento cometas doradas.
Estoy segura de entenderlas. Son las
descendientes de otras mujeres muy poco apreciadas en la vida china, por
las que se vestía luto el día de su nacimiento, a las que se podía
maltratar, abandonar, cancelar con ellas todos los compromisos. Millares
de mujeres, millones, mejor dicho, no recibieron nunca educación; se
podían vender como ganado que produce poco; no tenían derecho a elegir
su marido; debían aceptar compartir con las concubinas el lecho, la
casa, el amor. Como no podían cumplir el culto a los antepasados, si en
una casa llegaban muchas hembras, se las ahogaba en los ríos profundos y
–¡horror!– debían obedecer a la suegra.
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